Marvin Barahona*
El momento histórico actual se define por la necesidad de articular todos los procesos por los que la ciudadanía ha expresado su inconformidad, rebeldía o rechazo ante decisiones que amenazaban sus derechos. Y, porque se rompió el mito de que aquí las cosas “siempre han sido así”, es posible afirmar que este momento genera expectativas favorables respecto de una restitución simultánea del Estado de derecho y de la condición ciudadana.
Introducción
Un factor clave para el triunfo de Xiomara Castro en las elecciones generales de 2021, fue la confluencia de las prioridades nacionales con la voluntad de los ciudadanos y la alianza electoral ganadora de asumir el compromiso de impulsar juntos las promesas de campaña. Esta convergencia fue fundamental para que el cambio se produjera en las urnas, como lo es hoy para concretar lo prometido en la realidad política y social.
Después del triunfo electoral, en el debate público se criticó explícitamente el discurso político como una práctica demagógica a ser superada hoy, remarcando que las falsas promesas solo sirvieron para favorecer el arribismo de algunos políticos y la defensa de intereses privados. Y superar ese límite —hasta hoy infranqueable—, significa no solo señalar como culpable a un falso discurso político, sino también asumir que solo una práctica política comprometida con la palabra empeñada será capaz de reafirmar la confianza de los electores en el gobierno actual y los partidos políticos.
Asimismo, superar el paradigma de la superioridad del territorio sobre su población, por su valor material, es el desafío a vencer en el siglo XXI, puesto que la riqueza más importante de la república es su población. Sin embargo, la complementariedad entre ambos factores es clave para avanzar desde un régimen oligárquico-territorial hacia un régimen republicano basado en la equidad y la inclusión social de su población.
Consecuentemente, en el escenario público se confrontan diversas formas concretas de relaciones establecidas, por ejemplo, entre el capital, el Estado y el trabajo, tratándose del salario mínimo; entre el capital y los fondos de pensiones de docentes y empleados públicos, cedidos en préstamos; entre el capital y las comunidades que rechazan la explotación de sus recursos naturales a través de formas cuestionadas socialmente, como en el caso de la zona del río Guapinol en el departamento de Colón y La Unión en Copán; entre el Estado, el capital y la flexibilización laboral, centrada en la Ley de Empleo por Hora[1], entre otras relaciones en las que el papel hegemónico del capital subordina o intenta subordinar al territorio, la población y el Estado para ponerlos al servicio de sus intereses.
Al descubierto ha quedado —como han señalado los gremios laborales— la enorme deuda social de la república económica con la república social; es decir, con la clase trabajadora que hoy exige resarcimiento económico a través del empleo y el respeto a sus derechos laborales. Y se presenta en toda su dimensión un modelo económico productor de desigualdad y exclusión social a vasta escala. En este caso, la pobreza emerge como un subproducto del modelo oligárquico concentrador de propiedad y riqueza, de privilegios y beneficios concedidos por el Estado a unos pocos, desequilibrando así las relaciones entre el capital y el trabajo.
El marco en que se han producido estas discusiones, que en las primeras semanas del nuevo gobierno trascendieron al debate y la preocupación pública, está determinado por la imposición del modelo económico neoliberal, transformado en leyes y decretos por los gobiernos precedentes. Sin embargo, el tono del debate ha cambiado; la empresa privada no se ha opuesto a efectuar reformas a la Ley de Empleo por Hora, pero sí a su derogación total; en tanto que los líderes gremiales apuestan por la derogación y el empleo permanente con reconocimiento de derechos laborales.
Este artículo trata, precisamente, sobre el enorme peso que el mercado y las relaciones de mercado han alcanzado sobre el Estado y la sociedad, que hoy son cuestionadas públicamente. La coyuntura actual permite pensar en la búsqueda de un nuevo equilibrio entre los actores mencionados, favoreciendo a la vez la restauración del Estado de derecho y la restitución de la soberanía popular.
Hay riqueza, pero no empleo
La manzana de la discordia —el trabajo y la riqueza— es también una cuestión de cifras, con las que se puede medir el éxito o el fracaso de la flexibilización laboral. Al presentarse en el Congreso Nacional la moción para derogar la “ley de empleo por hora”, el Consejo Hondureño de la Empresa Privada (COHEP) informó que el número de empleados en esta modalidad podría representar hasta 700 mil puestos de trabajo; luego corrió el rumor de que solo eran 200 mil, hasta que la secretaría de Trabajo informó que ha registrado únicamente a 40 mil trabajadores bajo esa modalidad, casi todos ubicados en el comercio y la industria turística de los principales centros urbanos.
Pero la cuestión de fondo no es la discrepancia en las cifras presentadas por los empresarios y el Estado, o la ausencia de cifras en el caso de los gremios obreros, sino el temor empresarial a una regulación estricta de las relaciones laborales y el temor gubernamental a fracasar en el cumplimiento de una de sus promesas de campaña: crear puestos de trabajo para mitigar el agudo problema del desempleo.
La exigencia de derogación de esta Ley conlleva una crítica explícita a la “flexibilización laboral” y la “tercerización” de la contratación laboral, esta última cuestionada en el Congreso Nacional por prestarse al favoritismo político y la corrupción cuando las instituciones públicas, incluyendo a dicho poder del Estado, han otorgado contratos de servicios (mantenimiento, seguridad) que no han respetado los derechos laborales de los contratados.
Por esta vía, los beneficiarios de contratos “tercerizados” serían partícipes de la concentración de las oportunidades y la riqueza que estos ayudan a producir; en tanto que los trabajadores sin derechos sufragan una cuantía de las ganancias de sus empleadores, a la vez que sufren el despojo de sus derechos en una forma adicional de radicalización del neoliberalismo. La precariedad del empleo por la flexibilización y tercerización de los contratos se vincula estrechamente con esta forma particular de despojo de los derechos laborales que, aunque no ocurra con todos los empleadores, se presta al uso discrecional del poder del empleador para decidir la retribución, beneficios o derechos que los trabajadores recibirían o no.
