Efraín Aníbal Díaz Arrivillaga·
Lo cierto es que no existe una verdadera oposición política en Honduras. Por ello, el Partido Nacional ha podido gobernar a su antojo, sin pudor alguno.
La única salida es la respuesta de la ciudadanía que, con un voto consciente e independiente, seleccione en noviembre lo mejor de las ofertas electorales, aun con todas las limitaciones que puedan representar.
Un momento político clave para avanzar
La posibilidad de una gran alianza política de la llamada “oposición” dominó el debate político nacional, después de que se llevaron a cabo las elecciones primarias de marzo. Aunque, en realidad, este importante tema se ha venido planteando desde tiempo atrás por diferentes sectores de la sociedad hondureña. De hecho, una alianza electoral se concretó para las elecciones de 2017 entre el partido Libertad y Refundación (Libre) y el excandidato presidencial del Partido Anti-Corrupción (PAC).
Una década de gobiernos del Partido Nacional, que se iniciaron en 2010, ha provocado una profunda crisis en el Estado y el sistema político hondureño. El retroceso democrático, especialmente a partir de 2014, se caracteriza por la ingobernabilidad, la falta de legitimidad social, el debilitamiento del Estado de derecho, la falta de independencia de los poderes del Estado y la absoluta indefensión de la población. La institucionalidad pública, en la práctica, dejó de funcionar y el gobierno terminó descansando en la voluntad y la conducta personalista y autoritaria de quien dirige el poder Ejecutivo.
Los frenos están engrasados
El fraude electoral, la manipulación en la selección de los candidatos a cargos de elección popular y de los resultados electorales —calificados casi siempre como poco creíbles—, se constituyeron en la práctica “normal” de las elecciones, convirtiendo el voto en un instrumento inútil y los comicios en una ficción electoral. El marco legal electoral ha permanecido sin reformas estructurales, impidiendo la apertura y democratización del sistema político y electoral del país.
La falta de voluntad política por parte de los principales actores para llegar a consensos básicos, en el marco del Diálogo político del año 2018, convocado para introducir reformas como la segunda vuelta, la ciudadanización de las mesas electorales receptoras y la independencia de los organismos electorales, entre otras que se plantearon en ese contexto, no fueron posibles. Este resultado presagiaba un escenario electoral con muy limitados niveles de confianza y credibilidad, como ya lo habían sido los procesos electorales de 2009, 2013 y 2017.
En aquel espacio tampoco se quiso aceptar un plebiscito para definir el tema de la reelección y, aunque era el momento preciso, se desaprovechó la oportunidad; hoy el tema se mantiene en una especie de “limbo jurídico”. Recientemente, el presidente del Congreso Nacional, con una dosis de vergonzoso cinismo, planteó la necesidad de una “cuarta urna” para consultar al pueblo sobre la reelección presidencial; la misma que fue causa y justificación del golpe de Estado de 2009. Ayer no, hoy sí. El doble rasero no tiene límites.
A lo largo de esta década, el Partido Nacional se pronunció a favor de las reformas electorales, pero en los hechos nunca estuvo anuente; dio un sí que fue siempre un no, especialmente al balotaje, respecto del cual su oposición es férrea. Tampoco tuvo la voluntad para definir el tema de la reelección, ilegal e inconstitucional, porque no convenía a los intereses del gobernante y de otros personajes políticos. Dejar todo indefinido ha sido la estrategia para dificultar cualquier cambio en el statu quo; dejar pasar el tiempo y que se vencieran los plazos para imposibilitar las reformas.
La oposición y las reformas electorales
Mucho se habla del papel que debe o debió jugar la oposición para impulsar dichas reformas, para impedir que el oficialismo manejara a su antojo el Congreso Nacional y que, de manera arbitraria, aprobara leyes lesivas para la nación. Pero lo que más se esperaba de la oposición era una contribución significativa a favor de un ambiente propicio para democratizar el país y salvar la nación de una inminente profundización de la crisis política.
La realidad —aunque duela reconocerlo—, es que no ha existido ni existe una verdadera oposición política en Honduras. Esta es una debilidad importante que le ha permitido al Partido Nacional gobernar sin mayores dificultades, aun en medio de escandalosos casos de corrupción y retorciendo el marco legal, como nunca antes se había visto.
Ciertamente, en todos estos años el oficialismo ha logrado contar en el Congreso Nacional con tácitos aliados, muchos de ellos partidos minoritarios (Democracia Cristiana, Unificación Democrática, Alianza Patriótica, FAPER y Vamos, entre otros) y mayoritarios otros, mediante la actuación de bancadas colaboracionistas, como es el caso del Partido Liberal; o por el fraccionamiento de las bancadas, como sucedió con Libre; o haciendo desaparecer entidades partidarias genuinas, como aconteció con el Partido Anti-Corrupción (PAC), sustituyéndolas con autoridades espurias.
Alianzas, ¿al servicio de quién?
Este contexto de alianzas coyunturales y divisiones, que el Partido Nacional ha promovido, responde a la estrategia de consolidación del poder promovida por el orlandismo, símbolo del despotismo, la corrupción, la impunidad y el clientelismo político. Además, ha instalado hábilmente varios mitos para engañar, manipular y confundir a la opinión pública.
El primero, que el actual gobernante luce como insustituible porque, en el menú político, no hay ningún otro que le pueda reemplazar, ni tampoco al partido en el poder. El segundo, que el Partido Nacional es la agrupación política que individualmente tiene el mayor volumen de votos y posee la mejor organización política, merced a los resultados electorales obtenidos, obviamente abultados y derivados de acciones fraudulentas en las elecciones primarias y generales.
