Ismael Moreno (sj)

No es cierto que la Covid-19 sea una oportunidad para avanzar. El saqueo de los recursos destinados a atender a los enfermos, indica que algo profundo ya estaba roto en nuestra sociedad. El virus solo destapó la podredumbre. Esto supone encarar colectivamente temas clave como la corrupción y la impunidad, la ilegalidad del régimen político y las profundas reformas que exige el proceso electoral para que sea legítimo y creíble.


Afloran nuestros tejidos rotos

Las lecturas entusiastas de las primeras semanas, y quizás los primeros tres meses de la pandemia y el confinamiento que la acompañó, han debido dar paso a una lectura más mesurada y un análisis más prudente, frío y más bien pesimista del presente y sobre lo que podemos esperar de un futuro todavía incierto. No es cierto que la Covid-19 sea una oportunidad que necesitamos descubrir. Sobre todo es crisis y una ocasión para destapar las podredumbres de todas nuestras crisis y todos nuestros tejidos rotos.

Que lo que abunda hoy sea el saqueo de los recursos destinados a atender a los enfermos, en lugar del compromiso que se debiera esperar de funcionarios públicos obligados por sus cargos a servir a la población, indica que algo profundo estaba ya roto en nuestra sociedad. El virus solo fue el detonante de ese sentimiento de egoísmo, que se destapó con toda su podredumbre.

Por eso no debe causar asombro que el caso más debatido del momento sea la compra de los “hospitales móviles”, que se convirtió en ocasión para una estafa por parte de funcionarios, cuya responsabilidad era, paradójicamente, hacer lo debido para proteger la vida de la población. Esto nos indica que los hilos de la solidaridad y del compromiso por el bien común ya estaban rotos, y que cuanto más elevada es la responsabilidad de las personas en sus funciones públicas, mayor es su avaricia y su afán por aprovecharse de los bienes públicos.

El caso hondureño es uno de los más extremos del mundo; no en vano se cataloga al país como uno de los tres con mayor desigualdad socioeconómica en el planeta, superado solo por Sudáfrica y Haití; en tanto que los índices de percepción de la corrupción pública nos ubican entre los más afectados en el mundo por este flagelo. Es tan extremo el caso hondureño, que por donde suene el nombre del país se le asocia inmediatamente con el narconegocio conducido por las más altas autoridades gubernamentales.

Un deterioro planetario de la conciencia

Siendo el virus una pandemia, el planeta entero ha dado signos de deterioro en su condición humana, social, ecológica, cultural y espiritual. El virus ha sacado a flote muy buenas iniciativas en diversos grupos, pero, sobre todo, ha desnudado lo peor del ser humano.

La globalización de los capitales, impulsada desde hace varias décadas, no ha pasado impunemente. Ha dejado huellas de deshumanización, patentes en presencia de la Covid-19; por ejemplo, la insensibilidad de personas que, no obstante saber cómo se produce el contagio, han hecho caso omiso, conduciendo a la masificación del contagio y a la muerte de decenas de miles de personas, mayoritariamente en condiciones de elevada vulnerabilidad.

Es un signo de los tiempos. Es pérdida de solidaridad, por mucho que se afirme lo contrario. Si la pandemia hizo que se manifestaran sentimientos solidarios entre los pueblos, esto no es lo que ha predominado en estos meses. En su lugar se impuso la insolidaridad y la lógica del sálvese quien pueda.

Se sabe que una vez que los países europeos y Estados Unidos decidieron reiniciar sus actividades económicas, los veraneantes desoyeron el llamado a las medidas de prevención y se lanzaron en masa a las playas, restaurantes y bares. La recreación, por encima de la necesidad de protección.

El resultado ha sido un feroz rebrote del virus, que ha causado muchas nuevas víctimas en esas naciones. La Covid-19, entonces, deja al descubierto que los seres humanos hemos alcanzado un desarrollo tecnológico impresionante, pero hemos avanzado muy poco en desarrollar la solidaridad. La sensibilidad se ha reducido a exacerbar la satisfacción individual, a costa de perder la sensibilidad social.

Negocio y lucro

En cuanto a la vacuna contra el Coronavirus, expertos creíbles sostienen que no es cierto que esta no se pueda crear y producir a corto plazo. Sin embargo, la ambición de las empresas farmacéuticas de controlar la patente y el multimillonario negocio que eso supone, así como las negociaciones políticas entre grandes potencias y las multinacionales, estaría retrasando la aparición de un fármaco que vendría a salvar las vidas de millones de personas.