Por su parte, los gremios obreros señalan que tales modalidades de empleo sirven únicamente para encubrir la negación de los derechos laborales; pero solo en raros casos se atreven a señalar —como sí lo ha hecho el histórico dirigente sindical Carlos H. Reyes— que el despojo de derechos laborales es otra forma de exclusión social y desigualdad que se presta al abuso, mantiene a los trabajadores en los límites de una supervivencia cada vez más precaria, además de reducir sus expectativas respecto de una mejora sustancial en el futuro.
Por la conculcación de derechos, el movimiento obrero y sindical retorna a etapas que supuestamente habían sido superadas desde la huelga de trabajadores bananeros de 1954 y con el surgimiento de los primeros sindicatos en 1956, la aprobación del Código del Trabajo en 1959 y la creación del Instituto Hondureño de Seguridad Social en 1962. El rasgo predominante es el crecimiento de la desprotección social y el abandono de los asalariados a su suerte, efecto perverso de un neoliberalismo depredador que, además, individualiza la lucha por la supervivencia a través del “sálvese quien pueda”.
Preguntar hoy sobre quiénes han resultado ganadores y quiénes perdedores en la aplicación de la legislación laboral neoliberal, es solo un subterfugio para disfrazar lo que las estadísticas identifican como indicadores del crecimiento de la pobreza y la marginalidad social. A un contexto de esta naturaleza ha conducido la radicalización del neoliberalismo a través de la legislación que hoy se cuestiona, y cuyo mayor impacto se expresa en la desprotección laboral, la disminución de la membrecía de los sindicatos, el crecimiento del subempleo y la economía informal. Así se impuso el olvido sobre la historia y la memoria social, con leyes confiscatorias del pasado, presente y futuro de la clase laboral contemporánea.
El caso de Guapinol: un nuevo punto de partida
A finales de febrero, la liberación de los presos políticos de Guapinol y la restitución de la nacionalidad hondureña al padre Andrés Tamayo, de origen salvadoreño, trajo consigo varios otros temas al debate público; entre estos, el de la amnistía decretada por el nuevo gobierno, aunque los presos políticos de Guapinol no se hayan acogido a esta[2].
Lo antes señalado se convirtió, para algunas organizaciones, en una invitación a reflexionar sobre los movimientos sociales, como ejemplo de superación de un pasado de aislamiento y de individualización de las luchas para proteger el medioambiente. Este hecho culminó en la creación de la Asamblea Permanente del Poder Popular (APPP), una agrupación de organizaciones representativas de diversos movimientos sociales, favorable a la autonomía de estos respecto de los partidos políticos y con demandas precisas ante el nuevo gobierno[3].
Este también es un ejemplo de articulación de su propio pasado y memoria, y a la vez de ruptura con la centralidad de los individuos en los anteriores movimientos sociales ambientalistas. Otra ruptura se ha producido en su agenda política y social, que ha pasado a ser más comunitaria, colectiva y rural, y que asume el rasgo distintivo de reaccionar ante los desafíos planteados por el avance de los proyectos mineros y de generación de energía, en comunidades más agrícolas y comerciales que industriales.
A la vez, son comunidades agrícolas vinculadas a la economía global a través de los procesos migratorios y las remesas que reciben de los países huéspedes de la migración hondureña. Los rasgos predominantes en estos vínculos, entre lo local y lo global, producen una hibridez —como la dependencia de las remesas y la deslocalización de las vivencias y aprendizajes de quienes emigran— que antes no estuvo presente en el país en el mismo grado que ahora.
En estas coordenadas, un problema local como el de Guapinol se convirtió, primero, en un problema nacional y, después, en un reclamo internacional, como expresión de la trascendencia que tienen actualmente los problemas relacionados con los derechos colectivos y el medioambiente, y en los que, además, intervienen actores públicos y privados.
En síntesis, lo que destacan estas discusiones, aunque no se reconozca explícitamente, es el modelo económico que prevalece y el modelo al que la sociedad busca dirigirse para superar el presente. Por consiguiente, tales debates debieran enmarcarse en la recuperación del Estado de derecho, que ha sufrido tantas distorsiones, que incluso puede pensarse en la privatización de la autoridad que debiera corresponder al Estado.
Dos años de pandemia, ¿alguna lección?
El segundo aniversario de la pandemia provocada por la covid-19, rememorado en la segunda semana de marzo, permite establecer algunos parámetros comparativos de interés para la realidad hondureña. Es el caso, por ejemplo, de lo dicho veinte años atrás, en 2002, por la revista estadunidense National Geographic (en adelante NG) sobre las epidemias y la “guerra contra las epidemias”, al iniciar una serie de artículos dedicada a analizar los retos mundiales en esta materia en el siglo XXI.
En febrero de 2002, el expresidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, escribía en NG: “Quizás el desafío más importante para el nuevo siglo sea repartir la riqueza, las oportunidades y las responsabilidades entre los ricos y los pobres, ya que un mundo donde crezca el abismo entre ricos y pobres nunca será estable o seguro”. Y proponía un camino para enfrentar semejante reto:
Lo único que necesitamos es el deseo de compartir y la voluntad de cambiar. La voluntad puede derivarse de la comprensión: una vez que comprendemos algo, podemos interesarnos en ello, y una vez interesados, podemos cambiarlo[4].
En marzo de 2022, una publicación científica de los Estados Unidos destaca la importancia del cambio y vincula la pandemia con el reto, aun mayor, del cambio climático:
A medida que el mundo reflexione sobre los 2 años de la pandemia de Covid-19, debemos cambiar la forma de abordar los enormes desafíos del futuro. La buena noticia es que los últimos 2 años de la pandemia de Covid-19 han demostrado que el cambio es posible.
