Gustavo Zelaya

La defensa de la educación y del Estado laico debe poner en su lugar los intentos de grupos del poder por mostrar sus normas como si fueran las únicas; esclarecer la importancia de separar la ciencia de la religión y la función pública de las jerarquías eclesiásticas; mostrar que la formación humana no se limita a la producción de conocimientos, sino a la construcción de una vida digna y sin exclusiones.
Una rápida lectura de algunos artículos de tres constituciones políticas[1] sirve para reconocer que, a pesar de las distancias históricas, han mantenido aspectos compartidos y muy propios de lo que puede llamarse condición laica del Estado hondureño. Son contenidos representativos de las ideas ilustradas y liberales que formalmente impactan nuestra historia y que, a pesar de las aparentes diferencias políticas entre los que han gobernado a partir del siglo XX, han estado de acuerdo en mantener tales contenidos en los textos constitucionales.
Pero al preguntarnos si en Honduras el Estado es realmente laico, tal como lo dicen los textos constitucionales, o si sus representantes defienden, promueven y desarrollan tal condición, aparecen complicaciones para cualquier respuesta afirmativa.
Los momentos clave del Estado laico
En la historia nacional existen dos momentos esenciales que ayudaron a delinear la condición del Estado laico. El primero arranca con el proceso independentista impulsado por funcionarios, comerciantes, terratenientes, ciertos intelectuales criollos y la fugaz instauración de la federación centroamericana.
Actores principales en este evento fueron los grupos ilustrados formados a la sombra de la Universidad de San Carlos de Guatemala, algunos de ellos firmantes y redactores del Acta de Independencia. El 15 de septiembre de 1821 es la fecha que representa la primera etapa de progreso político significativo en el país, que se extendió hasta 1839. Una figura importante de esa coyuntura fue el autodidacta Francisco Morazán, que promovió el establecimiento de un Estado laico, desde el cual se impulsaría un sistema educativo público forjador de conocimientos alejados de las concepciones religiosas, dejando en los individuos las decisiones acerca de sus creencias.
El otro momento inicia en 1876 con el gobierno de la Reforma Liberal presidido por Marco Aurelio Soto y su ministro Ramón Rosa. Se trataba de establecer un sistema económico que necesitaba ferrocarriles, industria, destrezas técnicas, ciencias aplicadas y poca teología. Intentaron modernizar la sociedad y la educación para generar la formación del “sentimiento nacional” y de trabajadores calificados para el taller industrial.
Así, sostuvieron que la educación laica, gratuita y obligatoria era necesaria para darle solidez al Estado y formar individuos con conocimientos prácticos y útiles. El sentido laico podía verse en la Constitución de 1880, que planteaba una educación independiente de las religiones, poniendo en el individuo la potestad de profesar cualquier culto, y liberando al Estado de compromisos sobre el sostenimiento de las iglesias.
En esa etapa, la libertad de creencias se consolida como un derecho importante de la misma categoría que la libertad individual; tales elementos democráticos tendría que garantizarlos el Estado, sin privilegios y en condiciones de igualdad. Ello obligaba a los poderes públicos a no imponer ideas ni credos religiosos; y en el plano de las libertades individuales, establecer una serie de prácticas que hicieran posible el acceso a una educación que promoviera la conciencia democrática, respetuosa de las libertades y de las creencias.
Así, los reformadores eliminaron los estudios teológicos de los programas de la Universidad Central para potenciar el conocimiento científico y sus aplicaciones. En teoría, sería cierta la universalización de la educación, pero complicada de realizar debido a la insuficiencia material del Estado para mantener un sistema educativo público y obligatorio.