Capitales, negocios y lucros, por encima de la vida humana, representan hoy la globalización universal de la muerte. En el caso hondureño, es obvio que en la atención a la emergencia han predominado los criterios económicos de los más poderosos empresarios y de los políticos –sobre todo de los más corruptos– por encima del criterio sanitario.

Cuando en el mes de junio se aprobó e implementó la llamada “apertura inteligente”, las voces médicas advirtieron que se estaba haciendo en el momento de expansión del contagio; sin embargo, se abrió la industria maquiladora y los negocios vinculados con la gran empresa privada y las transnacionales.

¿Qué supuso esa decisión? Que unas semanas después los pacientes contagiados se multiplicaran y que mucha gente, incluyendo al personal de salud, fueran muriendo por el contagio. Los expertos sanitarios coincidieron en señalar esa decisión político-económica como la responsable de esa mortandad.

Pero la apertura no se detuvo; por el contrario, se mantuvo a pesar de las protestas y presiones de varios alcaldes decididos a establecer en sus municipios un cerco epidemiológico. Pero ya no se podía controlar el virus y los centros hospitalarios ni siquiera podían dar una atención mínima a los pacientes, que desde ese momento rebasaron la precaria capacidad del sistema sanitario público. Se volvió a cerrar, regresando a la fase cero en las ciudades y los municipios más afectados.

Las crisis a la vista

El escenario hondureño, con sus injusticias y desigualdades, está en sintonía con el escenario mundial. Tal y como lo señala el Secretariado para la Justicia Social y Ecología de la Compañía de Jesús, resumiendo las encuestas de abril, el Coronavirus ha desnudado crisis que ya venían agudizadas y que con la pandemia se han profundizado, y es previsible que se sigan agudizando.

La primera crisis. Es la crisis de la desigualdad que, sin duda, seguirá profundizándose. No es cierto que por efecto del virus pasaremos de inmediato a un escenario que transforme las relaciones de poder y el modelo basado en ganancias, lucro y concentración de riquezas, cuya contrapartida es el empobrecimiento y la marginalidad de extensos conglomerados humanos.

Todos los signos apuntan a que con la Covid-19 se seguirán empoderando los grupos e individuos que sostienen el modelo económico y político vigente, a la vez que se condena a una miseria aún mayor a quienes ya estaban excluidos del disfrute de oportunidades para sobrevivir. No existen señales de cambio de rumbo ni de timonel. Los líderes que conducían el capital siguen al frente de los rubros más pujantes de la economía, y son notorios en la industria maquiladora, las industrias extractivas, la agroindustria de exportación, la industria farmacéutica, tecnológica y mediática.

No hay un solo signo que apunte en otra dirección. Y todo lo que se diga o se escriba sobre comportamientos y dinamismos distintos de los que prevalecen, no es más que la expresión de buenos deseos, sazonados con cierto entusiasmo, pero que no resisten ante los fríos cálculos del más alto empresariado ni ante las baldosas del poder que ejerce el gran capital. El Coronavirus vino a destapar lo que había, y lo que había era podredumbre añejada por el tiempo que, ahora con las tapas abiertas, apesta.

La concentración de las decisiones, de los capitales y del poder en grupos cada vez más reducidos, así como el masivo empobrecimiento, con más desempleados y miserables en las calles, parece ser el paisaje que dominará los escenarios futuros. Con el agravante de que al menos una parte importante de la carga económica producida por la reducción de la producción deberá asumirla el Estado, incluyendo las “pérdidas” de la gran empresa privada. Las desigualdades quedarán así instaladas por tiempo indefinido.

Esta crisis nos coloca ante un desafío inevitable: identificar el origen y las fuentes donde se generan estas desigualdades; es decir, tocar la llaga del modelo neoliberal capitalista, con sus dinamismos económicos productores de desigualdades, exclusiones y violencia.

Al llegar al núcleo del modelo neoliberal, se llega también a la masa de sus víctimas y a la necesidad de acentuar nuestra cercanía con sus necesidades, porque serán estas las que cargarán con todo el peso de las consecuencias de la crisis. Es decir, cualquier propuesta de solución a la crisis de desigualdad ha de pasar por la solidaridad y cercanía con las poblaciones campesinas, urbano-marginales, los pueblos originarios, la juventud desempleada y marginalizada, las poblaciones migrantes, desplazadas y refugiadas y las mujeres.

