Ismael Moreno (sj)*

La covid-19 y las tormentas Eta y Iota nos encontraron desprevenidos, indefensos.

Hoy como ayer, por la ausencia de una cultura de la prevención, todos los fenómenos naturales, políticos y humanos se convierten en amenaza, peligro y, finalmente, en mayores destrozos y deshumanización. Para colmo, este gobierno ha dejado al país a la intemperie, por arrasar con la institucionalidad y por ganarse la desconfianza de la comunidad internacional.

En este contexto, retomar los ABC para Honduras es una tarea impostergable.


Descuido y ausencia de previsión

La pandemia de covid-19, y últimamente los fenómenos naturales Eta y Iota, nos despertaron de un tajo a lo que somos: una sociedad desprotegida y desprevenida. Ya lo sabíamos —ni que fuésemos insensibles ante nuestra deprimente realidad— que, de acuerdo a los expertos y analistas más acreditados en el país, como de reconocidos medios e instituciones internacionales, Honduras es conducida y gestionada por reducidos grupos de políticos ladrones e incompetentes.

Pero eventos extremos como los que nos han estremecido en 2020, nos despiertan de nuestros sueños, para unos tranquilos, para otros turbulentos. Ante estos eventos de riesgo damos respuestas improvisadas, dispersas, superficiales y con frecuencia populistas y demagógicas. Y alguna gente, la que duerme tranquila y a sus anchas, inevitablemente se despertó, pero volverá a su oficio y actitud de siempre: dormida y de espaldas a las realidades angustiosas de la inmensa mayoría de la sociedad.

En el caso de la tormenta Eta, todo mundo sabía dos semanas antes hasta pormenores de su intensidad y de su posible ruta que, en cualquier caso, siempre cruzaría territorio hondureño. El embate más fuerte de las intensas lluvias ocurrió el martes 3 y miércoles 4 de noviembre, pero los aguaceros comenzaron desde el domingo uno de noviembre.

Sin embargo, el lunes 2 de noviembre, el gobierno seguía haciendo alharaca de la llamada semana de vacaciones morazánicas. El propio titular del Ejecutivo insistió en los más de doscientos mil pequeños empleos del turismo que se beneficiarían de esa semana, y que bajo ninguna circunstancia se suspendería. Esto se dijo y se ratificó, mientras las alertas internacionales advertían de la peligrosa intensidad de la tormenta y su indiscutible recorrido por territorio hondureño.

El gran ausente

El miércoles 4 de noviembre, ya tarde en la noche, el gobierno convocó a cadena nacional para informar de los preparativos que se tenían, que incluía operativos de rescate y otras acciones a implementar a partir del día siguiente. Esta información la dio cuando decenas de miles de familias ya estaban damnificadas y miles de personas llevaban más de 24 horas en los bordos de los ríos o en los techos de las viviendas, a lo largo de las comunidades del extenso valle de Sula.

El viernes 6, siempre a altas horas de la noche, el equipo de gobierno responsable de conducir la emergencia declaró en cadena nacional que las Fuerzas Armadas y diversas instituciones del Estado estaban realizando labores de rescate y emergencia, y se aprestaban a entregar 85 mil “comidas calientes” a las familias damnificadas.

Sin embargo, la respuesta unánime de los damnificados a la pregunta de si estaban atendidos por instancias del gobierno, ha sido que el gobierno estaba ausente, que nadie se hizo presente en las zonas inundadas y en los albergues. La inmensa mayoría de actividades, de rescate o de atención urgente, se realizó por iniciativas de vecinos o de organizaciones improvisadas de personas que pusieron sus recursos al servicio de las víctimas de la emergencia.

“Solo el pueblo…”

El sábado 7 de noviembre, el propio titular del Ejecutivo dijo que el operativo organizado para la emergencia se hacía bajo el lema: “No están solos”. Sin embargo, para entonces se había extendido otra consigna por todos los ambientes de albergues y zonas inundadas: “Solo el pueblo salva al pueblo”, con base en el testimonio universal de que el gobierno había dejado solo al pueblo, y que si no hubiese sido por las iniciativas particulares y de solidaridad surgidas de entre la gente, la población inundada habría muerto.