El Estado que se estaba forjando en 1876 proponía defender y fomentar la igualdad, la práctica de la libertad religiosa y la educación laica, como fundamentos de la sociedad en la que todos los ciudadanos, creyentes o no, conviven con respeto y tolerancia. Incluyeron regulaciones jurídicas sobre las iglesias y garantizaron el monopolio estatal sobre el control de las libertades. Pero el mismo Estado estaba siendo dirigido por personajes que no fueron escogidos por medio de procesos democráticos. Eso se convirtió en una tendencia de los políticos nacionales: declararse demócratas y actuar de forma opuesta a tal reivindicación.
Educación liberal y Estado neoconfesional
Una de las intenciones de la Reforma Liberal era romper el control de la Iglesia sobre la educación y, desde la institucionalidad política estatal, organizar el sistema educativo, establecer métodos de enseñanza, administrar los centros educativos, seleccionar docentes y difundir un determinado cuerpo de valores. Por ello se pensó que el poder político tendría que regular la educación y volverla laica, obligatoria y pública.
En la actualidad —debido a la permisividad de los políticos—, ese carácter de la educación se ha desacreditado, sobre todo por el papel otorgado a las autoridades religiosas convertidas en garantes de las instituciones, de la política pública y en acabados modelos de conducta social, al grado que muchos de los eventos del gobierno central y los municipales se inauguran con oraciones que exaltan al absoluto de una denominación, y se pide que los gobernantes sean iluminados y dirigidos por tal entidad.
Parece que las amenazas contra el supuesto Estado laico no solo se relacionan con el comportamiento de los representantes y funcionarios del gobierno, con la presencia de jerarcas religiosos en cuestiones de dirección de los asuntos estatales, con la intención de formalizar la lectura de la Biblia en la escuela pública, con forjar ideas y conciencias estandarizadas, o la insistente oración en actos civiles que concentran a personas de diversas creencias.
En especial, debido a conveniencias y manipulaciones de los grupos del poder, se pretende establecer algo parecido a un Estado neoconfesional y un sistema de simulación alrededor de la necesidad de una religión para fomentar “buenas costumbres” y normas de convivencia en la comunidad hondureña, obviando otras denominaciones.
Falsa conciencia en el discurso oficial
El interés por introducir ideas religiosas en el discurso oficial debe debatirse sin evadir aspectos coyunturales e históricos de la sociedad nacional. Algunos se vinculan con problemas provocados por el desempleo, el analfabetismo, la incultura y el atraso material, la crisis económica y el afán desmedido de los grupos en el poder por aumentar sus ganancias. Influye también la ruptura entre la aparente legalidad del sistema de justicia y su legitimidad.
Tal quiebre puede verse en el decidido apoyo de la Corte Suprema al golpe de Estado, en la creciente impunidad, la corrupción, la ineptitud de las fuerzas de seguridad en el combate a la delincuencia, la probable infiltración del crimen organizado en todo el sistema (jueces, policía, fiscalía, políticos), la continua formación de “comisiones interventoras” oficiales para investigar casos concretos y resolver muy pocos, y el sentimiento generalizado por la desigualdad y la injusticia en el trato a las personas.
Además, puede decirse que el incremento de las ganancias —o al menos de una ganancia aceptable dentro de la crisis—, para la mayoría de las empresas nacionales y transnacionales que operan en el país, no se debe al aumento de su producción, a la calidad de sus productos, al fomento del consumo o al extensivo uso de las tarjetas de crédito, sino a especulaciones financieras, a la corrupción derivada de los contratos con el Estado, los préstamos bancarios orientados sobre todo al comercio y al consumo; todo ello revestido de un ropaje legal que parece oponerse a la legitimidad y a ciertas convenciones morales, cuando buena parte de la población está en condiciones precarias y el dinero que obtiene apenas alcanza para comer, con escasas posibilidades de realizar los anhelos de justicia, equidad y democracia. Es posible que esta circunstancia haya servido de justificación para hacer creer que, debilitando la posición laica, con biblia en mano y convenientes oraciones públicas, se puede superar la crisis nacional.
¿Qué es la condición laica del Estado?