Lo anterior conduce a concluir que los partidos de oposición solo podrían ganar las elecciones de noviembre unidos, y que ninguno lo podría lograr de manera individual. Las reglas electorales establecen que en la fórmula presidencial se gana con mayoría simple, razón por la cual el Partido Nacional ha resultado victorioso en las últimas tres elecciones. Sin embargo, poca atención se le presta al hecho indiscutible de que casi la mitad de los votantes no tiene una preferencia electoral definida, y se muestra independiente o todavía indecisa; tampoco se analiza el significado del “voto protesta” que se manifestó dentro del nacionalismo en las elecciones primarias de marzo.
El miedo a las alianzas
La concreción de alianzas y coaliciones de partidos políticos y candidaturas independientes es parte esencial de una democracia. Sin embargo, la legislación hondureña en materia electoral, desde la transición a la democracia en 1980-1981, ha restringido la formación de coaliciones políticas para favorecer al bipartidismo en los distintos niveles de elección popular. Hoy día, poco se ha avanzado en este sentido y las trabas para la participación de estos espacios plurales y diversos, continúan como en el pasado.
Las lecciones “aprendidas” —derivadas de la alianza electoral de 2017—, en lugar de coadyuvar a fortalecer y consolidar la unidad, propiciaron la dispersión y la fragmentación. Los intentos por forjar la unidad de los partidos llamados de oposición, promovidos por distintos espacios ciudadanos y sociales, fracasaron o simplemente no fueron escuchados por la clase política que pudiera denominarse como democrática, progresista y reformista.
Aunque era un resultado largamente esperado por muchos sectores de la sociedad, el hecho de que fuera un fracaso refleja la incapacidad de los políticos hondureños de dialogar, negociar y lograr acuerdos unitarios para fortalecer la democracia y rescatar la nación de su postración.
Privaron más los intereses personales, la intransigencia, el sectarismo, el personalismo, los resentimientos del pasado o la creencia en un hipotético triunfo en solitario, que la madurez política, un liderazgo visionario, una conducta seria y patriótica, capaz de hacer a un lado el egoísmo para ofrecer una opción creíble y válida para la nación, desoyendo una aspiración mayoritaria entre los hondureños.
¿Qué esperamos hoy?
El país requiere una opción electoral que termine con una década de oprobio, incapacidad, corrupción, impunidad, despotismo y antidemocracia. La mayor evidencia de un mal gobierno ha sido la ineptitud, la improvisación, la falta de una estrategia clara y precisa, la opacidad en la gestión, la ineficiente centralización de decisiones (marginamiento de los gobiernos locales) y la ausencia de un auténtico liderazgo para promover la unidad nacional y crear los niveles de confianza y credibilidad necesarios para enfrentar con éxito el manejo de la pandemia causada por la covid-19 y los desastres naturales que se sucedieron en 2020.
Los fracasados quieren seguir gobernando
El continuismo es el fracaso de la nación; rescatar y transformar esta Honduras nuestra debe ser la misión primordial de la ciudadanía consciente y patriótica. Sería un contrasentido que prolonguemos la vida de un régimen que actúa contra el pueblo mismo, que hunde al país, que no ofrece un futuro de bienestar, seguridad, equidad, democracia y libertad para las actuales y futuras generaciones. No se puede permitir que esto suceda.
El grito de los obispos exigiendo un ¡basta ya!, así como la indignación abierta o silenciosa de los ciudadanos, resuena con fuerza en nuestra mente y nuestros corazones para trazar el camino de un nuevo país.
¿Quiénes han fracasado?
En la Honduras de hoy, asistimos a la progresiva desaparición del Estado como entidad que garantiza la posibilidad de resolver los graves problemas políticos, sociales, económicos y ambientales; en tanto que es también evidente una crisis de los partidos políticos como intermediarios entre los ciudadanos y el Estado. Los partidos políticos han dejado a un lado las ideologías (si es que algunos la tuvieron) y son manejados de manera personalista, caudillista y clientelar.
Como lo señala acertadamente el escritor italiano Umberto Eco:
Crisis de las ideologías y de los partidos: alguien ha dicho que estos últimos son ahora taxis a los que se suben un cabecilla o un capo mafioso que controlan votos, seleccionados con descaro según las oportunidades que ofrecen, y esto hace que la actitud hacia los tránsfugas sea incluso de comprensión y no ya de escándalo. No solo los individuos, sino la sociedad misma viven en un proceso continuo de precarización[1].
La ciudadanía consciente es nuestra esperanza
Honduras se ve reflejada en esa realidad. Podrá el país tener futuro, podremos conservar la esperanza en medio de la desesperanza, podremos encontrar el camino para recuperar el Estado, la sociedad, la política, el desarrollo, en un contexto político sin respuestas claras, de permanente incertidumbre y niveles altos de desconfianza y ausencia de credibilidad en los liderazgos y partidos políticos. Estos son los grandes desafíos del futuro.
En definitiva, la única salida es la respuesta del ciudadano que, con un voto consciente e independiente, seleccione lo mejor de las ofertas electorales existentes, aun con todas las limitaciones que puedan representar. Igualmente, luchar incasablemente contra el fraude electoral para que se respete la voluntad libremente expresada por el pueblo.
La única certeza que la ciudadanía debe tener, hoy y mañana, es impedir el continuismo y empujar la ruptura y el cambio, que permitan abrir las posibilidades de un nuevo amanecer para nuestra Honduras. Que así sea.
· Economista con especialidad en economía agrícola, planificación y desarrollo. Fue diputado por el Partido Demócrata Cristiano de Honduras y candidato a la Presidencia de la República por el mismo partido. Se desempeñó, además, como Embajador de Honduras en Alemania y la ONU en Ginebra, Suiza.
[1] Eco, Umberto., De la estupidez a la locura. Crónicas para el futuro que nos espera, Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2020, p.10.