Este desafío de unir la identificación de los resortes que mueven al neoliberalismo y disparan la desigualdad, con la exclusión y el sufrimiento de sus millares de víctimas, es lo que debiera ser el quehacer fundamental de universidades, centros de investigación, organismos no gubernamentales, iglesias y otros sectores que estén dispuestos a construir una nueva sensibilidad social y política ante las desastrosas consecuencias del modelo de sociedad en que vivimos.

Las poblaciones sufrientes y que cargan con los productos empobrecedores del neoliberalismo, han de ser el factor que convoque a la unidad y las acciones conjuntas de los sectores sociales interesados en llevar a cabo una lucha frontal por reducir las desigualdades, desde propuestas alternativas al modelo que las produce.

El deterioro se profundiza

La segunda crisis: la profundización del deterioro y la degradación ambiental-ecológica. No es cierto que con la pandemia automáticamente se recompondrán los capitales con el fin de reorientarlos hacia programas que expresen una relación amistosa con el ambiente, como lo desean ardorosamente los ambientalistas de muy buen y hondo sentir.

Por el contrario, proseguirán el despojo de la naturaleza y la expropiación de las comunidades; y los proyectos extractivos seguirán definiendo las políticas prioritarias de inversión, como va quedando claro con la continuidad de las explotaciones mineras en el norte y occidente del país. Entonces, se puede prever mayor conflictividad, por una parte, entre las comunidades y organizaciones defensoras del ambiente y, por otra, los empresarios y políticos que impulsan proyectos agroindustriales y, sobre todo, de extracción de las riquezas naturales.

El agua seguirá siendo fuente creciente de conflicto, y su control definirá quiénes tienen el poder real en la sociedad. Tras las primeras semanas del cierre de las maquilas en Choloma, en el valle de Sula, los habitantes se maravillaron porque de pronto el cauce del río Choloma comenzó a llenarse. Y como por encanto, la población se dio cuenta de que la industria de la maquila consumía toda el agua de su municipio.

La gente se había hecho la idea de que el cambio climático, ese asunto del que hablan los expertos, había arrasado con las aguas y los acuíferos de la zona. Desde hace décadas, las viviendas, todas, apenas reciben agua –a cuentagotas– en las noches o dos veces por semana. El Coronavirus hizo el milagro de las aguas. El agua no se la había chupado la tierra. La chupan las máquinas de la industria maquiladora.

Nadie sospechaba sobre el abundante consumo de agua que necesita esa industria para funcionar. En pocas décadas, la maquila convirtió una zona fértil en árida y en camino a ser desértica. Muchos ambientalistas han centrado el extractivismo en la minería, en el control de ríos y aguas para construir represas, que a su vez están en íntima relación con la industria minera.

Muchos expertos nos hablan del extractivismo, pero muy pocos lo relacionan con la industria maquiladora, o lo han hecho marginalmente. Sin embargo, importantes estudios científicos vinculan las enfermedades de muchas trabajadoras con la práctica industrial que las obliga a hacer movimientos repetitivos. De igual manera, han establecido que es una industria donde no se respetan los derechos laborales y solo en escasas ocasiones se permite el derecho a la sindicalización; es una industria con un régimen salarial que, en lugar de regirse por la legislación nacional, queda condicionado a sus propios requerimientos, en detrimento de trabajadoras y trabajadores.

La industria maquiladora ha sido una de las definidoras de la llamada “apertura inteligente”, y la que ha impuesto el criterio económico-empresarial por encima del sanitario, al menos en la zona industrial de la Costa Norte. Igual liderazgo ejercen los empresarios beneficiados con concesiones de ríos, zonas mineras y bosques. Esta será también la tonalidad del próximo futuro y, por consiguiente, el deterioro y la degradación ambiental y ecológica se profundizará, con todas las consecuencias que esto supone para la calidad de vida de la población.

Esta segunda crisis de deterioro y degradación ambiental y ecológica abre a su vez un segundo y enorme desafío: articular entre diversos sectores sociales, eclesiales, ambientalistas, académicos y políticos, el compromiso con la lucha por proteger el ambiente y los derechos de la naturaleza; y, especialmente, un puente de solidaridad con las comunidades expulsadas o amenazadas por los proyectos extractivos.