En principio y como parte de la opinión general, se considera que la condición laica es propia de algunos Estados y de instituciones que existen y participan en la vida pública independientes de la influencia de la religión y de la Iglesia; esto incluye la idea del mutuo respeto y la autonomía de esas entidades sin rechazar la religión.
La condición laica se refiere también a la autonomía del Estado de regir por sí solo la organización jurídica, fiscal, militar y política de la sociedad. Contiene la no confesionalidad, que obliga al Estado a no interferir en las diferentes religiones y a la existencia de diversas ideas contrarias a las concepciones religiosas acerca de la sociedad, la persona humana y la naturaleza.
Un momento esencial en el desarrollo de la situación laica es la convicción en el poder de la razón para superar los sueños religiosos y emancipar la conciencia. Tal asunto está incluido en algunas constituciones, propugnando la supuesta neutralidad del Estado respecto de la religión; es una de las bases de la sociedad moderna y de la cultura identificada con formas de pensamiento que miraban a la religión como generadora de supersticiones útiles como forma de dominación.
Se descubre también en religiosos cristianos como Guillermo de Ockham (siglo XII) y Nicolás de Cusa (siglo XV), que estudiaban la naturaleza desde sus elementos más simples, separando la ciencia de la teología; en la ciencia moderna originada en Copérnico y Galileo; en gran parte de la filosofía que nace a partir del siglo XV y en las ideas de la Ilustración europea de los siglos XVII y XVIII. En tal sentido, se pretendía que el pensamiento no se subordinara a las verdades reveladas y enfrentara los dogmas que alienan la conciencia.
La educación laica como alternativa
Se creyó que una forma de superar la influencia de la religión se lograría con la educación laica dirigida al conjunto de la población, a pesar del amplio espectro de creencias existentes. Su objetivo no sería contrario a los valores religiosos, ni sus postulados serían agnósticos o ateos, sino que se mantendrían al margen de este tipo de debates; se enfocaría en transmitir conocimientos y principios morales sin connotaciones ni interpretaciones religiosas.
Sin embargo, los cambios sociales experimentados por la humanidad revelan que la racionalidad no solo está constreñida a la técnica y a la ciencia; también existen espacios inseparables de la razón, llenos de símbolos propios de los sentimientos y los vínculos entre personas, como es el caso de la religiosidad, los afectos, los disgustos y las creencias propias de las culturas de los pueblos. Junto con la mítica y otras formas de vincularse con la naturaleza y los seres humanos, la ciencia y las religiones son parte de la cultura universal.
A esa diversidad de concepciones se le ha intentado imponer una especie de regla general proveniente de la Ilustración, que propone que todos los seres humanos tenemos la capacidad de guiarnos racionalmente y relacionarnos por medio de valores más o menos compartidos, como el respeto a la dignidad humana, a la ley, la igualdad, la necesidad de la verdad, de la libertad y la idea de justicia.
Además de lo anterior —que en algún modo oculta diferentes formas de entender esos valores—, también se trata de afirmar lo individual en todas las esferas sociales, políticas, religiosas, étnicas, sexuales, psicológicas, el derecho a la libre elección y su reconocimiento por toda la sociedad.
El Estado laico y sus valores
Esos son algunos de los valores de la convivencia social y política que, junto a la equidad, pueden contribuir a fortalecer la sociedad y fundamentarla en la dignidad humana como el núcleo de cualquier ordenamiento social, y no como inamovible entidad universal.
Es importante sostener que, en un Estado laico, los valores que lo apuntalan no pueden existir como exigencias formales incluidas en códigos jurídicos, sino que deben construirse a partir de y en función de hombres y mujeres que, de múltiples formas, establecen complejas relaciones entre sí y con la totalidad que los contiene. Si en alguna circunstancia esos valores aparecen dentro de las normativas legales, se convertirán en objetos absolutos, rígidos, impuestos y alejados de cualquier discusión pública.