Y concluye estableciendo un vínculo entre la crisis de la pandemia de la covid-19 y una nueva: “Pero la mayor crisis global, la emergencia climática, lucha por provocar tal respuesta porque las catástrofes se experimentan plenamente solo décadas después de que se volvieron inevitables”[5].
En 2002, al abordar las epidemias mundiales y su larga historia, surgía también un llamamiento que hoy conviene considerar: “La consigna es ‘vigilancia’, y es la pieza clave en el combate contra las enfermedades emergentes”[6]. En estas coordenadas convergen las claves representadas por la equidad, la inclusión y la voluntad de cambiar, mencionadas por el expresidente Carter; la necesidad de cambiar nuestra perspectiva al considerar los retos del futuro, de la pandemia de la covid-19 hasta el cambio climático, abordados en Science; y finalmente, aunque planteada en 2002, la consigna de la vigilancia a ser aplicada en el combate a las epidemias que, en el caso hondureño, asume un perfil incluso más relevante y complejo.
La “vigilancia”, que ya ocupa un lugar prominente en el debate público de Honduras, desde una perspectiva de “vigilancia social”, hace pensar en la indispensable necesidad de articular los sistemas de vigilancia en la salud y la educación pública, la protección social y la vulnerabilidad ambiental, la corrupción pública y la impunidad, por demás relacionados entre sí en la realidad sociopolítica del país. Así, la institucionalidad en salud y educación, protección social y ambiental, pueden configurar un nuevo subsistema en la esfera institucional, en respuesta al cambio necesario en tales áreas, a la altura de los retos planteados por la tercera década del siglo XXI.
En una perspectiva de más larga duración, el planteamiento sobre la voluntad de cambiar, en los términos expuestos, conduciría a un estudio más detallado sobre las interacciones de los humanos con el medio circundante y la naturaleza en general, a través del cual se podría establecer un parámetro para medir el comportamiento del país durante el periodo 2002-2022, en el cual ha prevalecido la indiferencia para enfrentar los retos del siglo presente.
El resultado ya conocido es que Honduras es hoy uno de los países más vulnerables en la escala planetaria, uno de los más pobres, corruptos y afectados por enfermedades endémicas y epidémicas, sobre las cuales se ejerce escasa vigilancia y en las que no se avizora ningún enfoque novedoso que indique una voluntad de cambiar para transformar, para incluir y generar equidad social.
En el contexto creado por la pandemia desde 2020, que además coincidió con el embate de las tormentas Eta y Iota y un acelerado proceso de deterioro del Estado de derecho, que favoreció la corrupción y legalizó su impunidad, lo dominante ha sido la profundización de las vulnerabilidades sociales, ambientales, jurídicas y económicas. Al asumir esta configuración como un escenario de larga duración, la pregunta clave es: ¿Qué hemos aprendido en el siglo XXI de esta combinación de la pandemia con la corrupción pública y la vulnerabilidad social y ambiental, y de sus consecuencias más significativas?
Las calamidades de la educación pública
La mayoría de los centros educativos del país sufre pobreza extrema, fiel reflejo de lo que también ocurre en la mayoría de los hogares hondureños. Al finalizar la primera semana de marzo, destacaba el bajo nivel de la matrícula de estudiantes para el año lectivo 2022, observándose importantes diferencias entre regiones. Un millón de inscritos, que representaba el 45 por ciento del total esperado[7], informaba la secretaría de Educación, a la vez que llamaba la atención sobre una elevada inscripción en Ocotepeque y un enorme déficit en Santa Bárbara, dos departamentos del occidente del país.
La educación pública deviene un estudio de caso en el que confluyen casi todos los problemas y factores debilitantes de la realidad nacional, entre los cuales una matrícula baja es apenas una secuela del mal estado de la infraestructura escolar, del empobrecimiento de las familias y la migración al extranjero, todo lo cual redunda en un alto grado de deserción escolar, como lo indica la reducción de inscripciones para el “retorno a clases”.
Se trata de una situación de abandono casi total del corazón mismo de la educación pública, que son sus educandos y el vínculo de la escuela con las familias y las comunidades a las que pertenece. Y en un sentido más amplio, por el abandono de las expectativas que en el pasado la sociedad depositaba en la educación pública, especialmente como preparación para el ingreso de los jóvenes al mercado laboral y —cuando se apuntaba más alto— como vía hacia el ascenso social.
La educación pública era depositaria de tales expectativas y en ello residía su carácter como fuente de esperanza para la población con menos recursos económicos, pero con abundantes deseos de integrarse socialmente a través del mercado laboral. Hoy podría estar ocurriendo lo contrario: la educación y la certificación escolar en la escuela pública ya no son percibidas como factor de movilidad social y las políticas públicas del sector educativo tampoco apuntan hacia el ascenso social. Este debiera ser considerado como uno de los cambios sociales más importantes en los últimos treinta años, con un fuerte impacto en el comportamiento cultural de las nuevas generaciones de educandos y sus familias.
Desde esta perspectiva, uno de los rasgos esenciales del cambio sociocultural de Honduras en los últimos tres decenios es el cambio del referente identificado con el ascenso social, especialmente entre las clases populares que representan la mayoría del país. Otros referentes se impusieron, siendo el más importante el culto al dinero, particularmente al “dinero fácil”.
Esta nueva referencia social y económica impactó negativamente sobre la antigua certeza —vinculada con el ideal de la educación como catapulta al progreso—, que afirmaba que solo el trabajo “duro” y honrado sería capaz de impulsar a los educandos a una posición social que les ayudara a superar la barrera de la pobreza. En las nuevas coordenadas del culto a la materialidad del dinero y el consumo, animado desde la década de 1990 por el neoliberalismo y la teología de la prosperidad que invadió el recinto de algunas confesiones religiosas, se fue esfumando la concepción de educarse para trabajar duro y recibir la recompensa que aguardaba en el peldaño siguiente de la estratificación social preestablecida.