Este desafío supone, a la vez, investigaciones que toquen los dinamismos depredadores del ambiente e identificar, para acentuar el compromiso, las regiones y territorios en donde más exponencialmente se amenaza la vida de las poblaciones y los bienes naturales. Ninguna respuesta puede resultar efectiva para el bien común y la vida de la naturaleza y de las poblaciones campesinas e indígenas, si no se aborda el conflicto fundamental del país entre quienes promueven e impulsan los proyectos extractivos, y la defensa de los territorios y los bienes naturales sustentada por las comunidades y las organizaciones ambientalistas y ecológicas.

La defensa del ambiente y de los territorios campesinos e indígenas es incompatible con los proyectos extractivos. Sin embargo, los actores que impulsan el extractivismo, tanto el expresado en los bienes naturales como en la industria maquiladora, tienen argumentos basados en un plan de desarrollo respaldado por los actores políticos, y han logrado contar con el respaldo de sectores de base. Mientras tanto, no todos los sectores defensores del ambiente han elaborado una propuesta alternativa coherente, creíble y atractiva ante las poblaciones involucradas. En este desafío ambiental y ecológico es imprescindible una alianza estratégica entre sectores ambientalistas, tanto expertos como de base, con sectores académicos y centros de investigación, con el propósito de formular un plan ambiental de bienestar social y colectivo, que exprese tanto la protección de las comunidades como los derechos de la naturaleza. Esta sería una visión programática orientada hacia un desarrollo social, ambiental y político basado en el bien común, que asegura el bienestar personal, comunitario y social.

La degradación de la democracia

La tercera crisis: la profundización de la degradación de una democracia que ha resultado damnificada a lo largo del presente siglo, y que ha arrasado con la institucionalidad del Estado de derecho. En el contexto de la pandemia, en lugar de surgir aperturas hacia una mayor búsqueda participativa, la tendencia es al cierre de espacios a la democracia y a la consolidación de proyectos autoritarios liderados por militares, caudillos y dictadorzuelos.

Esta crisis de gobernabilidad nos sitúa ante un tercer desafío: abordar de frente el problema político, identificando los factores que producen el deterioro de la institucionalidad, como tierra fértil para los populismos, el autoritarismo y la dictadura.

Tocar de frente el tema del poder como paradigma dominante de exclusión en la democracia hondureña, y a la vez identificar experiencias que alienten la construcción de alternativas de democracia, desde las bases, es una tarea ciudadana. Es ahí donde hemos de situar parte de nuestro quehacer en estos inciertos tiempos, cuando una pandemia llegó para quedarse por mucho más tiempo del que supusimos a comienzos de marzo.

En el reciente estudio del PNUD sobre el estado de la democracia —realizado mediante una encuesta implementada a inicios de año y presentado a finales de junio—, los consultores concluyen que la gravedad del deterioro político hondureño es de tal envergadura, que no se ve cómo se resolverá porque, además del colapso institucional y de la corrupción, la gente, incluso la que podría tener capacidad de incidir, se siente excluida de todos los espacios donde se toman las decisiones.

El estudio advierte que, en los hechos, nos encontramos ante cuatro hipotéticos escenarios: el primero, el de una necesaria transformación, pero que es negada o bloqueada por los actores políticos responsables de las principales decisiones desde el poder del Estado.

Un segundo escenario, el de una reforma parcial o progresiva, aunque bajo la égida de quienes sostienen el actual estado de cosas, permitiría cambios parciales o reformas que, al menos, dejarían algunas puertas abiertas para impedir el atasco de los procesos que podrían facilitar una apertura política democrática. El tercer escenario, el más optimista, pero sin un sustento de posibilidad, sería el de la transformación incluyente.

El cuarto escenario sería el único que claramente apunta a un cambio, pero orientado hacia un mayor autoritarismo. La tendencia que se advierte tras el Coronavirus, es el cruce articulado entre el primer escenario de transformación negada o bloqueada, y el último en el que predomina el cambio autoritario.

La situación es tan aguda, que incluso un destacado miembro de una ONG que se presenta a sí misma como representante de la sociedad civil, pero que goza de la venia oficial, ante los resultados del estudio del PNUD afirmó taxativamente que “la capacidad de hacer cambios democráticos en Honduras es cada vez más estrecha”.