El término laico necesita de expresiones jurídicas que determinen que las instituciones públicas no se identifiquen con creencias ni con ideologías. Tal asunto está incorporado en gran parte de las constituciones políticas, propugnando la supuesta neutralidad del Estado respecto de la religión; es uno de los fundamentos de la sociedad moderna y occidental.
En gran parte de la historia, Iglesia y Estado parecían integrados y la política estaba cimentada en la verdad revelada, en la iluminación divina y en la sagrada escritura. Con las concepciones modernas se desarrolló la idea del Estado como la totalidad de la existencia de los ciudadanos reconocidos por la ley, sin considerar que hay otros momentos de la vida humana que van más allá de la actividad política, como las emociones y los ideales utópicos políticos o religiosos, al estilo de la esperanza y del buen vivir como finalidades sociales.
Los desafíos del Estado laico hoy
Las maneras de los jerarcas de las iglesias para involucrarse en actividades públicas —poco ligadas a su accionar espiritual o tan lejos de dios—, pueden verse cuando reciben fondos del gobierno destinados a la seguridad y al combate de la criminalidad, pues son partidas oficiales originadas en la secreta Tasa de Seguridad.
La presión mediática, el interés político, el afán protagónico y supuestos universalismos teológicos, parecen determinaciones que los hacen emitir opiniones vinculantes sobre asuntos de derechos de mujeres; tienen poder en el sistema educativo, el gobierno las subvenciona y transfiere propiedades para fines privados y, en especial, participan decisivamente en elaborar políticas públicas y criterios básicos para nombrar magistrados. Eso no es más que parte de la incultura política, casi sustancial al quehacer público nacional.
Sin embargo, el Estado hondureño mantiene en sus reglas el carácter laico de la política, de la educación pública, de todas sus funciones consideradas en sus aspectos abstractos, formales, con poca expresión práctica. Ese laicismo formal adquiere más fragilidad con la intrusión de autoridades religiosas en la vida política, insistiendo en que las creencias y el sistema de valores que ellos defienden deben ser los de toda la sociedad, aunque muchas personas no los compartan.
Tal participación es a solicitud de los políticos. Eso se ha vuelto muy normal: los políticos piden con gran fervor la mediación de las iglesias en asuntos civiles, y hacen del jerarca religioso el mediador por excelencia de algunas actividades públicas. Ello pone en peligro la noción y la práctica del laicismo, se pone en riesgo la convivencia de personas portadoras de distintas creencias; se debilita la idea de la igualdad formal, cuando pastores y obispos son catalogados como seres de más categoría para tratar asuntos morales, sobre corrupción, el aborto, la compra de medicamentos, temas científicos o para la conducción de algunas instituciones civiles.
Incluso se ha legislado para la práctica de lecturas bíblicas en la escuela pública, con la intención de fortalecer valores espirituales y promover la convivencia. Parece que de manera consciente confunden religión con espiritualidad, y hacen creer que los valores espirituales son sinónimo de valores cristianos.
El lugar de la educación laica
Dicho de otro modo: las máximas autoridades políticas alteran libertades fundamentales como la libertad de conciencia, hacen a un lado el papel principal de la educación pública como el lugar donde se revisan las creencias y se enseñan valores generales para la convivencia.
Tal educación laica es la que puede contribuir a superar conflictos religiosos y fortalecer prácticas de respeto, equidad y tolerancia entre todos. No se trata, pues, de generar rechazos a las creencias y sistemas religiosos, sino de construir espacios de convivencia entre creyentes y no creyentes, manteniendo la autonomía estatal respecto de la religión.
La constante manipulación de elementos religiosos cristianos por parte de gobernantes y funcionarios públicos ha dado lugar a que, desde el poder que ostentan, no se garantice la libertad religiosa como un asunto estrictamente personal.
