Marvin Barahona*
El espíritu de la república ha estado ausente en toda decisión que ha afectado a su soberano, desde el momento en que se distorsionaron o abandonaron sus principios rectores.
Se ahogó la república y se estranguló a su soberano. Tal vez por eso, el fantasma del soberano auténtico ronda hoy al poder usurpado, porque la república es una herencia que debemos reclamar para configurar el futuro.
Introducción
No cabe duda: el soberano ausente es el rasgo fundamental de la república en el año del Bicentenario de su Independencia nacional. La situación particular del soberano a la hora de conmemorar una independencia que nunca fue, es el propósito fundamental de este artículo que trata sobre el Estado-botín y el Estado fallido. Pero, sobre todo, trata de la república a la que se aspira como ideal colectivo. Se argumenta que el fracaso no es de la república, sino de la imposición de un paradigma de Estado que se definió al margen del interés colectivo, para servir a unos pocos.
El espíritu de la república ha estado ausente en toda decisión política que haya afectado a su soberano, desde el momento mismo en que se distorsionaron o abandonaron sus principios rectores. ¿Qué se debió sacrificar, sino la república, para que el Estado-botín se convirtiera en el único paradigma de las elites que lo han explotado, hasta conducirlo al Estado fallido que es hoy?
Se ahogó la república y se estranguló a su soberano y, una vez completado el magnicidio, se le suplantó con un falso soberano. Tal vez por eso, el fantasma del soberano auténtico ronda hoy al poder usurpado. Reivindica la recuperación de sus principios —tan temidos por sus enemigos—, como la democracia, las elecciones libres y transparentes, la separación y equilibrio de poderes, el respeto a las libertades, la equidad en el acceso a las oportunidades y una justicia efectiva que respete la igualdad ante la ley.
El espíritu de la república es el fantasma que merodea en la víspera del Bicentenario de la Independencia, el ausente que la ciudadanía echa de menos cuando denuncia los negocios turbios, la corrupción, la entrega del territorio nacional y los bienes públicos; cuando la opinión colectiva sospecha de un nuevo fraude electoral y desde el poder se criminaliza la protesta social.
Soberano, soberanía y legitimidad política son la esencia de ese espíritu. La tarea sugerida por el Bicentenario de la Independencia es recuperar la corona del soberano y devolverle a la república sus instituciones.
La institucionalidad en crisis
La discusión actual sobre la crisis crónica de las instituciones, deja al descubierto que la institucionalidad más afectada es la del Estado, cuya elite dirigente provoca crisis recurrentes que producen un vacío casi total en la vigencia del Estado de derecho y amputan la función reguladora del Estado en las relaciones sociales.
Las causas que han impedido el arraigo de la institucionalidad del Estado en los dos siglos de independencia nacional siguen en discusión. Sin embargo, se reconoce que establecer una institucionalidad democrática es una premisa indispensable para un Estado de derecho firmemente arraigado en la conciencia ciudadana. En tal sentido, la praxis política ocupa un papel y un lugar esencial en la reconstrucción del modelo político republicano.
La desesperanza que hoy prevalece sobre la posibilidad de establecer una institucionalidad democrática, se reafirma en la discusión sobre las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (ZEDE), en la que ocupa un lugar importante la crítica a los privilegios, la exclusividad y la competencia desleal que les otorga la inconstitucional ley que las creó. Y para que esta ley se impusiera, se recurrió a la más antidemocrática de las leyes no escritas que predominan en la institucionalidad del Estado: el “privilegio de mandar”, ejercido por elites dirigentes que actúan al margen de la legalidad y la voluntad soberana del pueblo, que mayoritariamente rechaza las ZEDE.
El contexto de crisis creado por las ZEDE conduce inevitablemente a profundizar el debilitamiento institucional del Estado, arrastrando consigo a las instituciones obligadas a defender la soberanía nacional. Los tres poderes del Estado se ven igualmente afectados por la crisis, en la medida que facilitan el marco jurídico y legitiman la presencia de intereses externos que buscan obtener beneficios leoninos de las concesiones que reciben del Estado.
Su mayor responsabilidad es ser protagonistas de una especie de filibusterismo, como en el siglo XIX, pero esta vez autorizado por el propio Estado hondureño. Sus armas son los recursos financieros que supuestamente invertirán para “generar empleos”, la falsa promesa siempre de moda, sin que nadie sepa con exactitud cuál será el monto de tal inversión. Y su ejército —por lo menos en el caso de Islas de la Bahía—, parece ser un grupo anónimo que quiere comprar una habitación con vista al mar en un paraíso que reciben como dádiva del Estado hondureño, según ha denunciado la sociedad civil que se opone a dicho proyecto.