A la par se incrementaba la violencia, sobre todo en los vecindarios más pobres, con la aparición y consolidación de las maras en la misma década, que además abrió las puertas al incremento sostenido del crimen, los tráficos ilícitos y una extensa red de corrupción en las instituciones estatales. El resultado no podía ser otro; la violencia se reprodujo con mayor celeridad con el aumento de las ganancias producidas por los tráficos ilícitos y los circuitos de corrupción con los que también se vinculó. Entre otros espacios invadidos, la violencia amenazó la escuela nocturna, antes concebida como una posibilidad de educación formal para adultos con una ocupación laboral diurna, que terminó cerrando sus puertas ante el asedio al que fue sometida y el alto riesgo que el transporte público comenzó a representar para sus usuarios.
El resultado, inesperado y no deseado, fue que la educación pública asociada con el trabajo y la recompensa de ascenso social se erosionó a un grado tal que, en el siglo XXI, condujo a la crisis más profunda que el sistema educativo público haya tenido que enfrentar en su historia. Rota su relación con el trabajo, la educación perdió su sentido y la significación obtenida en el pasado, un vacío del que aún hoy no se recupera. Y lo que resulta más importante, el distanciamiento creado entre educación y trabajo representó un duro golpe para los procesos de inclusión e integración social a los que estuvieron asociados hasta el decenio de 1980.
Hoy, el referente principal del ascenso social no está necesariamente vinculado con la educación recibida, sino con la propiedad de bienes materiales y riquezas obtenidas por medio del dinero, que actúa como medida de todas las cosas y, por tanto, sanciona la inclusión social de sus portadores o la exclusión de aquellos que no lo poseen. El dinero se transformó en el único pasaporte hacia el éxito, un meteórico ascenso en la escala social y una representación social “positiva”; en tanto que la educación pública no solo disminuyó su perfil como panacea del cambio, sino que contribuyó a desviar el curso “natural” de la movilidad social hacia “ocupaciones” que producían nuevas formas de obtención y acumulación de riqueza, ilegítimas, y a la vez desvinculadas de un estatus educativo obligatorio.
La emigración al extranjero se encargó de explicar lo que seguiría, presentándose como una solución —o al menos una alternativa— a los problemas en que se hallaban la educación pública, las familias empobrecidas y las expectativas que, aún en el pasado reciente, les daban vitalidad e impulso. Las puertas que antes se abrían desde la educación pública a la inclusión social, se convirtieron en muros de exclusión. La desbandada que se produjo —en el mejor de los casos hacia la emigración—, condujo también hacia los negocios y tráficos ilícitos y, en el peor escenario, hacia la criminalidad.
Las decisiones que cada cual adoptó respondieron a situaciones específicas y biografías individuales y familiares, también específicas. Las continuas caravanas de migrantes en fuga a los Estados Unidos desde 2018, fue apenas una modalidad que sirvió para expresar la magnitud de las crisis hondureñas, que antes se expresaba “silenciosamente” con la salida diaria de centenares de migrantes que iban a “probar suerte”.
La Ley de Empleo por Hora no logró detener el flujo de migrantes, puesto que las posibilidades de supervivencia laboral siguieron siendo precarias. Hoy cabe preguntar si la migración al extranjero logró reemplazar el papel instrumental de la educación pública como medio de ascenso en la escala social, o es solo un paliativo a los problemas de empleo y supervivencia de las familias, que ahora dependen de una remesa que envían sus parientes.
En suma, la pérdida de expectativas en el potencial de la educación pública de cara al futuro —y más importante aún— la ausencia de expectativas en el presente sobre una supervivencia digna en Honduras, cerraron la constelación integrada por una educación pública despojada de futuro, una violencia siempre creciente y un desempleo que va más allá de lo que las estadísticas oficiales quieren reconocer, confluyendo estos elementos en la emigración masiva al extranjero.
Explicar la fragmentación de los tejidos sociales de hoy, implica reconocer la profundidad de los cambios sociales y culturales que la sociedad hondureña ha sufrido como resultado de sus propias tendencias históricas y su inercia social; pero también supone incluir los problemas contemporáneos de Honduras en la compleja trama de la globalización y su gama de fenómenos transnacionales, entre otros la migración, el narcotráfico, el crimen organizado y la corrupción institucional.
En este contexto extenso y complejo, ampliar la perspectiva sobre la educación pública implicaría a la vez extender nuestra visión sobre los múltiples fenómenos que erosionan sus fundamentos, siendo el factor principal la exclusión social, que prepara las condiciones para que se produzcan nuevos procesos de desintegración social, como la migración al extranjero y la violencia.
Reconstruir la sociedad fragmentada
En su situación actual, la educación pública puede ser una fábrica de analfabetas, así como el modelo económico es una fábrica de pobres, o los barrios marginalizados una fábrica de violencia y criminalidad. Sin embargo, la educación pública puede transformar su signo negativo en signo positivo. Semejante reto solo podrá superarse si esta se transforma en un espacio para implementar políticas de inclusión, integración y equidad social, fortalecer el trabajo cooperativo para restablecer los tejidos sociales rotos por medio de la solidaridad y de una aspiración colectiva al progreso social. En suma, la escuela y el aula como lugares de aprendizaje de la igualdad y la transformación social para superar el camino que condujo a la situación actual.
El Secretario de Educación del nuevo gobierno plantea, al menos en parte, la situación antes expuesta en su crítica al modelo educativo actual como productor de desempleados, lo que debería conducir a explicar por qué el modelo educativo hondureño no está cumpliendo su papel como espacio de formación y preparación para el trabajo, así como a replantear su orientación y fines.
El gran reto para redefinir el modelo educativo nacional, hoy anacrónico en todos sus niveles, es responder a la pregunta sobre el tipo de educación que el país requiere, y reflexionar sobre el para qué de la educación pública, con una nueva visión paradigmática que permita superar el rezago acumulado en más de un siglo. Pero, sobre todo, para recuperar su lugar como realización de una voluntad política favorable a la inclusión y la integración social en el mundo contemporáneo.