Intolerancia y exclusión
Algunas prácticas de funcionarios públicos se han convertido en agresiones hacia otras creencias, y esto muestra que tal vez no sea suficiente la separación de la Iglesia respecto del Estado, cuando vemos procesos republicanos, sucesión de gobiernos, golpes de Estado, donde los políticos tradicionales se esmeran en llamar a los religiosos para que les enseñen cómo actuar en la vida pública.
Y del lado de los religiosos tampoco hay señales de dignidad para rechazar interesados halagos. Es tan manifiesta la actuación política de algunos jerarcas religiosos, que llegaron a pronunciarse claramente a favor del golpe de Estado de junio de 2009, mientras que en el presente respaldan decididamente a un gobernante que declaró en público ser partícipe del asalto al Instituto Hondureño de Seguridad Social.
Y así hay temas como la contracepción voluntaria, el aborto en todas sus variantes, la forma de la familia, los sistemas morales, los valores sociales, la elección de magistrados, en los que ciertos representantes religiosos pretenden ser voz autorizada y reserva moral de la sociedad, mientras reciben fondos públicos y privilegios que atentan contra las ideas de igualdad para personas con o sin credo religioso.
Parece que los grupos gobernantes y sus aliados religiosos intentan regresar a interpretaciones feudales donde el no creyente —en sentido estricto, el laico—, el no formado bajo la tutela religiosa, necesita con urgencia la luz divina para salir de la oscuridad y transitar hacia la verdad absoluta. Esto demuestra que en el ámbito del poder político-religioso-militar-económico hondureño hay una noción de la moral como instrumento reservado para ocasiones, conveniente y útil para los grupos gobernantes, cuando ese mismo poder tendría que potenciar prácticas democráticas que superen la influencia de las iglesias y hagan efectivas las normas constitucionales, como el respeto a las distintas creencias.
Humanizar la práctica política
Lo anterior es minúscula prueba de cómo decae la práctica de los políticos y de la necesidad de hacer realidad la política verdadera, que no es más que la que hace efectiva la mejora de las condiciones de vida de los desprotegidos, propiciando condiciones para reducir la desigualdad con menos desempleo y mejoras en los sistemas de salud y educación pública. Esa política que vale la pena repensar para democratizar la sociedad, respetar la naturaleza, garantizar alimentos, reducir la criminalidad, combatir la violencia contra las mujeres, frenar los crímenes de odio y, sobre todo, el incondicional respeto a la vida humana y a todas las creencias.
Estos momentos de desarrollo son impensables de lograr en las condiciones actuales, cuando gobiernan grupos ávidos de mayores riquezas materiales, que tienen como regla de vida la corrupción, el saqueo de los fondos públicos y la impunidad. A pesar del atraso y el lentísimo ritmo de las luchas sociales, hay posibilidad de edificar una sociedad más justa, laica y solidaria a partir de nuevos convenios sociales, que plasmen la justicia como norma y, como contenido esencial, la dignidad y el respeto a la vida de los seres humanos. Cuestiones que aparecen en la Constitución vigente, pero que no pasan de ser exclamaciones que no se traducen de forma material.
Todo lo anterior plantea algunas dificultades: ¿cómo mantener el carácter laico en la enseñanza? ¿Qué tipo de códigos pueden elaborarse para garantizar ese carácter, cuando vemos actos civiles en los que la agenda inicia con oraciones?
Modelos educativos y laicismo
Pareciera que al referirnos a los términos laico y laicidad solo los relacionamos con creencias religiosas, con la necesidad de separar el poder político y la educación pública de la influencia de los sistemas religiosos.
Sin embargo, hay tendencias sociales que convierten ciertas nociones en objetos de culto, al estilo de nuevas deidades; por ejemplo, nos ponen como esencias absolutas la existencia de las leyes del mercado, del consumo y otras categorías propias de la administración y la gerencia de negocios, que deben ser divinizadas e incrustadas en la conciencia como si fueran dioses del actual milenio.