Mientras el gobierno declaraba que estaba destinando muchos recursos para la atención de los damnificados, un alto funcionario de la Comisión Permanente de Contingencias (Copeco) confesaba en círculos muy íntimos que Casa Presidencial no respondía, que no suministraba lo mínimo para atender a la población afectada. Casa Presidencial dejó sola a la gente damnificada, así como pocos meses atrás dejó sola a la población contagiada por la covid-19; pero sí saqueó muchísimos de los millones aprobados para aliviar las consecuencias de la pandemia.

Improvisación y pánico

En el otro extremo, y siempre como expresión de incompetencia e improvisación, el gobierno convocó a cadena nacional el 12 de noviembre para decretar alerta roja a nivel nacional, cuando el huracán Iota estaba a 1500 kilómetros de territorio continental y faltaban al menos 92 horas para su llegada; y además, saltando los protocolos de las alertas verde y amarilla que significan preparación, organización y prevención, que deben preceder a la alerta de evacuación obligatoria.

Esto conllevó no tanto a advertir a la población, sino a crear ambientes de pánico, de modo que a partir del anuncio de alerta roja comenzaron a circular rumores de que toda La Lima desaparecería y que había que evacuarla; además, que la población de El Progreso debía desalojar por completo la ciudad, porque la inundación arrasaría con todo lo que encontrara a su paso.

JOH, el desastre mayor

El régimen de Juan Orlando Hernández ha cumplido, en sus dos periodos de gobierno, un imbatible récord de destrucción en la sociedad hondureña: por una parte, ha destartalado la institucionalidad del Estado de Derecho y la ha conducido, a discreción, hacia sus decisiones y fines personales. El Ministerio Público, la Corte Suprema de Justicia, la Copeco y cualquier otra institución, subordinan sus acciones y funciones a los intereses del titular del Ejecutivo quien, a su vez, no solo toma las decisiones por encima de los otros poderes del Estado —a través del Consejo Nacional de Defensa y Seguridad—, sino que se permite, inconsultamente, crear nuevas instituciones, como el Ministerio de Transparencia, dejando de lado a las que ya tienen entre sus atribuciones la responsabilidad de auditar el uso de los recursos públicos.

Y por otra parte, ha dejado al país a la intemperie ante la comunidad internacional. Nunca el Estado hondureño había tenido tan poca respuesta de la cooperación internacional como ha ocurrido en este tiempo de pandemia, especialmente tras el paso de los recientes eventos climáticos. En otras ocasiones, no habían pasado ni 24 horas cuando ya era notable el anuncio de la comunidad internacional expresando su solidaridad y asumiendo el compromiso palpable de ayudar a las víctimas a través de las instituciones nacionales. Pero hoy el perfil de solidaridad y ayuda ha sido muy bajo.

¿Por qué pasa esto? Basta con observar el alto deterioro y desprestigio que ha alcanzado la administración de Hernández para tener una respuesta. La comunidad internacional no está dispuesta a volcarse en ayudas por la experiencia que tiene y conoce —y que se dice en voz baja, cuando no hay micrófonos o ambientes protocolarios, por los pasillos de las embajadas y los organismos cooperantes— respecto de desvíos millonarios de recursos por los miembros de los círculos más cercanos a Casa Presidencial.

Este gobierno ha dejado en el abandono a la gente, por arrasar con la institucionalidad y por ganarse la desconfianza de la comunidad internacional. Y en ambas situaciones, la población más empobrecida paga todas las consecuencias con su propia vida.

Por Honduras han pasado y siguen pasando eventos climáticos extremos que han dejado desgracias, destrozos y desastres. Sin embargo, el desastre más grande que le ha ocurrido al país —al menos a lo largo del presente siglo—, es una administración esencialmente corrupta, delincuente e incompetente como la de Juan Orlando Hernández.

Una sociedad rota

La covid-19 y los fenómenos climáticos nos encontraron desprevenidos, tanto a la institucionalidad estatal como a los sectores y organizaciones sociales y movimientos de la sociedad civil. Los miles de damnificados que salieron a los bordos para salvarse, que perdieron todos los enseres que tanto les costaron, y que han tenido que guarecerse en improvisados albergues, ya eran damnificados desde mucho antes de la catástrofe. Lo eran mucho antes de la pandemia cuando, progresivamente, y en especial a lo largo de estas dos primeras décadas del siglo, sus vidas se fueron degradando a la par de la degradación ambiental y ecológica, y de la institucionalidad del Estado de Derecho y la democracia.