Hoy no puede ocultarse que las ZEDE han venido a acelerar el deterioro institucional, creando un estremecimiento que sacude a los 298 municipios del país y ejerce presión sobre el Ministerio Público, para que actúe de oficio en lo que corresponda. El mismo clamor es dirigido a la Corte Suprema de Justicia, por medio de iniciativas ciudadanas que atienden el reclamo popular contra el “adefesio jurídico” que representan las ZEDE. Por la misma razón, el Congreso Nacional ha recibido una avalancha de críticas y una exigencia cada vez mayor para que rectifique su conducta y derogue el decreto que dio origen a este nuevo motivo de discordia entre el Estado y la sociedad hondureña.
Tampoco puede ocultarse que —en su camino hacia el Estado fallido—, la institucionalidad sobre la que se funda el Estado hondureño se configura en torno de una vergonzosa suma de pactos de colusión, corrupción e impunidad que distorsionan su funcionamiento. Así lo demuestra la resistencia gubernamental a derogar el decreto que creó las ZEDE, como antes se opuso a prolongar el Convenio para que la Maccih[1] continuara en el país; a impedir que entrara en vigencia el nuevo Código Penal, calificado por sus críticos como el “Código de la impunidad”, entre otras disposiciones que dejan al descubierto el control dictatorial que se ejerce sobre la institucionalidad estatal para amparar la corrupción y la impunidad de cuello blanco.
En el año del Bicentenario de la Independencia, la pregunta obligada es: ¿Por qué, en 200 años de historia, la institucionalidad del Estado hondureño no ha podido consolidarse? La historia de la corrupción en el país indica que el común denominador de los problemas que hoy enfrenta la institucionalidad pública es el enriquecimiento ilícito, el gran negocio de las elites dirigentes que en dos siglos han ejercido un control hegemónico sobre el Estado y sus instituciones.
La crisis crónica y calculada de la institucionalidad estatal
La pauta impuesta fue la de mantener la institucionalidad del Estado en una crisis crónica, que ha sido capaz de absorber las energías políticas y sociales de la nación. Y su método ha consistido en dilapidar esfuerzos y recursos en crear para después desmantelar las instituciones estatales; luego en volver a crearlas, para volver a anularlas, de lo cual sobran los ejemplos.
Tan recurrente es la práctica de la crisis calculada y crónica, que la opinión pública ha pasado de la desconfianza recelosa a la total incredulidad respecto de las instituciones y del sistema político que las crea únicamente como ilusión y fantasía. Hoy se habla de instituciones a las que se considera “elefantes blancos”, “partidos de maletín”, o “empresas de USB”. Se escuchan con malicia las promesas hechas por el poder, como se observa hoy cuando promete elecciones libres, transparentes y creíbles; o cuando promete crear “miles de empleos”, solo para justificar la creación de las ZEDE.
La democracia, el Estado de derecho, la estabilidad política y la seguridad jurídica dejaron de existir hace mucho tiempo como hechos comprobables, lo que pone de manifiesto un Estado fallido. La incapacidad para convencer a la ciudadanía con su ficción de legalidad, con su razón de ser en la política, pone en precario las funciones que las elites se han atribuido a sí mismas en la sociedad. De no ser así, quedaría por explicar qué se ha hecho con los cuantiosos recursos internos y externos que, supuestamente, se han invertido en fortalecer la institucionalidad del Estado.
En síntesis, la discusión actual sobre el acelerado deterioro de la institucionalidad pública, la cesión del territorio y su soberanía, así como la precariedad de los bienes públicos, conduce incluso a cuestionar el contenido de la transición política de 1982, su orientación en el tiempo y su significado actual como principio originario de la república de los últimos 40 años.
La crisis del centralismo burocrático autoritario
El centralismo político perdió su razón de ser en los dos siglos transcurridos desde la proclamación de la independencia nacional; hoy es un modelo fallido de organización administrativa y gestión territorial. Así lo demuestra la creación de las ZEDE que, en pocas palabras, representa la más flagrante deslealtad del centralismo político respecto de los municipios y la autonomía municipal, a los cuales se les despoja de mucho y se les aporta poco.
La pandemia no ha cambiado estos términos de referencia, más bien los ha acentuado, aun a sabiendas de que sus consecuencias son de vida o muerte. La crisis, en la mayoría de los municipios, es la carencia de recursos financieros, y esta es también una de las causas para explicar su rechazo a las ZEDE, exentas de tributos y con escasas posibilidades de generar los empleos que los municipios requieren para impulsar su economía.