Esta insistencia en la orientación de la educación pública hacia la inclusión y la integración social, no solo intenta recuperar parte de su esencia perdida, sino también interrumpir el círculo vicioso en que los desempleados que produce el modelo educativo se convierten en los pobres que produce el modelo económico excluyente, y en las jóvenes víctimas y victimarios que produce la violencia reinante en las áreas marginalizadas.
Desde tal perspectiva, mientras no se produzca la redefinición paradigmática del modelo educativo, tampoco se podrá responder a la pregunta sobre cuáles políticas públicas para cuáles resultados. Ni se podrá canalizar la energía de los jóvenes hacia objetivos ineludibles en el presente, como la protección del ambiente para reducir la vulnerabilidad del país. ¿De qué otra manera se podría recuperar las expectativas sociales sobre un futuro prometedor para todos?
Las políticas públicas ausentes
En la coyuntura actual destaca la ausencia de políticas específicas como la educativa, sanitaria y energética, entre otras urgentes para orientar la acción gubernamental hacia prioridades y demandas desde una visión integral. La falta de definición de estas políticas crea un vacío de orientación y una carencia de estrategias claras, a un alto costo económico, como en el caso de la ENEE[8], salud, educación y Hondutel[9], más un previsible costo político, si la gestión es deficiente y se traduce en una reducción de expectativas en la ciudadanía; y un costo social que se traducirá en la insatisfacción de las demandas y necesidades de la población.
La falta de definición de políticas públicas de largo plazo tiene un carácter estructural en el sistema político hondureño, sólidamente arraigado en el caudillismo, el autoritarismo y el clientelismo político que, desde el siglo XIX, constituyen los pilares de los partidos políticos, con escasas excepciones durante este largo periodo.
Uno de los casos que más sonó en el debate público en marzo de este año, fue el de la represa Patuca III, construida a un elevado costo sobre la deuda externa del país, pero que sigue sin producir los más de cien megavatios para los que fue construida. Mientras, la ENEE se encuentra sumida en la crisis financiera más profunda de su historia, y el país sigue atado a una matriz energética dependiente de los combustibles fósiles y el peso de los generadores privados.
Lo expuesto invita a reflexionar aún más sobre las consecuencias devastadoras de las malas prácticas en la gestión política que, como problema estructural, trasciende todos los gobiernos desde la transición a la democracia en 1982. El común denominador ha sido que, en el centro de la gestión pública, no hay voluntad para satisfacer las demandas ciudadanas mediante políticas públicas que definan estrategias precisas para alcanzar objetivos realizables. Y si a ello se suma la falta de voluntad política para incorporar las poblaciones a la ejecución, vigilancia y evaluación de tales políticas, se tendría un cuadro más completo de lo que hace falta y de los hábitos políticos que sobran.
Integrar para sumar y resolver
La perspectiva antes expuesta, en la que la gestión política confluye con las políticas públicas para viabilizar la acción gubernamental, converge también con la gestión local que permite repensar la dimensión local como un espacio de conciliación y reconciliación. La invitación de la Presidenta de la República a los alcaldes pertenecientes al opositor Partido Nacional, a una reunión de trabajo el 11 de marzo en la casa de gobierno, fortalece esta perspectiva de reconciliación y consenso en torno de la paz y el desarrollo local como objetivos comunes.
El potencial unificador del espacio local se ha mantenido latente, pero casi siempre obstaculizado por el centralismo autoritario, el clientelismo político sectario y la focalización de la orientación política en el espacio nacional. Hoy parece manifestarse como un escenario propicio para articular el consenso político y social con la paz y el desarrollo socioeconómico, demandas principales de la población. Articular los temas y orientaciones señaladas, en un lugar y tiempo específicos, sería una superación significativa de la visión que hoy se tiene sobre la gestión política, la democratización, la paz y el desarrollo sostenible como medios para revertir las consecuencias negativas de dinámicas anteriores, particularmente la pobreza y la violencia.
En suma, el rasgo común a estos factores es la necesidad de una voluntad para cambiar, que ayude a superar el abandono en que hoy se encuentra la dimensión local del desarrollo, por exclusión y malas prácticas en la gestión política, así como por falta de voluntad para construir consensos en torno de objetivos colectivos, y un marco favorable a las soluciones integrales de las demandas y prioridades sociales.
La corrupción después de JOH
La corrupción es protagonista clave en la reproducción sistémica de los problemas que se debaten públicamente, como los de la salud, construcción de viviendas, servicios consulares de Honduras en los EUA, la ENEE y Hondutel, entre otros de los mencionados por la magnitud del daño provocado en los usuarios y las instituciones respectivas.
Toda fortaleza de la corrupción remite a la fortaleza de su impunidad, su escudo principal; entre ambas constituyen un régimen organizado y orientado a trasgredir sistemáticamente el imperio de la ley, trascendiendo los colores políticos y las instituciones públicas. El régimen de corrupción e impunidad ha sido tan duradero, precisamente, porque está organizado en redes articuladas con el sistema político y sus pilares.
Así lo demuestra lo denunciado respecto de algunas oficinas consulares de Honduras en los Estados Unidos que —de comprobarse las denuncias públicas hechas por los migrantes hondureños y sus organizaciones— indicaría que el crecimiento de la corrupción ha sido tan amplio y sostenido, que hoy podemos hablar de una corrupción “extraterritorial”, pudiendo ser también transnacional, si sus métodos se extendiesen a otros países con una presencia importante de migrantes hondureños.
A pesar de su actualización metodológica, la corrupción sigue siendo un antiguo privilegio de clase y, por tanto, estrechamente vinculada con la matriz oligárquica del régimen político hondureño, disfrazado algunas veces como clientelismo político para viabilizar el acceso a cargos en el funcionariado estatal. La corrupción deviene, entonces, el usufructo del privilegio por medio de las instituciones públicas de un segmento del funcionariado estatal y una cultura que tolera el clientelismo político vinculado con la corrupción, en ausencia de instituciones confiables.