Todo se vino abajo, y cuando a la gente le cayó de un porrazo el huracán Eta, ya era desde hacía mucho tiempo una población rota en todos sus tejidos humanos, familiares, políticos, culturales y religiosos. Todo está roto. A lo largo de lo que va del siglo, el pueblo hondureño se ha ido configurando en torno de un estado de indefensión y damnificación.

Desconfianza y despolitización

Esa ruptura de los tejidos se expresa en la desconfianza hacia todas las instituciones públicas y políticas, como lo registran los diversos sondeos de opinión pública del ERIC, realizados cada año a lo largo de una década. Se expresa en la migración constante de una confesión religiosa a otra, que convierte al pueblo hondureño en religioso, pero con un sustento doctrinal muy pobre y con raquítica estabilidad en una institucionalidad confesional.

Se expresa en la despolitización de un porcentaje que supera el 40 por ciento de ciudadanos que dice no pertenecer a ningún partido político, pero tampoco pertenece a organizaciones comunitarias, sindicales, ambientales o de derechos humanos. Esa despolitización lo convierte en un pueblo amorfo, dócil ante las manipulaciones de políticos o grupos de fuerza, como las pandillas y las estructuras del crimen organizado; un pueblo que dice sí a todo lo que viene de arriba, del poder, pero para hacer lo que le ronca la gana. Esto lo convierte en un conglomerado bajo la única divisa posible del sálvese quien pueda.

Huir de los conflictos

Esa ruptura de tejidos también se expresa en huir de los conflictos, evitar confrontaciones y defenderse ante las amenazas con el silencio, la sumisión o la violencia activa, cargada de crueldad. Y se expresa en huir hacia afuera.

El pueblo hondureño es especialmente crítico de los políticos, y en especial de los que conducen el Estado bajo el liderazgo de Juan Orlando Hernández. “Es un gobierno basura”, se suele escuchar en diversos ambientes. Pero nunca, o casi nunca, pasa de la palabra a la acción pública. Y en lugar de organizarse o de responder al llamado de emprender el camino hacia la capital para demandar la salida de quien es responsable inmediato de sus males, agarra unos poquitos maritates y emprende el camino en caravana hacia el Norte.

Así se convierte en héroe mundial de las migraciones, pero ratifica su rasgo taimado de no resolver de frente y con los demás sus problemas, sino huir, lejos, donde no tenga que dar cuenta de lo que hace más que a su familia, a través del envío de remesas.

Más miserables que pobres

La ruptura de tejidos también se expresa en la agudización del empobrecimiento. Según expertos, al finalizar el 2020, ocho de cada diez personas se queda en la línea de pobreza, y un alto porcentaje, muy por debajo de esa línea. Los que comenzaron el año desempleados seguirán desempleados, y miles de empleados terminan en el desempleo.

Es decir, avanzamos, o ya estamos, hacia una sociedad con una alta dosis de miserables. Y esto es de alta peligrosidad, porque puede ser tierra fértil para levantamientos espontáneos y sin control, o para populismos y mesianismos que se alimentan de poblaciones miserables. En un país como Honduras, la miseria se transforma en votos que legitiman autoritarismos y dictadores.

Un archipiélago en el mar de calamidades

Un rasgo fundamental de esa ruptura de tejidos es la actitud de dejar pasar, de ser una sociedad desprevenida, ya no solo desde una institucionalidad improvisada y sometida al manejo discrecional de quienes ostentan altos cargos de responsabilidad, sino también a partir de las organizaciones de la sociedad civil.

En esta esfera de la sociedad es donde con más fuerza se hace sentir la desprevención. Cuando la furia de un fenómeno natural actúa sobre las poblaciones aledañas a los ríos, las organizaciones actúan con un perfil muy bajo. Algunas incluso desaparecen como por arte de olvido, y elevan su presencia solo a través de las redes sociales.

Como organizaciones de la sociedad civil se llegó, imperceptiblemente, a la incapacidad de construir puentes sólidos y auténticas relaciones de horizontalidad entre las diversas organizaciones que, con el correr de estos años, se han multiplicado y han brotado hasta en los lugares más inverosímiles del territorio hondureño.

En lugar de puentes e hilos para tejer los tejidos rotos, se consolidó el archipiélago donde caben todas las organizaciones sociales, siempre que cada una se sitúe indefectiblemente como una isla. Así, las organizaciones de todo tipo y la sociedad civil se han anclado, como islas, sobre el mar de calamidades hondureñas.