El bajo nivel de desarrollo en los municipios, y sobre todo las escasas expectativas de superar su condición actual, confirman de manera fehaciente el fracaso del centralismo burocrático en la escala local. Su deterioro es tan grande, que la gestión territorial que realiza —y en la mayoría de casos no realiza—, ha sido la mayor fuente de conflictos sociales desde el inicio de las medidas neoliberales en 1990, como ha sido evidente en el siglo actual.
El modelo económico depredador de la naturaleza, aportando poco o nada al desarrollo local, contribuye a explicar la persistencia de tales conflictos. Así lo demuestra la oposición que los proyectos mineros y la construcción de represas han recibido en las comunidades “huésped”. A la irracionalidad económica del modelo depredador de los bienes naturales, las comunidades afectadas oponen una respuesta política de rechazo y se han declarado “libres de minería y represas hidroeléctricas”, como ahora los municipios se declaran “libres de las ZEDE”.
La lógica de los conflictos y las respuestas que reciben de la colectividad, se asumen por tanto desde la racionalidad con que defienden los bienes naturales; hoy, ante la amenaza de las ZEDE, se exige también una nueva racionalidad económica para superar el estancamiento municipal y evitar el drenaje de población a través de la migración al extranjero.
Sin embargo, la respuesta más contundente del Estado ha sido criminalizar la protesta social y reproducir la arbitrariedad y el abuso de poder implícitos en las concesiones de explotación que afectan la geografía municipal. La irracionalidad económica tiene por consecuencia una irracionalidad política que afecta la supervivencia de la población, la coexistencia con la naturaleza y una vida política democrática en los parámetros de la autonomía municipal.
Hoy, al renunciar de hecho a la soberanía territorial y sus recursos a través de la instalación de las ZEDE, queda al descubierto la incompetencia de las elites para gobernar, por cuanto —al renunciar al ejercicio de la soberanía territorial—, se renuncia también a la soberanía para impartir justicia y organizar el desarrollo económico y social en los municipios.
Desde esta perspectiva, las ZEDE son también una muestra de arbitrariedad fracasada, expresión evidente de la condición fallida del Estado hondureño. Así, a la pérdida de la razón de ser del modelo económico depredador, se suma la pérdida de la razón de ser del sistema político anacrónico, excluyente y generador de desigualdades, que con escasas modificaciones sigue prevaleciendo en el Bicentenario de la Independencia.
La configuración de la “república” neocolonial
El contexto antes descrito contribuye a configurar las relaciones del Estado con el capital y, a la vez, las relaciones de estos con la ciudadanía y la naturaleza. La configuración se realiza en términos de una neocolonia, dispuesta a renunciar voluntariamente a su soberanía con tal de satisfacer la voracidad del modelo económico depredador sobre los recursos nacionales.
El hecho implícito de actuar contra los intereses nacionales, determina el carácter antinacional de las elites políticas y económicas hondureñas; este es su rasgo histórico fundamental, el que vincula al enclave bananero de hace un siglo con las ZEDE del siglo XXI y ha determinado su dependencia respecto de los Estados Unidos de América.
El requisito para constituirse en una neocolonia —cumplido plenamente en el caso hondureño—, ha sido la negación previa de la nación, una renuncia voluntaria a la soberanía nacional y, sobre todo, la destrucción sistemática de sus propias instituciones para crear una crisis crónica según el modelo de la “república bananera”, cuyo fracaso conduce hoy hacia el Estado fallido. Por tales razones, Honduras constituye un caso aparte entre las naciones a las que se les puede atribuir un perfil neocolonial; ha sido la única en admitir un proyecto económico como el de las ZEDE que, en los hechos, significa vender el territorio nacional en porciones al gusto de sus futuros propietarios.
La crisis de incertidumbre
La incertidumbre que lentamente se ha ido instalando en la conciencia nacional, está formada por una diversidad de problemas acumulados cuyo denominador común es el carácter estratégico de los factores afectados, entre estos: la generación y distribución de energía eléctrica, la pretensión gubernamental de reorientar los fondos de los institutos de pensión y vejez para cubrir el déficit financiero de la ENEE; la ausencia de un plan efectivo de reconstrucción y reactivación de la economía nacional; la negligente indefinición de los lineamientos a seguir en materia sanitaria y educativa; y, en el presente año, las dudas respecto de la transparencia de las elecciones generales de noviembre —incluso de su realización—, creando así un escenario de alta tensión que agudiza la incertidumbre social.
Las causas de la incertidumbre son a la vez expresiones de otras crisis, subyacentes a los factores señalados. Algunos actores sociales afectados, entre estos el gremio sindical y las organizaciones de educadores, coinciden en señalar como objetivo final del gobierno la pretensión de privatizar los institutos de previsión y algunos servicios educativos. En tanto que el movimiento sindical considera que se pretende privatizar la empresa estatal de energía eléctrica al fragmentar sus funciones en tres “unidades de negocio” independientes entre sí.