Qué dice la gente

Este marco coincide con la sensación que producen los datos del último sondeo de opinión pública que el ERIC socializó en la primera quincena de julio. La sociedad no advierte caminos nuevos y provechosos para la vida de la gente, al menos en el corto y mediano plazo. En esta décima edición, la población consultada ratificó su desconfianza en todos los tomadores de decisión y, en general, en todas las instituciones del Estado. La desconfianza sobrepasa el 80 por ciento en el caso de los partidos políticos, el Congreso Nacional, el Gobierno Central, las instancias responsables del proceso electoral y la institucionalidad de justicia.

La sociedad hondureña, en sintonía con los resultados de la última encuesta del PNUD, sin ver claramente una salida a la crisis de gobernabilidad, sigue prefiriendo la democracia, aunque no se casa con ella. El 45.5 por ciento prefiere la democracia como proyecto político, pero el 40 por ciento estaría dispuesto a aceptar cualquier otro proyecto político que no sea el democrático, si este le garantiza empleo, seguridad, salud y un uso transparente de los recursos públicos, lo que equivale a controlar eficazmente la corrupción.

Si se unieran las tendencias identificadas en estos dos estudios, coincidirían en una población que percibe que en la democracia le ha ido muy mal, y que no encuentra salida con el actual gobierno. En esta circunstancia prefiere, sin dudarlo, un cambio de gobierno, aunque el que lo reemplace fuese aún más autoritario, siempre y cuando resuelva sus demandas postergadas.

Es evidente que, en diez años consecutivos de sondeos de opinión pública, y con percepciones muy similares en todas sus ediciones, queda muy establecido que los tomadores de decisión en los más altos cargos de responsabilidad institucional, no escuchan y no están dispuestos a escuchar a la sociedad. La escucha es entre sus propios y más cercanos círculos, en lógica de autoprotección, adulación y sectarismo.

En lugar de servidores públicos, en todos los años transcurridos desde 2010 —cuando inició este ejercicio de consulta pública—, lo que se ha configurado en la institucionalidad del Estado es una logia que se ha especializado en protegerse de los demás, para la que toda opinión crítica es una amenaza y, por tanto, hay que acallar.

Por un escenario de transición

Al no advertir un escenario ideal, ni siquiera deseado, surge la oportunidad de contribuir a la construcción de un escenario de transición, en el que se conjuguen varios factores esenciales. Por una parte, es obligación ética que en el corto plazo se junten las voces más acreditadas para proponer una respuesta institucional a la debacle sanitaria, siguiendo primordialmente el criterio de salud por encima de los criterios económicos y políticos. Detener el contagio y reducir el número de muertes deben ser prioridades en este escenario de transición.

Una segunda respuesta institucional –sin duda prioritaria–, debe atender al enorme reto que representa el hambre que ya se manifiesta en la precaria situación de miles de familias, y es previsible que siga aumentando en la misma medida que se reducen sus ingresos y oportunidades de empleo. Que la conducta de los hambrientos haya dado hasta hoy muestras sorprendentes de pasividad y paciencia, no significa que al apretar el hambre este factor no pueda convertirse en un nuevo generador de inestabilidad política y convulsión social.

Una condición para asumir las tareas de corto plazo, es situarse en un estado de Debate y Búsqueda según el desarrollo de los acontecimientos y sus correspondientes escenarios. Es imprescindible promover encuentros entre diversos actores sociales y políticos, para definir líneas estratégicas de acción que permitan superar la trampa del corto plazo y la sordera del gobierno actual con su fuerte carga de autoritarismo.

Esto supone encarar colectivamente temas clave para la sociedad hondureña como la corrupción y la impunidad, la ilegalidad del régimen político y las profundas reformas que exige el proceso electoral para ser legítimo y creíble. Animar un debate que conlleve a asumir el consenso de que la continuidad de Juan Orlando Hernández y su equipo significan agravar mucho más la situación, incluso en el más corto plazo, por lo que esta sería una condición para salir del estancamiento en que se encuentra el país.

Llamamientos humanos, políticos e institucionales

  1. Un llamado a romper con las soluciones focalizadas en el corto plazo. Es cierto que atender a las personas enfermas y responder a la demanda de alimentos son la prioridad del momento, pero no por eso la preocupación social debe estancarse en ese punto. Se debe mantener el dedo en la llaga de la corrupción y su impunidad, para encontrar soluciones de largo alcance ante estos flagelos, interrumpiendo su reproducción continua en la institucionalidad del Estado.

Dejar que el desamparo social, la corrupción y la impunidad sigan determinando los hechos –como sucede actualmente–, es dejar el campo abierto para que se ensanche, con más fuerza, el proyecto autoritario que se viene consolidando a lo largo de este siglo, pero que se aceleró tras el golpe de Estado de junio de 2009.