La existencia de miles de islas con sus planes estratégicos, marcos lógicos, estrategias y compromisos, tiene una línea muy fuerte de verticalidad con respecto de los organismos de cooperación que, en muchos casos, son los definidores y constructores de muchas de esas islas.

La imagen es fuerte: cada isla con hilos verticales movidos por encima de cada una de ellas por financiamientos y temáticas de organismos cooperantes, en una relación similar a las marionetas que no tienen vida propia; sus movimientos se definen por los intereses y la voluntad de las manos que desde arriba mueven los hilos.

Al ser tantas las energías, creatividades y compromisos para dar informes, a las organizaciones de la sociedad civil les quedan muy pocas iniciativas y capacidades para buscar horizontalmente a otras islas, y entonces caen en el total aislamiento. Cada organización resuelve con sus propios destinatarios en otra línea imaginaria de verticalidad, en un mar de confusiones e individualidades.

La ausencia de prevención

Este síndrome de archipiélago es la consecuencia extrema de los tejidos rotos, que sitúan a cada una de las organizaciones sociales, y en general a la sociedad civil, en un estado de desprevención. Desprevenida la institucionalidad pública y quienes la conducen, desprevenidos los sectores privados, las iglesias y las múltiples organizaciones sociales.

Esto significa que uno de los problemas estructurales de Honduras es la ausencia de prevención. Y no es solo de un sector. Es un asunto que cruza la sociedad entera, y cada una de las instituciones centralizadas en los departamentos y municipios. Es esta ausencia de prevención la que ha invadido los dinamismos más profundos de la sociedad y sus componentes, hasta convertirse en el inmenso problema que es hoy.

Cultura de la supervivencia y la improvisación

La ausencia de prevención no es por falta de dedicación de la gente. Es porque cada organización está sacando sus propias tareas para sobrevivir en el competitivo archipiélago de millares de individualidades, cada una buscando mantenerse a flote en un modelo sistémico que obliga a la sociedad entera a vivir bajo el lema del sálvese quien pueda.

Las estructuras estatales han adquirido el tamaño de la improvisación de quienes las conducen, y a fin de cuentas son fiel reflejo de una sociedad a la que ya no le quedó energía ni capacidades para invertir en el futuro, sino únicamente para la sobrevivencia cotidiana. La sociedad hondureña ha sido condenada a una cultura de la improvisación, y no para tener reservas para el mediano y largo plazo.

Llegamos al año 2021, y mucha gente está preparando foros y actividades políticas y culturales sobre los desafíos hondureños frente al Bicentenario de la Independencia centroamericana. Todo se reduce al corto plazo, y con frecuencia a remolque o contrapartida de las festividades y eventos oficiales.

Aunque se elaboren propuestas a diez o veinte años, muy poca gente tiene la osadía de ver más allá de los tres meses o, a lo sumo, de un año. Todo lo demás se lo lleva el viento, porque la sociedad está por entero sumergida en la lógica de lo inmediato; se vive muy a pecho aquello de que “a cada día le basta su afán”.

La ausencia de prevención es estructural

Todos los fenómenos naturales, políticos o humanos se convierten en amenaza, peligro y, finalmente, en mayores destrozos y deshumanización. Incluso asuntos como los procesos electorales o el sistema de justicia, se sitúan en esta desprevención estructural porque, en lugar de ser dinamismos e instituciones para fortalecer la democracia y la justicia, son amenazas y peligros para estas.

El hecho de que el Estado esté capturado por reducidos grupos políticos, que lo usan para sus negocios privados y saquear las instituciones públicas, confirma la desprevención en que la sociedad entera se encuentra hoy. Cuando se dice que Honduras es el tercer país más desigual del planeta, después de Sudáfrica y Haití, o el segundo país más vulnerable —junto con Bangladesh—, o uno de los dos países más corruptos del continente, se confirma la desprevención de la sociedad.

Cuando el sistema de salud no logra controlar el dengue, o cuando en plena emergencia de la pandemia subordina sus decisiones a las de un grupo político que decide comprar discrecionalmente hospitales móviles, cuyo costo está muy por encima de su valor real, y que luego resultan ser una estafa, se confirma la ausencia sistémica de prevención en nuestra sociedad.