Desde esta perspectiva, en la que se vincula la pertenencia de clase con la pertenencia partidaria y la pertenencia al funcionariado estatal, la historia política de Honduras puede ser concebida también como una historia de la construcción sistemática del privilegio, que se prolonga y concreta en la corrupción de las elites políticas y económicas, que trasgreden los límites de su poder para obtener beneficios adicionales a los que ya tienen por tradición.
Lo que hoy se observa en el debate público, manifiesto en las críticas dirigidas al nepotismo, el clientelismo o la percepción de los partidos políticos como propiedad de determinados individuos o familias, constituyen los obstáculos que el sistema político hondureño debe superar en la actual coyuntura de cambio.
Minería, enclaves y decisiones
Si la minería a cielo abierto está llegando a su final, también es el momento para evaluar el modelo económico de enclave, que desde 1880 tuvo en la minería una de sus vertientes más importantes; la otra fue el banano. Desde sus orígenes, este modelo estuvo en manos del capital extranjero, para el cual fue creado. Ha sido el modelo neocolonial por excelencia y una plataforma económica y política sobre la que Honduras ha sido construida y reconstruida con una visión neocolonial, tanto dentro del enclave como fuera de este, por los propios hondureños.
Así se convirtió en un puesto de observación excepcional y un lugar de interés para estudiar, desde una perspectiva contemporánea y crítica, el mundo de relaciones que se tejió a partir del enclave minero y bananero con respecto de la naturaleza y la concepción que se tiene de esta, como lugar de explotación y obtención de beneficios privados.
El modelo de enclave ha sido también el de una economía “hacia afuera” y, por consiguiente, un factor clave en la desnacionalización de la riqueza y la propiedad sobre la tierra y el bosque, así como de la identidad nacional en su triple condición de depositaria de la soberanía nacional, la conciencia de nación y su proyección futura en el tiempo.
A menudo se dijo que la riqueza hacia afuera significaba pobreza hacia adentro, un acierto difícil de negar en un momento histórico en el que Honduras ocupa el último lugar en América Latina por sus deficientes indicadores en desarrollo y progreso social. Los rasgos dominantes en este modelo han sido —incluso hoy en día—, la persistencia de un régimen de concesiones de explotación territorial, la hegemonía concedida obsequiosamente al capital extranjero, y una asociación estrecha del Estado nacional a las determinaciones del capital transnacional. La mirada neocolonial ha sido también una mirada racial, la misma que creó la descalificadora etiqueta de “república bananera” y sentó las bases de la dependencia política, económica y militar de Honduras durante el siglo XX.
Ningún otro factor ha sido tan devastador para la identidad nacional como lo fue el enclave bananero que, por consiguiente, produjo reacciones y respuestas de la población hondureña para reivindicar los derechos laborales, como ocurrió con la huelga bananera de 1954 y sus antecedentes antiimperialistas desde la década de 1920. Sin tal precedente, hoy sería impensable considerar a los trabajadores bananeros como constructores de la Costa Norte y como legítima representación del trabajo, en tanto que contraparte nacional indispensable al capital extranjero.
La persistencia del régimen concesionario al capital extranjero y su larga duración, señalan a dicho régimen como lugar de construcción del privilegio disfrazado de “incentivo”, que hoy se reproduce en las concesiones que se otorgan a inversionistas nacionales y extranjeros en proyectos como los de generación de energía, obras de infraestructura y otros que, desde la época del enclave minero y bananero, reciben el calificativo de “concesiones leoninas”.
El momento histórico actual se caracteriza, entre otros rasgos visibles, por la coincidencia que se produce entre el agotamiento del modelo depredador de la naturaleza y el modelo de corrupción que ha determinado el comportamiento en la gestión gubernamental. En consecuencia, el adecentamiento de la administración del Estado debe reflejarse también en la gestión de los bienes públicos y en las relaciones que el Estado establece con el capital nacional y extranjero dispuesto a invertir en el país, especialmente en lo relacionado con el uso racional de los recursos naturales.
Derechos humanos, justicia y verdad
En esta materia, las palabras clave en el debate público han sido amnistía, indulto, inmunidad e impunidad, que reflejan la secuela de un pasado inconcluso. Una constelación específica al lenguaje utilizado surgió también en la década de 1980, constituida por términos como “represión”, “escuadrones de la muerte”, “crímenes políticos”, “desaparecidos”, “presos políticos”, “tortura” que, como lenguaje organizado en torno de la realidad política de aquel tiempo, sirvió como escenario a los últimos años de la guerra fría en Centroamérica y trajo consigo la “guerra sucia” de los gobiernos y dictaduras militares en América Latina.
La sociedad “víctima” se determinó a la luz de los derechos humanos violentados, que también señaló a los victimarios. Lo asombroso es que Honduras aún no supera el umbral de violencia institucional y social que prevalecía en la década de 1980, indicando así cuál es la tarea incumplida por el sistema político y cuál el horizonte al que la ciudadanía debe aspirar en el momento histórico actual.
Por más de una década, la violencia ha producido un amplio repertorio de hechos que afectan a la persona humana en sus derechos fundamentales, en condiciones de indefensión ante el Estado, grupos armados irregulares, violencia familiar e intrafamiliar, que han convertido a Honduras en un país con elevados índices de violencia y de violación sistemática a los derechos humanos. La focalización de las políticas de seguridad en la reducción del número de homicidios no resuelve el problema, puesto que la violencia no solo produce homicidios[10]; es un fenómeno abarcador, persistente y capaz de reproducirse en todos los espacios sociales en que encuentre asidero y actores que la protagonicen.