  1. Un llamado a mantener el equilibrio entre la “virtualidad” y la “presencialidad”. La tendencia del sistema impuesto por el capital es a confinarnos, para que sea el miedo el sentimiento que domine a la sociedad y la incapacite para que sus malestares y su repudio se canalicen en presiones sociales públicas. El peligro es acostumbrarnos a nuevos encierros, sin siquiera caer en la cuenta de que venimos de prolongados encierros a lo largo de muchos años.

Hoy estamos ante los encierros de la tecnología y de la sospecha en las relaciones humanas, por miedo a contaminarnos. Condicionar a los sectores sociales medios y académicos a estar a gusto con la virtualidad y a desconfiar de todo lo que puede amenazar “mi” espacio de encierro personal y familiar, es una tendencia que conviene contrarrestar con propuestas creativas y novedosas, para recuperar nuestra “presencialidad” en acciones públicas y territoriales.

  1. Un llamado a reflexionar sobre la diferencia entre “normalidad dominante” y “normalidad subversiva”. La normalidad dominante es la que se define y regula desde los intereses del capital y el poder político. La normalidad dominante va de la mano con la norma impuesta por quienes controlan la economía, la institucionalidad oficial y las decisiones desde la fuerza y el miedo. Vivir y aceptar esta normalidad vuelve “normales” a los seres humanos que convivimos en un territorio, y los hace sentir “aceptados” por la colectividad.

En esta normalidad, se vuelven “anormales” quienes no aceptan las reglas dominantes y no encajan en ellas, incluso por sus características físicas particulares. Es anormal tanto el “cieguito”, el “enfermito”, el “loquito”, la “viejita”, el “negrito” y el “pobrecito”, como quienes protestan contra los despidos masivos injustificables, o quienes se oponen a la explotación indiscriminada del agua o la minería y quienes exigen respeto por los derechos humanos y ambientales. Los primeros “anormales” son aceptados mientras no reclamen, y son percibidos, desde una relación de superioridad, a partir de la lástima que los “normales dominantes” sienten de ellos, llegando a ser sujetos de la limosna y la caridad pública.

Pero los segundos “anormales” estorban, molestan; por eso son estigmatizados como revoltosos, subversivos, desadaptados sociales, contrarios al desarrollo. Así como el primer grupo de “anormales” es aceptado desde la marginalidad de su condición social, el segundo grupo es rechazado por una normalidad dominante que busca su eliminación. Lo que previsiblemente se avecina es una confrontación entre esa normalidad basada en la norma impuesta, condicionada por el modelo productor de desigualdades y la lógica del “sálvese quien pueda”, y la “normalidad subversiva”, que se construye desde la solidaridad, la lucha por el “decrecimiento” tecnológico, desde la lógica del “salvarnos en racimo”, como lo dijo el mártir jesuita salvadoreño, Rutilio Grande.

  1. Un llamado a apostar por el camino que conduzca y fortalezca la normalidad “subversiva”, que no es sino el llamado a la comunidad como propuesta alternativa ante el individualismo y la lógica del “sálvese quien pueda”. Es un llamado que ya han comenzado a promover comunidades del valle del Aguán y del valle de Sula, de la zona atlántica y del occidente del país, a partir de la necesidad de promover una producción autogestionaria para hacer frente a la realidad del hambre que se advierte para los próximos meses.

Todo comienza con la búsqueda de respuestas inmediatas para asistir a familias y comunidades que no han podido realizar sus cultivos en estos tiempos de pandemia, y avanzan hacia la producción a partir de cultivos con semillas criollas que han logrado conservar comunidades agrarias e indígenas. Y quieren seguir avanzando hacia propuestas de mediano y largo plazo, basadas en la soberanía alimentaria y la autogestión que integra el cultivo de la tierra con la producción artesanal de la micro, pequeña y mediana empresa. Todo esto en la lógica de “salvarnos en racimo”. “Vamos a la milpa”, entendida no como cultivo de subsistencia, sino como una propuesta para recuperar el amor por la tierra, por la comunidad y la autogestión solidaria.

Entonces, en el campo y la ciudad, estas comunidades han iniciado una propuesta que debe comprenderse como: sembremos la milpa, defendamos la milpa, compartamos la milpa, solidaricémonos con la milpa, desde la comunidad definida como el camino.