Cuando varias dependencias del Estado como las Fuerzas Armadas, la Policía, el Ministerio Público, la Corte Suprema y la propia Casa Presidencial, fueron contaminadas y penetradas por el crimen organizado, primordialmente por el narcotráfico, se reconfirma la ausencia de prevención en la sociedad y el Estado.

Ha sido la ausencia de prevención la que condujo a estas desviaciones y debilitamientos institucionales, sociales, sanitarios y políticos; y una vez que estas instancias y sus respectivas políticas se encuentran en grave precariedad, contribuyen a que se profundice la desprevención, en un círculo perverso de retroalimentación y eterna repetición.

Cuando la violencia dejó de ser —desde hace mucho tiempo— un asunto administrado exclusivamente por el Estado, porque el mismo Estado delegó esta administración en grupos privados regulares e irregulares, bajo la égida de la ley, pero sobre todo en entidades paralegales e ilegales, se confirma que la prevención está ausente y la sociedad entera queda en estado de indefensión; o se convierte en víctima de una violencia sin control, en manos de sectores que de muy diversas maneras actúan en la impunidad y al amparo del Estado.

Cuando la sociedad hondureña es productora de desempleo, a extremos que de cada cien personas en edad de trabajar, unas setenta se encuentran en el subempleo o en el desempleo abierto. Y este número puede aumentar a 80 de cada 100, tras las inundaciones y sus consecuencias. Esto también explica por qué Honduras es mundialmente conocida por sus caravanas de migrantes hacia Estados Unidos.

La gente se siente tan amenazada, que organiza caravanas no para reclamar derechos dentro del país, sino para renunciar a vivir en su territorio. Parte del convencimiento de que su vida está amenazada ya sea por la violencia, la imposición de la ley de los más fuertes, por el desempleo o la discriminación y represión a que la somete el Estado. Y esto también confirma la ausencia de prevención en la sociedad.

Cuando los dinamismos estructurales de la sociedad conducen a que las riquezas se acumulen multimillonariamente en unas 200 personas, cinco de las cuales concentran una fortuna equivalente al salario mínimo anual de 2 millones de hondureños, y que existan centenares de miles de mujeres y hombres del campo que ganan un salario que apenas alcanza para una libra de queso y una libra de tres productos básicos, se confirma que la sociedad está gobernada por un sistema productor de desigualdades, que por eso mismo anula sistémicamente la prevención.

Cuando existen centenares, quizá miles, de organizaciones sociales y de la sociedad civil con temas transversalmente comunes, con un discurso, explícito o tácito, anticapitalista, antirracista, antipatriarcal, contra el extractivismo y la privatización de los bienes y servicios comunes, y trabajando con grupos o entre grupos metas comunes, pero que nunca o solo rara vez se juntan para compartir un caminar similar, o para crear articulaciones duraderas, se confirma que la ausencia de prevención  también invade esta dimensión de la sociedad, que se sitúa entre las sectores sociales más vulnerables.

¿Qué hacer frente a la desprevención?

Si en todas las aristas del país se advierte la ausencia de prevención —no solo como un problema regional o coyuntural, sino como un asunto estructural—, ¿qué toca, cómo abordarlo? Sin duda que desde una perspectiva de cambio estructural; por grandes que sean las tareas, por puntuales o coyunturales que sean los compromisos, solo situados desde la perspectiva de cambio estructural es como tendrán rumbo y capacidad para no quedar reducidos a acciones y eventos temporales o asistenciales.

Todas las situaciones de vulnerabilidad, todas las amenazas y todos los riesgos “naturales” y sociales, ambientales, sanitarios y políticos son prevenibles. Todos. Como dicen los expertos, los fenómenos naturales nadie los puede detener, ni las más avanzadas investigaciones han logrado, hasta ahora, crear mecanismos que los detengan. Lo que se puede prevenir son los desastres.

Una pandemia como la covid-19, una vez que el virus se desata, es difícil detenerla; pero sí se puede prevenir sus desastres. Las caravanas son expresión de un modelo productor de desigualdades y de hechos relacionados con la corrupción pública. Ambos desastres se pueden prevenir, porque no son fenómenos naturales, son sociales, políticos, institucionales y humanos.

La prevención es un estado estructural de la sociedad

La prevención aporta seguridad y confianza ante las amenazas, por grandes que sean, y permite construir capacidades para reducirlas, reorientarlas y convertirlas en oportunidades. La prevención es un estado estructural de la sociedad para asumir todas las situaciones o eventos antes de que se presenten, pues ya está predispuesta en positivo para asumirlos como desafíos y tareas. Y esto vale para fenómenos naturales, climatológicos, pandémicos, económicos, políticos, militares, culturales e institucionales.