Me refiero también a un fenómeno que ocurre en la educación. Parecen otras creencias, otro lenguaje teológico, nuevos ídolos promovidos por medio del Estado, donde sus cultores se muestran como sacerdotes de una religión que debe ser aceptada y venerada por sus cualidades mágicas, con propuestas perfectas que no pueden rebatirse, capaces de generar cambios mentales y desarrollo material.
Así, los retos de quien aspire a defender y promover el laicismo no solo se vinculan a la religión tradicional o al modo en que se han entendido palabras como laico y laicismo; también hay otras formas cubiertas de corrección conceptual que parecen tecnológicas, innovadoras, originadas en la cadena de producción y trasladadas mecánicamente a los espacios de la educación pública; todo un ritual fundamentado en la administración y en la tecnología de la comunicación.
La complicada y violenta situación en que se desenvuelve la existencia de las personas que habitamos en el “triángulo norte” de Centroamérica parece alejarnos de discusiones sobre categorías propias de las humanidades; por ejemplo, la educación, la tolerancia, el laicismo, la dignidad humana y similares. Se espera que los espacios académicos fomenten este tipo de debates. Y, claro, desde esta instancia del Estado laico se divulgan las indiscutibles novedades de los tiempos, extraídas del taller industrial, de las instituciones financieras y de las juntas de administración, que presentan la eficacia, el valor agregado, los productos, insumos, visión, misión, gestión, competencias básicas, pertinencia, calidad total y marketing, como esencias objetivas y absolutas del trabajo académico.
Es conocido que la educación por competencias y la gestión de calidad total tienen su origen en la empresa privada, sobre todo en la cadena de producción al estilo de la industria automotriz, y que los proyectos de reformas educativas son impulsados por el Banco Mundial y otros organismos financieros internacionales. Se trata de incrementar el rendimiento de las personas, volverlas emprendedoras, que la sociedad sea más productiva y el proceso de producción sea simple y automatizado.
Para estos propósitos no es tan importante el conocimiento científico ni eso que se denomina ciencia pura, mucho menos la filosofía, ya que todos los participantes del proceso solo necesitan dominar una técnica y son reemplazables como cualquier pieza de un mecanismo. Se trata de capacitar personas en alguna especialidad, en vez de lograr niveles de comprensión y elaborar reflexiones críticas acerca de la realidad. El mercado espera profesionales operativos y entrenados en la resolución de problemas, sin mayor capacidad cuestionadora.
En el modelo por competencias —si se tratara de discutir temas sobre continuidad y discontinuidad en la historia—, lo que va a interesar es la capacidad de preparar una presentación con el uso de medios tecnológicos y evaluar la forma de comunicar por medio de ejemplos prácticos. Aquí se incluye el aspecto externo del individuo, sin importar los contenidos de los temas. Eso será lo esencial y no tendrá sentido ningún dominio teórico. Se usarán expresiones como colaborador, facilitador, competitividad y emprendedurismo, del todo distintos al lenguaje humanista que hablaba de la libertad, la autonomía individual o de la convivencia.
¿Se fomenta el canibalismo?
Se ha diseñado un sistema educativo que prepara personas para competir contra otras en espacios laborales donde todo tiene precio y es objeto de compraventa. Los graduados son vistos como productos que reciben insumos en el aula y son componentes de una cadena de producción, donde lo prioritario es obtener éxito material, sin importar a costa de qué se alcance el supuesto prestigio individual. Incluso, hay espacios académicos con secciones de servicio al cliente como parte del traslado mecánico del lenguaje de las empresas a las condiciones de los centros de enseñanza. De ese modo, la educación se ha convertido en un gran mecanismo al servicio del sistema económico.