En estos casos, los afectados son los sectores estratégicos de energía y educación, con una diferencia fundamental: la crisis financiera de la ENEE tiene como contrapartida una acumulación sostenida de capital en los generadores privados, en tanto que en el sector educativo se observa una precariedad sistémica y una amenaza rutinaria sobre los fondos de previsión de los educadores.
Aunque estos fenómenos muestran una diferencia radical entre sí, ambos son consecuencia de los lineamientos neoliberales que conducen, en el primer caso, a una concentración absoluta de los recursos financieros para beneficio privado; y en el segundo, a la concentración de los impactos negativos por la reducción de la inversión social en educación para favorecer políticas como las de seguridad y defensa. Además, dichas políticas convergen en el objetivo final de desmantelar las empresas de servicio público y el sector social que agrupa a los ramos de salud y educación.
Otros casos tienen en común los estrechos vínculos entre actores privados y el Estado, como el conflicto recurrente en el “sector transporte”, que tiende a agudizarse en los años electorales, como ocurre actualmente. A ello se agrega la crisis que afecta a los intermediarios de las demandas sociales y los prestadores de servicios (transporte, energía, salud, educación, telefonía pública, servicio de agua potable, entre otros), pese a su carácter estratégico para el Estado, la sociedad y el mercado.
El proceso electoral se ve igualmente afectado por la falta de confianza en la institucionalidad responsable de su conducción, que hasta ahora no ha podido convencer a la ciudadanía de que el proceso electoral no es vulnerable al fraude. Es decir, afronta una crisis de credibilidad y confianza que arrastra con mayor incidencia pública desde las elecciones generales de 2017.
La falta de consensos entre los partidos participantes, especialmente respecto de los procedimientos a emplear en la conducción del proceso, abona también a las crecientes dudas sobre los resultados. En consecuencia, los factores mencionados impactan directamente en una democracia de por sí sumida en un vacío por falta de resultados, afectando su potencial para conducir el proceso político hacia la restauración del Estado de derecho con base en el consenso y una gestión transparente en todas las etapas del proceso electoral.
Las claves del debate público
La crisis financiera de la ENEE continúa siendo parte del debate, jalonado además por el conflicto de intereses entre la empresa nacional y una empresa externa contratada en los términos de una alianza público privada. Se ha hablado de “interés nacional”, de “intereses sagrados del país”, “bienes públicos”, “intereses privados”, entre otros que dejan al descubierto una segunda clave en tal deliberación: los bienes públicos como causa de cuestionamiento, o de defensa. Este factor es clave para retomar, en la agenda de temas nacionales estratégicos, la discusión sobre la importancia de los bienes nacionales para afianzar la conciencia de nación.
En las primeras dos décadas de este siglo se ha venido debatiendo sobre los bienes públicos en salud y educación, sobre el agua y el bosque, y más recientemente sobre el uso de los recursos del Presupuesto General de la República, cuyo telón de fondo es el conflicto abierto entre políticas de seguridad que se imponen —en términos presupuestarios— sobre las políticas públicas en salud y educación. Sin embargo, el debate aún no conduce a reconocer que el núcleo principal se encuentra en la voluntad de algunos actores poderosos en mantener y seguir promoviendo la exclusión social.
El debate conduce, además, a evidenciar el alto grado de dependencia de los sectores más vulnerables respecto de los recursos públicos para garantizar su supervivencia, situación agravada por la pandemia, la crisis económica y la vulnerabilidad ambiental. A la vez, la exclusión social se manifiesta en la invisibilización de los consumidores, de sus intereses y derechos, como en la deliberación sobre las soluciones a la crisis de la ENEE, en la que el consumidor ni siquiera es mencionado, o aparece marginalmente.
En este punto, en el segundo semestre de este año, se presenta como deliberación sobre el funcionamiento del mercado, sobre todo del sometido a un control monopólico, que soslaya el origen de bienes públicos como la ENEE o los aeropuertos. La percepción de algunos sectores de opinión es que está en juego la privatización de los bienes públicos, y que los cambios que se pretenden introducir no beneficiarán en nada a los consumidores.
La exclusión social en expansión
Con razón o sin ella, la dimensión subjetiva en que se configura la percepción sobre el contenido del debate público tiene una influencia considerable en la evaluación de los objetivos reales que se persiguen con las represas y la infraestructura de la ENEE, entre otros activos que pueden estar en riesgo. La tirantez entre la finalidad de los bienes públicos y los intereses privados seguirá vigente —incluso tenderá a agudizarse—, mientras no se encuentre una solución que los armonice, que beneficie a los consumidores y priorice el interés nacional.