Cuanto más se involucren las diversas instancias de la sociedad para poner en marcha procesos de prevención, más capacidad se tendrá para reducir las consecuencias. Y cuánto más cerca se esté de procesos que aborden las causas de los desastres, más capacidad se alcanzará para que la prevención sea estructural y no puntal o coyuntural.

Frente a situaciones de desastre como en el valle de Sula, el litoral atlántico en general y el Distrito Central, se requiere de la voluntad y la decisión política de quienes tienen las más altas cuotas de responsabilidad, en franca alianza con los sectores privados, municipales, comunitarios, sociales, eclesiales y ambientales, y en asocio con la comunidad internacional.

La prevención trasciende lo coyuntural

La prevención institucional y cultural, al tener una perspectiva de cambio estructural, nunca deberá sostenerse en líneas verticales, solo definidas por las cúpulas, como es la lógica del sistema actual.

Sin negar el aporte de las cúpulas políticas, empresariales, sindicales, religiosas y sociales, la dinámica conductora ha de sostenerse en acuerdos nacionales con un fuerte componente popular, y con participación de las bases; no como correas de transmisión de líneas diseñadas por las cúpulas, sino como iniciativas y liderazgos indispensables.

La prevención institucional y cultural ha de cruzar el corto plazo, pero orientada hacia compromisos en el mediano y largo plazo. Ha de sustentarse en hechos y compromisos específicos y coyunturales, pero trascendiéndolos.

Punto de partida para re-pensar el país

Los expertos hablan de degradación de la sociedad, tanto de su modelo económico como del ambiente y la institucionalidad política. Cuando se habla de sociedad degradada, se hace referencia a una sociedad y un Estado que, finalmente, son gobernados, incluso, por estructuras criminales organizadas transnacionalmente, como es el caso hondureño.

Las elecciones son un factor imprescindible de la democracia política, representativa y participativa. Sin embargo, la sociedad hondureña está damnificada y la institucionalidad del Estado, además de precaria, también es rehén de quienes ejercen arbitrariamente el poder. Participar en procesos electorales no se discute. Lo que está en cuestión es en qué condiciones se hace y bajo qué lectura política porque, a fin de cuentas, las elecciones han pasado a ser un problema más en un Estado destartalado, en lugar de ser un procedimiento consustancial a la democracia.

Honduras se ubica en un estadio muy anterior a la democracia. Nos hemos des-democratizado. Si acaso logramos tener en las últimas décadas una base de democracia política, esta retrocedió y actualmente solo podemos hablar de una involución de la democracia.

Las elecciones que se han celebrado después de 2009 nos han dejado más chamuscados y confrontados que satisfechos. ¿Han cambiado las condiciones para creer algo distinto de las elecciones que se celebrarán en noviembre de 2021? Claro que sí, dirán los que pactaron las llamadas reformas electorales. Pero al ser un pacto de cúpulas, que dejó intactos los dinamismos de la confrontación, nada indica que las elecciones y sus resultados serán distintos que las últimas tres elecciones.

Mientras no estén sentadas las bases de la democracia y del Estado de Derecho, o dicho de otra manera, si nos cerramos en hacernos creer a nosotros mismos que el remedo de Estado que tenemos es Estado de Derecho, y que el sistema que nos gobierna es la democracia, entonces las elecciones que se organicen en tal contexto estarán en correspondencia con la legitimidad que necesita ese adefesio jurídico y político que, de Estado de Derecho y de democracia, tiene lo que de caliente puede tener un témpano de hielo.

Para hablar de un proceso electoral en democracia hemos de abrirnos ante todo a sentar las bases de la democracia y del Estado de Derecho que se necesita fundar, refundar, construir o reconstruir, según como mejor se quiera llamar a este proceso. Dicho de otra manera, no solo se trata de hablar de elecciones. Se trata, más bien, de re-pensar el país para re-hacerlo desde una nueva democracia y un nuevo Estado de Derecho.

La sociedad hondureña, atrapada entre la inseguridad y el empobrecimiento, la corrupción y el narcotráfico, los políticos, la violencia y la delincuencia policial, es una sociedad deprimida y damnificada. Y si todo lo que se ofrece es más de lo mismo en el proceso de hundimiento humano y social, más vale lanzarse hacia las quimeras que participar en la complicidad con quienes no ofrecen más caminos que la exclusión y la impunidad.