En estrecha ligazón con lo anterior, hay otro aspecto sustancial y es que, en los hechos, las discusiones teóricas sobre axiología y ética parecen marginales, casi un estorbo en los planes de estudio. Y, por supuesto, debido a los asuntos propios de la imagen pública, se dice que es un elemento fundamental en la academia. Hay experiencias que muestran que la formación ética y el tema de las normas morales son considerados como una traba curricular, y que solo pueden ser discutidos desde el punto de vista religioso, que impone códigos particulares de comportamiento y buenas costumbres, sin cuestionar normas vigentes.
Así, ¿existe posibilidad de reivindicar la ética, la formación laica y la política como formas de relación humana? ¿Será importante mostrar que con la ciencia y el conocimiento popular pueden enfrentarse las amenazas contra la condición laica? En tiempos violentos, ¿tendrá sentido discutir acerca del laicismo?
Domesticación y emancipación de la conciencia
Las limitaciones de lo que comúnmente se denomina ciencia pueden verse en que el método no ha sido suficiente para estudiar algo tan básico como las posibilidades de edificar vidas dignas sin necesidad de imposiciones. La forma moderna de la ciencia tiende más bien a la especialización y a la fragmentación de la realidad, cuestión totalmente ajena a la convivencia entre personas y a la necesidad de disfrutar de la felicidad. La ciencia que se cultiva en nuestras universidades solamente podrá generar personas atentas al horario, plegadas a los códigos, reglamentadas y capacitadas en la descripción de las cosas.
En definitiva, es indispensable mostrar las relaciones que hay entre la ciencia y sus consecuencias éticas, y tener presente que no es suficiente discutir sobre el laicismo para creer que estamos a tono con los tiempos, ni afirmar que la crítica es el instrumento en el debate cuando todo puede tomar forma de simulación.
Parece, pues, que se trata de domesticar en vez de formar en el conocimiento crítico y en la alegría del pensamiento libre, mencionado por Bertrand Russell en sus Principios de Reconstrucción Social (1975):
“La alegría de la aventura intelectual es más común en los jóvenes que en los hombres y mujeres maduros… El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructor y terrible; el pensamiento es inclemente con los privilegios, las instituciones establecidas y los hábitos cómodos; el pensamiento es anárquico y sin ley, indiferente a la autoridad y despreocupado de la bien probada sabiduría de la edad… Pero si el pensamiento ha de ser posesión de muchos, no privilegio de unos pocos, hemos de acabar con el temor. Es el temor el que hace retroceder a los hombres: el temor a que sus queridas creencias resulten erróneas; el temor a que las instituciones por las que viven resulten perjudiciales, el temor a que ellos mismos sean menos dignos de respeto de lo que se imaginan… ¿Debe pensar libremente el trabajador acerca de la propiedad? Entonces ¿qué será de nosotros los ricos? ¿Deben pensar libremente los jóvenes en las cuestiones sexuales? Entonces ¿qué será de la moralidad? ¿Han de pensar los soldados libremente acerca de la guerra? Entonces ¿qué será de la disciplina militar? ¡Fuera el pensamiento! Regresaremos a las sombras del prejuicio para que la propiedad, la moral y la guerra no resulten comprometidas. Es preferible que los hombres sean estúpidos, perezosos y opresivos a que su pensamiento sea libre, pues si su pensamiento fuese libre no pensarían como piensan. Y a toda costa debe impedirse este desastre. Así argumentan los adversarios del pensamiento en la inconsciente profundidad de sus almas. Y así obran en sus iglesias, en sus escuelas y en sus universidades”.
El Estado y la identidad nacional
Desde el punto de vista de los grupos políticos y económicos en el poder, el Estado es factor necesario de la identidad nacional, sobre todo si está impregnada de elementos religiosos provenientes de una creencia en particular. Suponer que el Estado, como depositario de la identidad, encarna la idea de una identidad homogénea y compacta, significa que dentro de los marcos de la sociedad nacional sólo serán aceptados los que admitan las razones impuestas desde el poder. Los demás se convierten en material desechable, ya que no se consideran las desigualdades individuales. Así es la visión de los que conducen muchos países, en oposición a uno de los supuestos fundamentales del pensamiento político moderno: la existencia del pluralismo ideológico.