Transparencia y equidad son categorías de análisis que también aparecen en el debate sobre el proceso electoral, conduciendo a la misma pauta de confrontación entre intereses públicos y privados, enfrentados en el mercado electoral que también exige reglas claras y consensos para beneficiar al electorado. Este rasgo muestra que la exclusión social se encuentra en una fase de expansión que no es enfrentada por ninguna política pública.
Asimismo, demuestra que la etapa de radicalización del modelo neoliberal no conduce a la solución de los problemas que pretende enfrentar; únicamente conduce a la radicalización de su carácter depredador de los bienes públicos, el territorio y la naturaleza. El Estado y la nación sufren así la pérdida de una visión unificadora que genere cohesión social.
Este debate conduce a repensar el tema de la propiedad pública, sobre todo cuando se considera que en la dimensión política del problema se ha ignorado al soberano que, según la Constitución de la República, es el pueblo. La propiedad pública y la soberanía política quedan así vinculadas en un contexto de amenaza y riesgo, puesto en marcha por un régimen que usurpa la legitimidad soberana del pueblo y encuentra en el neoliberalismo el modelo depredador que requiere para proyectar sus fines políticos en la economía. Se soslaya, además, la frontera que debe existir entre negocios públicos y negocios privados, a favor del interés privado.
La pregunta obligada es: ¿Por qué se distorsiona el funcionamiento del mercado, la política y las instituciones, a pesar de contar con un marco jurídico que las regula y obliga al cumplimiento de la ley? La respuesta solo puede ser la ausencia de un auténtico Estado de derecho, que es preciso restablecer para reorientar el desempeño actual de los factores aquí considerados.
Ciudadanía por la defensa de la ley
En la oposición ciudadana a las ZEDE destaca un rasgo compartido con otros periodos de luchas sociales y comunitarias: la defensa de la legalidad a través de la no-violencia. Se trata de una postura de ciudadanía activa, para significar su rechazo a la ilegalidad y la violencia en toda actuación gubernamental para imponer fines reconocidos como ilegítimos por las comunidades y los ciudadanos.
La ilegalidad y la violencia, junto con la corrupción, han sido los factores de mayor peso en la configuración de un escenario propicio para el Estado fallido. Por consiguiente, es una vía que fracasó en su propósito de establecer una gobernabilidad basada en la imposición y la exclusión de múltiples actores sociales. Su fracaso se manifiesta en la crisis crónica de ingobernabilidad y en la incertidumbre que las organizaciones sociales expresan ante el futuro de la democracia y la estabilidad política del país.
Estos han sido los factores instituyentes del Estado fallido, y los que más contribuyen a legitimar la necesidad de una reivindicación organizada para restablecer el Estado de derecho. Como respuesta a esa necesidad se debe considerar la acción política de los movimientos sociales, ciudadanos y comunitarios que, en consecuencia, deben percibirse como una expectativa favorable para la democracia y la renovación de la vida política del país.
En esa vertiente de la acción política ciudadana, debe considerarse el protagonismo de sus organizaciones: ¿Por qué fue asesinada Berta Cáceres, sino por la defensa de la legalidad y la no-violencia, y de derechos que constituyen estandartes para defender simultáneamente a la persona humana y la naturaleza?
Antes y después de ella, desde los casos emblemáticos de los ambientalistas asesinados en el decenio de 1990, hasta los líderes tolupanes asesinados, garífunas desaparecidos y lencas criminalizados en Reitoca en los albores del Bicentenario de la Independencia, la ilegalidad y la violencia han actuado en concierto. La práctica rutinaria de la ilegalidad y la violencia en el ejercicio de una gobernabilidad ilegítima, revela el lugar que los derechos humanos ocupan en este modelo distorsionado de gobernabilidad y ejercicio autocrático del poder.
En los hechos, todo acto de represión y criminalización de la protesta social contra quienes defienden la legalidad y practican la no-violencia como respuesta racional a favor del respeto por la vida, representa una contradicción en la que la lucha por la legalidad es enfrentada desde la ilegalidad con que se ejerce el poder. Ninguno de los pueblos mencionados ha sido señalado por su carácter violento, y tampoco lo han sido sus protestas.
En suma, los movimientos ciudadanos, sociales y comunitarios pueden ser catalizadores importantes del cambio político y social desde una perspectiva democrática que, además, se fundamenta en el reconocimiento de la interacción de los seres humanos con la naturaleza.
La soberanía política y la coyuntura actual
La discusión sobre la soberanía política es clave en la coyuntura actual, por cuanto establece una estrecha relación con toda expectativa de cambio y transformación que se concreta en la defensa de la soberanía nacional y la autonomía municipal y comunal. Su principal catalizador contemporáneo es el inconstitucional establecimiento de las ZEDE, en tanto que su vínculo con el pasado lo establece la conmemoración del Bicentenario de la Independencia.