Este re-pensar el país ha de tener como punto de partida la aceptación consensuada de que así como estamos, en el lugar al que hemos llegado, nadie tiene la capacidad de impulsar un proyecto de país por su propia cuenta; y peor todavía, imponiéndose a los demás.

Retomando el ABC para Honduras

Años atrás se habló de una propuesta institucional y cultural de prevención, que se llamó ABC para Honduras; es decir, Acuerdos Básicos Compartidos. Ahora retomamos esta propuesta, tan necesaria para estos tiempos cada vez más inciertos.

Un punto de partida imprescindible para poner en marcha un proceso de propuestas que rompa con la lógica política excluyente, es la aceptación consensuada de que el país está tan resquebrajado que, en el corto plazo, y previsiblemente en el mediano plazo, no estaremos en capacidad de impulsar una propuesta buscando “máximos” consensos, sencillamente porque la realidad no ofrece esas posibilidades.

Los “máximos” que podemos alcanzar se encuentran en los “mínimos” que pueden sentar las bases para iniciar un auténtico proceso hacia la construcción de democracia y Estado de Derecho, como hemos insistido tantas veces en este espacio. Y esto es así porque hemos perdido lo mínimo que una sociedad necesita de bien común para su convivencia armónica.

Esos mínimos perdidos son los que hay que recuperar como condición para poner en marcha procesos auténticos de construcción de la democracia y un Estado de Derecho. Esos mínimos son lo que han de estar representados en lo que llamaríamos el “ABC hondureño”; es decir, los Acuerdos Básicos Compartidos.

Este ABC lo hemos de concretar en contenidos y temas nacionales en los cuales se encuentren identificados los diversos sectores y estratos de la sociedad. Cuando estamos en una situación de tanta inseguridad, de “anomia” colectiva, las religiones, los caudillos, las armas y las regalías se presentan como factores salvíficos. He aquí el gran peligro hondureño, si es que seguimos conforme a las percepciones que nos arrojan las encuestas.

Convocatoria nacional, ¿quién la lidera?

Para ello, habría que poner en marcha una convocatoria en la que se pongan las bases, metodología, tiempos y responsables del proceso. ¿Quién convocaría? Quizás es la primera cuestión a resolver, porque un rasgo del deterioro social de lo institucional es la ausencia de credibilidad de actores, instituciones y personalidades. La convocatoria y el proceso deberán estar bajo la responsabilidad de instancias que involucren tanto a actores nacionales del más alto reconocimiento, que también existen, como a representaciones internacionales.

Un punto de referencia compartido es que el gobierno actual no puede estar entre los convocantes. Las iglesias perdieron la base de credibilidad con la que contaban tradicionalmente. Pero no pueden quedar fuera. El empresariado está disperso y sin sustento común, pero no puede quedar fuera. Los organismos de incidencia o las llamadas ONG son tan diversas y dispersas, que resulta muy difícil encontrar en estas la base para una convocatoria creíble y movilizadora. Pero no deben quedar fuera, por sus implicaciones en tan variados campos de la vida nacional y, especialmente, por su involucramiento en procesos muy cercanos a los municipios y comunidades.

Lo mismo puede decirse de los diversos sectores políticos y del movimiento popular, frecuentemente muy ensimismados en sus dinamismos internos y viendo a la sociedad desde sus particulares intereses y cálculos. Seguramente se necesitaría un componente convocador internacional que podría estar ligado a la defensa de los derechos humanos, sin descartar la participación de representantes oficiales de la ONU, aún con el grado de descrédito y desconfianza que esta ha acumulado.

El componente internacional es imprescindible, no solo por la ausencia de consensos en torno de convocantes internos, sino porque cualquier propuesta de solución al caso hondureño ha de pasar por negociaciones y compromisos que involucren a la comunidad internacional.

¿ABC sobre qué?

En un ABC para Honduras deberían estar incluidas algunas categorías de acuerdos. La primera categoría podría incluir acuerdos socioeconómicos y ambientales, como la tenencia de la tierra y políticas agrarias; la protección y manejo de los recursos naturales y la vulnerabilidad ambiental; empleo y producción; educación, salud, seguridad ciudadana, vivienda, política fiscal. Es decir, con el rumbo de un nuevo modelo de desarrollo y de inversiones que rompa con la galopante inequidad, factor decisivo de la violencia y la inestabilidad.