Sin embargo, a la par de sospechosas identidades nacionales, únicas, absolutas, emergen otras en contra de versiones oficiales y hegemónicas; son formas periféricas, regionales, a veces en ascenso, en otras ocasiones invisibles, negadas, rechazadas, pero impulsadas por dinámicas sociales y económicas como la precarización del trabajo, la lucha por la defensa de los territorios y la globalización; van formándose alrededor de la participación ciudadana, de la discusión acerca del concepto de género, de las etnias, de las poblaciones negras, de las personas excluidas que solo son consideradas como objetos de estudio para especialistas, oportunidad mercantil para empresarios y asunto interesante para el turismo y los museos.
Si la identidad fuera un espacio efectivo, real, pleno de diversidad y diferencias, donde se proponen alternativas desde los intereses particulares independientemente del Estado, desde ese sistema de contradicciones puede desarrollarse otros contenidos para formas conceptuales como la libertad, la justicia, el respeto y la calidad de vida. Proponer también reivindicaciones como la lucha contra la supremacía patriarcal, la militarización de la sociedad, la protección de la naturaleza, contra la explotación de los cuerpos, la violación de los derechos humanos, la criminalización de las luchas sociales y la lucha contra el racismo y otras fuentes de marginalidad de las personas que no solo quieren vivir, sino vivir con sentido humano.
Los nuevos momentos identitarios, promovidos por los movimientos sociales, podrán fundamentarse en una educación que supere la formalidad de los sistemas oficiales —ahora llenos del lenguaje de la fábrica y de la informática—, que forje mejor conciencia acerca de la necesidad de la economía solidaria y la memoria histórica, con nuevas comprensiones de la diversidad humana, de la condición laica y la defensa de la naturaleza; que considere que las sociedades se han convertido en lugares inadecuados para la mayoría, y que aseguren la reparación de los daños provocados a la cultura y a las personas, que reconduzcan los procesos sociales y desmantelen la capacidad destructiva de los sistemas sociales, que imponen visiones únicas del mundo que posibilitan la producción y reproducción de formas de dominio sobre la especie humana.
Frente a la complejidad social se puede edificar formas de pensamiento que tomen en cuenta las continuidades producidas por el trabajo humano en toda su diversidad; que intenten reflexionar y superar los aspectos negativos de la racionalidad dominante, que pone en altares la eficacia y la competencia y que rechaza cualquier otra opción; esa racionalidad del mercado es la que pone en peligro la reproducción de toda la existencia. En nuestros países conocemos muy bien la forma dramática y demencial de los rechazos de la razón dominante que, en la práctica, se expresa como marginalidad social, muerte y represión.
La defensa de la educación y del Estado laico debe poner en su lugar los intentos de grupos del poder por mostrar sus normas como si fueran las únicas; esclarecer la importancia de separar la ciencia de la religión y la función pública de las jerarquías eclesiásticas; mostrar, pues, que uno de los objetivos en la formación humana no se limita a la producción de conocimientos, sino a la construcción de una vida digna y sin exclusiones. En el caso nuestro, el medio para ejercer la actividad crítica no es más que la razón, sus resultados teóricos y prácticos; potenciar las organizaciones sociales y el respeto a las diferentes expresiones humanas. La aparente dispersión y debilidad de las fuerzas democráticas expresan tendencias que pueden afirmarse y contribuir a la construcción de nuevos contenidos para una sociedad más humana, digna, justa, solidaria, incluyente y verdaderamente laica, a partir de un nuevo convenio social originario, constituyente, que borre pretensiones absolutistas acerca de la moral, y que tenga como principio básico el total respeto a la vida humana.
[1] Me refiero a la Constitución Federal de 1835 y a las constituciones nacionales de 1880 y 1982.