Sábado, 16 Noviembre 2019

En memoria de los 30 años de los mártires de la UCA

Con la espeluznante masacre de seis jesuitas y sus dos colaboradoras, en la madrugada del 16 de noviembre del 1989, comenzó una nueva etapa para la sociedad y la vida de los salvadoreños, y también para la región centroamericana. Y no fue para menos.

Enemigos para el ejército y el gobierno, y mal vistos, o vistos con el reojo de la desconfianza por ciertos dirigentes de la insurgencia, los jesuitas de la UCA no cejaron de aportar intelectualmente a través de sus escritos, sus investigaciones, sus análisis y sus debates desde la cátedra de realidad nacional sostenida sobre cuatro pilares: uno, la Fe en el Dios de la Vida; dos, la razón y la búsqueda por encima de los dogmatismos y la irracionalidad; tres, la paz como fundamento de la justicia; y cuatro, el amor y defensa hacia los más oprimidos e indefensos de la sociedad.

La vida de estas ocho personas fue paradójicamente malograda y bendecida. Malograda porque la crueldad de la matanza no puede ser jamás atenuada. Los rostros y cerebros despedazados como animales que se destazan sin piedad, es una realidad a la que nada ni nadie puede quitar el horror. Y a la vez es una vida bendecida, porque dice bien de la entrega de estas personas a valores que no tranzan con la barbarie, la insolidaridad, la violencia, la corrupción y el derroche.

Uno de estos mártires, Ignacio Ellacuría, lo dijo de una manera espléndida: el planeta jamás tendrá futuro digno si las sociedades se esmeran en asemejarse al derroche y al consumo de la sociedad norteamericana. El futuro sólo será posible a partir de una civilización de la austeridad y la pobreza compartida. Y por promover estas ideas y buscar su concreción histórica en El salvador, los cuerpos de los jesuitas fueron despedazados.

En esta postrimería de la segunda década del siglo, no sólo El Salvador, sino Honduras y Centroamérica entera, están urgidos de dignidad, justicia, verdad y amor. Sin estos bienes sociales jamás construiremos nuevos países. Dignidad, justicia, verdad y amor que se expresen en una nueva administración institucional de la justicia, en la defensa y respeto de los derechos humanos, en el rechazo al control del Estado y de los bienes naturales por reducidas elites nacionales en asocio con capitales multinacionales, y en un Estado de Derecho desde la plena participación política de los diversos sectores sociales y populares.

Hacer memoria de los Mártires es escarbar en nuestra historia señales para seguir creyendo. Los mártires son esa fuerza que nos invita a dejar atrás cansancios y desalientos, y a mantenernos en la lucha por alcanzar el triunfo final de los justos. Triste sería si en la Iglesia abandonamos esa memoria, porque nuestra Eucaristía es justamente el memorial de un martirio, el memorial de la entrega generosa de la sangre de un inocente.

Monseñor Casaldáliga, dice que los mártires son tesoros del pueblo, y que un pueblo que olvida a sus mártires no merece llamarse pueblo. Lo dijeron nuestros Padres de la Iglesia en los primeros siglos: los mártires son semilla de cristianos, y cuánto necesitamos hoy esa memoria en nuestra Iglesia para saber cargar con la vida y las angustias de nuestro pueblo. Los Mártires de la UCA son una causa que purifica y alumbra nuestra fe, nuestras vidas y nuestras luchas, y trayendo a nuestros recuerdos las imágenes de sus cuerpos destrozados, ellos hacen resonar en nuestros corazones las propias palabras del Evangelio: “hagan esto en memoria mía”.

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