La segunda categoría buscaría acuerdos sociopolíticos como el respeto de los derechos humanos, la defensa de las comunidades y sus territorios, los derechos étnicos, relaciones de género, libertad de expresión y derecho de acceso a la información y los derechos culturales.

La tercera categoría sería la político-institucional-jurídica; tiene que ver con el derecho a la organización y participación en la toma de decisiones, con una institucionalidad que garantiza la democracia representativa, participativa y directa; la transformación del sistema de justicia, la reconfiguración del Congreso Nacional, de las Fuerzas Armadas, los organismos contralores del Estado, el Tribunal Supremo Electoral y la Ley Electoral y de las Organizaciones Políticas y, en general, el diseño de una institucionalidad capaz responder a las transformaciones contenidas en las dos primeras categorías.

Estas categorías no están separadas; cada una se remite a las otras. La primera contiene acuerdos mínimos en torno del empleo y la producción, lo que de inmediato la vincula con acuerdos que se han de establecer sobre la legislación que regula el empleo, como el Código del Trabajo, hasta lograr un acuerdo mínimo de estabilidad laboral para trabajadoras y trabajadores. De igual manera, si se buscan acuerdos básicos compartidos en torno del empleo, se deberá establecer el vínculo respectivo con acuerdos básicos compartidos relacionados con la defensa de los derechos humanos laborales de miles de obreras y obreros en toda la industria.

De entre todos estos temas habría que definir los prioritarios, en qué orden comenzar su tratamiento y el proceso y mecanismos para su implementación. Tres desafíos estructurales, que son vertientes de la profunda crisis humanitaria, y que cruzan lo inmediato y el largo plazo, conformarían el ABC de Honduras.

Primer desafío: trabajar una propuesta de modelo de desarrollo que rompa con el actual modelo neoliberal productor de desigualdades. Atacar los dinamismos de la desigualdad es condición para impulsar Acuerdos Básicos Compartidos. Un modelo alternativo ha de contar con una propuesta económica, productiva, fiscal, agraria, de empleo, que conciba una economía cuyo principal soporte sea la soberanía nacional y territorial, que rompa con la lógica de las privatizaciones.

Segundo desafío: impulsar una propuesta que revierta el deterioro y la degradación ambiental y ecológica, provocados por la industria extractiva y la extracción infinita de bienes de la naturaleza y de la fuerza de trabajo de la población trabajadora. Significa concebir propuestas de inversión para proteger poblaciones y cauces de los ríos para convertirlos en grandes afluentes de riqueza y bienestar; y romper con la dinámica actual que los ha convertido en amenazas para la población.

Supone, además, debatir en torno del agua como política de saneamiento humano y ambiental, garantizándola como bien público y nunca sujeta a privatización. Implica una opción por la producción basada en una relación armoniosa con la madre naturaleza. Más de fondo, significa optar por un modelo que revierta el daño ambiental y anime a luchar, junto a otros sectores internacionales, por reducir el calentamiento global.

Tercer desafío: impulsar una propuesta que rompa con la institucionalidad política y jurídica destartalada, y con la dinámica concentradora de poder en reducidos grupos, que avanzan en la consolidación de autoritarismos y dictaduras. Supone una propuesta que asuma la lucha por una nueva institucionalidad jurídica, desde donde se luche de frente contra la corrupción y la impunidad, mediante procesos de participación ciudadana que reviertan la toma de decisiones arbitrarias y personalistas, e impulsen una institucionalidad que facilite la construcción de un Estado democrático de derecho.

El camino para diseñar el ABC de Honduras requiere de una condición previa: que cada sector haga frente a sus propias crisis internas y construya sus propuestas de ABC sectoriales para, desde allí, avanzar en la búsqueda de acuerdos con los otros sectores, desde la lógica del debate y la negociación.

Los sectores populares y comunitarios —mucho más débiles y en desventaja frente a los grupos políticos tradicionales y empresariales—, deberán fortalecer sus instancias e identidades y, a partir de su fuerza organizada, desarrollar sus propios acuerdos para convertirlos en fuerza y poder en una mesa de negociaciones, con el propósito de evitar que al final se imponga la ley del más fuerte.


* Director de Radio Progreso y del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de la Compañía de Jesús (ERIC-SJ).