Esta perspectiva de análisis permite la emergencia de lo local con fuerza y derecho propio, además de tener una plena justificación histórica. Se objetiva la soberanía como principio político por el que se ejerce autoridad legítima sobre un territorio, su población y recursos. Pero se cruza este umbral cuando se trata de un territorio ancestral, con una configuración cultural propia y una conciencia de pertenencia y arraigo, de identificación simbólica con una nación a la que también se reconoce como propia.
Es lo que sucede actualmente ante la amenaza creada por las ZEDE contra la soberanía territorial, que actúa como catalizador de la conciencia política de la población respecto de su poder originario. Si el tema fundamental es la soberanía política, entonces toda exigencia de autonomía, por ejemplo, de los municipios respecto del gobierno central y las ZEDE, así como el rechazo precedente a la minería y la construcción de represas hidroeléctricas, deben considerarse como expresiones de una conciencia de autonomía que les distingue del comportamiento político del pasado ante proyectos que implicaban la explotación del territorio y sus recursos.
La conciencia sobre la soberanía política —y sobre todo el empoderamiento de la ciudadanía en municipios y comunidades—, constituye a la vez un signo de ruptura con los comportamientos políticos neocoloniales del pasado, complacientes con la depredación de los bienes naturales. Esta fuerza surge en el tejido municipal y local, y se reafirma en las exigencias que la ciudadanía dirige al Ministerio Público y el Poder Judicial para que actúen con la independencia que la ley les otorga para fortalecer la institucionalidad republicana.
El reclamo de soberanía política y la crítica implícita al centralismo burocrático autoritario, pueden entonces considerarse como una respuesta de la ciudadanía activa en respaldo al restablecimiento del Estado de derecho y la recuperación de su condición soberana. En el extremo opuesto, la crisis hacia la que conduce la situación de los bienes públicos, se constituye en un mecanismo adicional para provocar más exclusión social, reafirmar el carácter estructural de la pobreza y consolidar el despojo de la condición soberana del ciudadano en la determinación del destino de los bienes públicos.
La gran ausente: la visión sobre el futuro
La crisis de dominación hegemónica se manifiesta hoy como una crisis de visión sobre del futuro y como agotamiento del modelo económico depredador. Hoy es explícita una ausencia total del futuro imaginado, aquel que sí existía en el primer siglo de la república independiente.
Esta ausencia se explica, al menos en parte, porque Honduras no es capaz de verse a sí misma en una situación distinta que la incertidumbre, la crisis y el fracaso permanente. Y no se trata solo de un problema de percepción. El caso de las ZEDE demuestra que la crisis de visión se relaciona estrechamente con una perspectiva errada sobre el usufructo del territorio y los bienes de la naturaleza, y con la exclusión de la mayoría de la población del imaginario del desarrollo nacional.
Esta concepción —basada en el uso del territorio como un objeto que puede ser enajenado, negociado o cedido—, ha sido posible únicamente por la imposición y el abuso de poder de las elites y los partidos dirigentes. Este es el núcleo de sucesivas crisis, hasta llegar a la situación provocada hoy por las ZEDE, que puede conducir a la disolución del Estado hondureño y a una nueva crisis por enfrentamiento entre sus habitantes.
La visión ausente sobre el futuro parte, además, de una concepción en que las elites focalizan sus expectativas en el potencial y la capacidad de dos pilares fundamentales de la economía nacional: el capital extranjero y la migración de la población a otros países. El mensaje es claro: no se confía en los esfuerzos que se pueden desplegar internamente, y se menosprecia la capacidad de la población para impulsar el desarrollo económico.
Una visión agotada
El capital externo no ha hecho más que depredar el territorio, cuando el Estado se lo ha concedido para hacer “progresar” la economía nacional. Desde el inicio del enclave bananero, con las concesiones de 1899 y su consolidación con las extendidas en 1912, el país ha sido objeto de un modelo económico depredador, auspiciado y legitimado por el Estado hondureño y sus elites antinacionales.
Al fracasar la concepción depredadora del territorio nacional, manifestada en el subdesarrollo de la economía y la precariedad en la mayoría de sus habitantes, fracasó también la visión sobre el futuro del país, que nunca conoció un modelo de desarrollo distinto a la explotación territorial para cultivar un puñado de productos demandados por el mercado internacional (bananos, palma africana y café, entre otros), como también ocurrió con la minería de plata y oro.