El puente que comunica el decenio de 1980 con el momento actual, sigue siendo la flagrante contradicción entre el deber del Estado de castigar el delito y su recia voluntad de incumplirlo para favorecer la impunidad. La dictadura de la impunidad ha suplantado al Estado de justicia al que la ciudadanía aspira, y ha sido la fuente de continuidad de la violencia, la corrupción, la criminalidad, el golpe de Estado y, en general, de la violación sistemática a los derechos humanos.
Sin reconocer esta línea de continuidad histórica desde la década de 1980 a la actualidad, no se podrá definir el contenido del cambio, de la ruptura cualitativa que interrumpa la continuidad de los hechos que, simultáneamente, han debilitado al Estado de derecho, los derechos humanos y la razón de ser de las instituciones de justicia.
En el contexto antes descrito, adquiere mayor significación la lucha por la verdad y la justicia[11], la historia y la memoria, dejando al descubierto un rasgo clave de este momento histórico: la organización de los hechos en segmentos de larga duración, en los que la sociedad transforma positivamente su identidad nacional al enjuiciar críticamente su pasado, reconstruir su presente y construir su futuro desde la verdad y la justicia.
La gran tarea de hoy es revertir el reinado de la violencia que suplantó la institucionalidad del Estado por una institucionalidad bajo la sombra, más vinculada a la corrupción y la impunidad, que a garantizar el respeto al Estado de derecho y, por consiguiente, a los derechos humanos. Ambas coyunturas históricas se articulan por esta vía y establecen un lenguaje común relacionado con la trasgresión de derechos y la trasgresión de la ley.
La presencia y el papel referencial atribuido al Cofadeh[12] en la amnistía a presos políticos decretada por el nuevo gobierno, resulta altamente significativa por el simbolismo que este organismo —surgido a inicios de la década de 1980—representa en la sociedad hondureña en relación con la memoria de los hechos que provocaron la lucha por los derechos humanos durante la aplicación de la doctrina de seguridad nacional, al iniciarse la transición a la democracia.
Este contexto debe conducir a un cuestionamiento a fondo de la “ley del más fuerte”, aplicada tanto a la violación de los derechos y la dignidad de la persona, como a toda violación del imperio de la ley que conduzca a debilitar el ordenamiento jurídico y la regulación de la vida social. En este punto, la coyuntura actual y las acciones que el nuevo gobierno ha emprendido para revertir y derogar las leyes que condujeron a suplantar el Estado de derecho por un híbrido de corrupción e impunidad, permite medir el avance y el retroceso en el Estado de derecho y la conciencia ciudadana. Y obliga a preguntar sobre el porqué y para qué de las instituciones públicas y las instituciones políticas, no siempre consideradas en conjunto y simultáneamente.
Al cuestionar la ley del más fuerte desde dicha perspectiva, tal cuestionamiento se visibiliza como fundamento de la nueva configuración de la coyuntura política, por lo que conviene establecer lo específico de lo que se cuestiona y cómo se lleva a cabo para percibir el potencial de la orientación que se le imprime a la restauración del Estado de derecho.
En su definición más amplia y de larga duración, este momento histórico se nutre en las vertientes de lucha por la defensa de los derechos humanos, que concretan la centralidad de la persona humana en todo el proceso, como se observa en fenómenos tan extendidos en Honduras como la migración, la violencia o la exclusión social, ante los cuales se invoca el respeto a los derechos humanos; asimismo, en las luchas contra la corrupción y la impunidad, que insisten en la necesidad de llevar a cabo la gestión gubernamental como un ejercicio de transparencia y rendición de cuentas.
En síntesis, el momento histórico actual se define por la necesidad de articular todos los procesos por los que la ciudadanía ha expresado su inconformidad, rebeldía, rechazo o desaprobación ante decisiones o imposiciones que amenazaban sus derechos o los ponían en riesgo. Desde esta perspectiva, se puede afirmar que el momento histórico actual genera expectativas favorables respecto de una restitución simultánea del Estado de derecho y de la condición ciudadana.
La fuente del derecho es el poder soberano del pueblo, por lo que no se puede restaurar el Estado de derecho sin antes restituir la condición ciudadana, que hasta ahora ha existido solo de nombre. En consecuencia, se está ante un momento histórico cuyo requisito es fortalecer la ciudadanía y fomentar la participación ciudadana en las decisiones políticas fundamentales. Su rasgo distintivo, respecto de otros momentos históricos, es que en ningún otro se ha presentado la posibilidad de sincronizar el proceso de cambio en la esfera del Estado y, a la vez, en la dimensión de la condición ciudadana.
La transición de la condición de una ciudadanía pasiva a una ciudanía activa, supone la acción colectiva sincronizada en la consecución de los objetivos de restitución del Estado de derecho y de reconstitución de la condición ciudadana a través de una participación también activa. El mecanismo de tránsito supone, por tanto, la superación del ciudadano concebido únicamente en su condición de individuo, divorciado de la sociedad a la que pertenece y a la que se debe.
El debate público aporta algunas pistas respecto de soluciones que involucran al Estado y la ciudadanía en su proceso de transformación; entre estas, la necesidad de garantizar la independencia de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial; del Ministerio Público y los órganos contralores; de la futura CICIH[13] amparada por la ONU y el Estado hondureño; de los negocios públicos respecto de los negocios privados. ¿Cómo lograrlo?
Los hechos hablan, ¿los estamos escuchando?
Dos hechos significativos, ocurrido el primero a finales de noviembre de 2021, y el segundo a mediados de febrero de 2022, como la elección de Xiomara Castro a la Presidencia de la República y la captura del expresidente Hernández, solicitado en extradición por los EEUU, contribuyen a reafirmar la perspectiva de un cambio en la cultura política.
Se está deteriorando la percepción social de que las clases oligárquicas tienen el poder político de manera “natural”, que este les pertenece por el solo hecho de formar parte de una reducida elite que se apropió del privilegio de mandar. Hoy no solo se desafía el poder y la autoridad de personajes como JOH, sino también el derecho “natural” a ejercer el poder público para responder exclusivamente a intereses particulares o de círculos de poder que pueden ser más extensos que los grupos oligárquicos tradicionales.
Al romperse la ideología que creó la falsa percepción de que se gobierna por derecho “natural”, se rompió también el bipartidismo tradicional; y con la elección de Xiomara Castro, se rompió el tabú de que solo podía gobernar alguien del género masculino. Entonces se produjo una ruptura significativa con los mitos que han sustentado la cultura política hondureña, que hoy abre una posibilidad efectiva para cuestionar a fondo el autoritarismo que condujo al absolutismo dictatorial, la corrupción y la impunidad.
En lo esencial, se rompió el mito fundamental de que en Honduras las cosas “siempre han sido así”; la realidad está demostrando que las cosas pueden ser de otra manera. Ahora la Alianza ganadora y su gobierno deben evitar los vicios del bipartidismo tradicional, algunos de los cuales han sido inocultables en los primeros meses del nuevo gobierno. La ruptura significativa señalada tiene, por tanto, un carácter didáctico, porque señala lo que corresponde hacer en materia de justicia y lo que corresponde corregir en cuanto a su aplicación.
Una secuencia de hechos está a la vista; un juicio político a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia o al Fiscal General —una posibilidad presente en el debate público—, podría desencadenar otras secuencias que revelarían los mecanismos de funcionamiento de la corrupción y la impunidad y, sobre todo, la presencia de redes de corrupción tan poderosas, que fueron capaces de apoderarse de los principales centros de toma de decisiones políticas y jurídicas en el Estado.
De comprobarse el vínculo entre instituciones lícitas y redes ilícitas, se revelaría a su vez que la colusión ha sido el mecanismo mediante el cual la corrupción y la impunidad se convirtieron en un solo proceso, en una estructura compacta y un régimen autosuficiente, complementarios entre sí, que se erigió como una suplantación del poder legítimo, aparentando legitimidad, legalidad y, sobre todo, “naturalidad” en el ejercicio del poder público.
Los extremos de la desigualdad
Los extremos de la polarización política no son los únicos. Por el contrario, en el debate público se registra toda clase de extremos, como la discusión simultánea del monumental salario reservado a la elite de funcionarios con abundantes privilegios, y la discusión sobre el “salario mínimo” de la clase trabajadora, con los límites que su nombre indica.
Otro extremo destacable se presentó en el ámbito de la justicia, cuando simultáneamente se debatió respecto del sobreseimiento otorgado a los enjuiciados por el caso de corrupción pública conocido como “Caja de Pandora”, y la negación sistemática de la libertad a un grupo de defensores comunitarios del medioambiente en el “caso Guapinol”, que guardaron prisión durante casi tres años, pese a la exigencia de su liberación por las organizaciones sociales del país y organismos internacionales de derechos humanos.
La impunidad y la injusticia se juntaron, una vez más, para revelar su papel como intermediarias de la desigualdad y la exclusión, que se producen y reproducen en la dimensión política y jurídica del Estado. El enorme abismo entre los extremos señalados, es apenas una manifestación de los factores que modelan la inequidad y la exclusión social. A la vez, visibiliza una jerarquía política y social en que la burocracia estatal, pletórica de privilegios, ocupa un lugar cuya relevancia supera el grado de importancia que se les atribuye a las clases laborales.
La pregunta obligada es, ¿podrá el nuevo gobierno romper este esquema jerárquico, que vincula estrechamente la inequidad con la exclusión social y la impunidad con la injusticia?
[1] Decreto No. 354-2013, publicado en La Gaceta núm. 33,393 del 31 de marzo de 2014.
[2] El 10 de febrero, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia resolvió favorablemente un recurso de amparo para los encarcelados por el caso Guapinol, presentado un año atrás, según lo informado por los parientes de los liberados. Sin embargo, debieron pasar unas semanas más para que dicha resolución se hiciera efectiva.
[3] Comunicado de la APPP del 12 de enero de 2022 y Carta a la Presidenta de la República, en igual fecha.
[4] Jimmy Carter, “Desafíos para la humanidad. Un comienzo”, National Geographic en español, febrero de 2002, pp. 2-3.
[5]Science, Editorial, “Back to normal is not enough”, 11 de marzo 2022, Special Issue, vol. 375, Issue 6585, p. 1069.
[6] Rick Weiss, “La guerra contra las epidemias”, National Geographic en español, febrero de 2002, p. 27.
[7] Esta cifra había aumentado, a finales de marzo, a un millón y medio de inscritos en todos los niveles, pero seguía siendo deficitaria.
[8] Empresa Nacional de Energía Eléctrica.
[9] Empresa Hondureña de Telecomunicaciones.
[10] En este punto ha venido insistiendo el Observatorio de la Violencia de la UNAH, a través de su directora Migdonia Ayestas, destacando además la preocupación de esta entidad universitaria respecto del incremento de la violencia en el país durante el primer trimestre de 2022, especialmente de los homicidios múltiples y los femicidios.
[11]Al respecto véase: “El gran desafío: la lucha contra el binomio corrupción e impunidad”, Editorial, Radio Progreso, del 15 de marzo de 2022, que propone instalar una Comisión de la Verdad “…que revise y actualice los informes que han documentado tales crímenes, especialmente los del Conadeh, de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, y de la OACNUDH. Solo así podremos ofrecer justicia y verdad a una sociedad herida y necesitada de reconciliación, reconociendo que esta no puede darse sin conocimiento de la verdad y sin sanción de las personas responsables de tales crímenes”, incluyendo los del decenio de 1980.
[12] Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Honduras.
[13] Comisión Internacional contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras.
*Historiador, doctor en Ciencias Sociales, autor de Evolución histórica de la identidad nacional, Tegucigalpa, Guaymuras, 1991, y Honduras en el siglo XX. Una síntesis histórica, Tegucigalpa, Guaymuras, 2004, entre otras obras de contenido histórico y social.