La visión que hoy se agota nunca se propuso incorporar a la nación, al pueblo, a su perspectiva de desarrollo, porque siempre fue una visión neocolonial y oligárquica. Muestra de ello es que el modelo económico, al estar volcado hacia afuera, demuestra poco interés, por ejemplo, en la producción para satisfacer la demanda del mercado interno, y tampoco en generar las condiciones propicias para mejorar la calidad de vida de la población.
Por consiguiente, hoy es un momento histórico clave para elaborar una visión radicalmente distinta sobre el futuro de la nación, para unir sus fragmentos rotos, su territorio y soberanía.
La crítica a la ideología neocolonial
Un factor clave es dirigir la crítica que hoy se hace del neocolonialismo hacia la descolonización de las relaciones sociales, cuyo núcleo está constituido por el autoritarismo, la violencia y la dominación de unos actores sobre otros. Este núcleo es esencial, porque contiene elementos que tienden a reproducirse en la esfera de la cultura en la forma de hábitos, comportamientos y mentalidades que expresan la visión predominante sobre el valor de la vida y la persona humana.
Por tanto, se vincula estrechamente con las “sensibilidades sociales” y el comportamiento colectivo. Sin embargo, no es un problema originado y ubicado solo en la cultura, sino en la esfera política por la que se vincula con el modelo de dominación hegemónico. Desde esta perspectiva, la cultura es también víctima de la política, y más específicamente de una cultura política vinculada, por diversos medios, con la violencia que simultáneamente sustenta al autoritarismo político, el machismo y la dominación social.
La esfera política es capaz de producir el desdoblamiento simultáneo de la violencia, en lo social y lo cultural, mostrando así su carácter abarcador como instrumento de dominación y sustento del modelo neocolonial de la existencia social. En suma, el modelo político produce un virtual régimen de ocupación neocolonial, implementado por las elites locales en contubernio con el capital transnacional.
En consecuencia, la transformación del orden neocolonial requiere una ruptura radical con la violencia, el autoritarismo político y la dominación social que se ejercen como consecuencia de las desigualdades y la exclusión social, rasgos característicos del modelo político hegemónico establecido en Honduras durante los dos siglos de “independencia nacional”.
La vida política de una neocolonia
En los primeros días de agosto se divulgaron en Honduras unas declaraciones del expresidente brasileño Lula Da Silva, aconsejando al gobernante nicaragüense, Daniel Ortega, respetar la libertad de prensa, no alejarse de la democracia y evitar la dictadura con la prolongación de su mandato. Simultáneamente, aparecieron las declaraciones de Ricardo Zúñiga, antes enviado especial del presidente Biden para el Triángulo Norte de Centroamérica y ahora subsecretario de Estado para Asuntos Hemisféricos de los EEUU, refiriéndose al financiamiento ilícito de los partidos políticos, dejando entrever que el narcotráfico puede incidir por esta vía en los sistemas políticos del Triángulo Norte.
Ambas declaraciones no pueden pasar inadvertidas; por el contrario, deben servir como referencia para evidenciar la crisis de democracia, legalidad y legitimidad política por la que atraviesan los países centroamericanos. Asimismo, revelan el fortalecimiento de la tendencia dictatorial que sigue encontrando un caldo de cultivo propicio en la mayoría de estos países, y ponen en perspectiva la necesidad de democratizar sus sociedades, desde la ciudadanía y sus demandas.
Actualmente, el comportamiento de los partidos y las tendencias dictatoriales están contribuyendo a afectar la soberanía nacional, al motivar la intervención de otros países en el contexto de una renovada crisis de confianza y legitimidad política en esta región. El caso de Honduras es paradigmático a este respecto, por cuanto el gobernante actual se reeligió en 2017 violando la Constitución de la República, pero se mantuvo en pie principalmente por el respaldo que recibió del presidente Trump, ahora cuestionado por el nuevo gobierno estadunidense.
El cambio político: un desafío bicentenario
El gran desafío que plantea el Bicentenario de la Independencia nacional es descolonizar la visión de las elites dirigentes, en materias como el territorio y sus recursos (tierra, agua, bosque y subsuelo) y, en general, sobre la naturaleza y la población de su entorno. Solo así se podría avanzar hacia una independencia más cercana a la equidad y la inclusión social que puede resultar del proceso descolonizador.
La descolonización de las relaciones sociales deviene así en uno de los factores estratégicos con mayor valor potencial, por las múltiples posibilidades que abre de cara al futuro. Sin embargo, ¿qué significa “descolonizar” las relaciones sociales y cómo se lleva a cabo el proceso que facilita tal acción?
En principio implica definir previamente la neocolonia como un lugar sin ciudadanos y una “república” sin independencia, cuyas relaciones exteriores son determinadas por una potencia extranjera, así como su economía y sus finanzas, su visión del mundo y un comportamiento que reconoce una dependencia total y ve en la potencia de la cual depende a un benefactor ante el que debe asumir una actitud de vasallo neocolonial.
En consecuencia, el proceso descolonizador presupone una ruptura radical con dicha visión, comportamiento y conducta. Descolonizar las relaciones de poder implicaría, por consiguiente, descolonizar el poder mismo, ¿no es este el núcleo principal de su organización y existencia? Y es en este núcleo donde se encuentran las estructuras heredadas del colonialismo con el que supuestamente se rompieron los lazos de dominio y sujeción en 1821, dando lugar a la independencia nacional.
Descolonizar las relaciones con la naturaleza, la organización social, la cultura y la economía constituyen factores de una misma ecuación. Una ruptura con la concepción predominante sobre la naturaleza, equivale a una ruptura con la visión neocolonial sobre la explotación de sus recursos, hasta hoy presentada y promovida como la única forma posible de existencia de las relaciones con la naturaleza.
El símil está a la vista: el papel que juega la depredación económica respecto de la naturaleza, es el mismo que asume la violencia en la sociedad, con un elevado efecto destructivo sobre la interacción humana y la sensibilidad colectiva, hoy casi indiferentes ante la violencia social y la depredación de la naturaleza.
La república: una herencia que debe ser reclamada
El cuestionamiento al neocolonialismo supone a la vez una crítica a la ficción o la ilusión creada en torno de la república. Sus debilidades están a la vista. No logró crear los ciudadanos que la sustenten en sus principios, y los ciudadanos potenciales siguen siendo “habitantes del territorio”, por lo general excluidos de la nación. En esta exclusión se encuentra otra de sus debilidades más evidentes, que contradice la igualdad proclamada por la república.
Sin embargo, la república, a pesar de su debilitamiento progresivo, representa una herencia que debe ser reclamada. Esta se encuentra en su carácter originario, fundador de un modelo político de gobierno. El carácter originario de la república y de sus principios son los que dan legitimidad a las políticas públicas que deben conducir a la equidad y la inclusión social, y de antemano condenan todo acto en sentido contrario.
El futuro como obra reconstructiva
La dimensión del futuro no se visualiza hoy como una posibilidad de cambio político y transformación social, pero es la única posible para hacer del futuro el escenario ideal para la obra reconstructiva que el país necesita para reorientar su visión política y social.
Desde el presente se observa un retroceso constante al pasado, de por lo menos un siglo, en casos como el estado precario de los centros escolares, su carencia de servicios básicos y aproximadamente un 85% de su infraestructura dañada. En tales condiciones, el ejemplo señalado —sin ser el único posible—, demuestra que un siglo de retroceso significa el retorno del país a una situación pre-urbana, anterior al progreso y el desarrollo.
Otra ilustración significativa es la violencia, que predominó en el imaginario colectivo del pasado, sigue predominando en el presente y, de continuar la tendencia actual, será también la principal fuente del imaginario colectivo del futuro. La persistencia de la violencia en la vida social remite, por tanto, a una sociedad pre-política, anterior a todo consenso y todo pacto de gobernabilidad.
Los antes señalados son los rasgos fundamentales de una forma particular de configuración del tiempo histórico en Honduras, sugiriendo la conclusión de que el predominio del pasado, sobre el presente y el futuro, constituye un indicador preciso de la escasa evolución —incluso de la involución— de categorías como el urbanismo, el progreso y el desarrollo, de la sociedad política y el Estado moderno.
Si predomina el pasado y la tradición política, económica y social sobre la que se ha constituido, no haría falta preguntar cómo será el futuro de Honduras, por cuanto resultaría evidente que se trata de una sociedad pre-moderna, cuyo Estado, nación y cultura carecen de los atributos de la vida política contemporánea, las libertades, derechos y realizaciones que son el resultado de esta.
El hecho, patente aún en 2021, es que ni siquiera se ha podido dar cumplimiento a la ficción jurídica de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, aunque desde el poder se repite el estribillo “nadie está por encima de la ley”, tan falso como la soberanía suplantada. Una vez más, el restablecimiento del Estado de derecho, la reformulación del paradigma de Estado y nación, bajo los preceptos del modelo político republicano, deviene una alternativa viable para repensar el modelo socioeconómico que Honduras y su población desean tener en el futuro próximo.
[1] Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras.
*Historiador, doctor en Ciencias Sociales, autor de Evolución histórica de la identidad nacional, Tegucigalpa, Guaymuras, 1991, y Honduras en el siglo XX. Una síntesis histórica, Tegucigalpa, Guaymuras, 2004, entre otras obras de contenido histórico y social.