Marvin Barahona
El avance progresivo de la Covid-19 creó el escenario propicio para el despliegue de respuestas gubernamentales y de la ciudadanía ante las amenazas y riesgos de la enfermedad. En este contexto, los efectos de la pandemia no solo han sido devastadores en el plano humano, sanitario y económico, sino también en el comportamiento general del país y, sobre todo, en las respuestas del aparato gubernamental.
Introducción
Las múltiples y complejas interacciones que se produjeron desde el 15 de marzo —cuando se decretó la cuarentena— hasta la actualidad, representan una coyuntura creada a imagen y semejanza de los dos factores que moldearon el comportamiento gubernamental y colectivo: la pandemia y la forma distorsionada que asume el ejercicio del poder político en Honduras.
Entre estos se constituyó una interdependencia, en la cual resulta aventurado decir que el fenómeno de la pandemia instituyó en la realidad hondureña todas las carencias y las incompetencias que caracterizaron la conducta gubernamental en los primeros cien días de la cuarentena, o si por el contrario, fue el antecedente de ilegitimidad, corrupción y abandono social en el que el país se desenvuelve, el que configuró la Covid-19 como una tragedia inédita de la que unos pocos podían extraer ganancias extraordinarias, igualmente inéditas.
Las “revelaciones” surgen de las interacciones, interdependencias y complementariedades que se produjeron en la coyuntura actual, entre la pandemia como fenómeno específico y global, y los rasgos predominantes en la gestión política, económica y social de Honduras. Así se conformó el escenario oportuno para que la pandemia dejara al descubierto las realidades más profundas de un país en el que el mal gobierno resulta inexplicable si no se considera el papel determinante de la corrupción pública, la manipulación de las conciencias y el ejercicio de una dictadura que, en presencia de la pandemia, resulta hoy inocultable: la dictadura de la corrupción y del mal gobierno.
Este artículo aborda la manera específica en que el presente de la pandemia parece haber determinado los acontecimientos, si no fuese porque en Honduras el pasado sigue determinando el presente, y también el futuro de sus 9 millones de habitantes.
Lo más sonado,
que el gobierno no suena
Desde que la Covid-19 se perfiló como una amenaza, ha sido evidente la ineficiencia de las instituciones gubernamentales, particularmente de las que rectoran las áreas de salud y educación, aunque no son la excepción. En general, la institucionalidad del Estado se muestra inoperante, por lo que reiteradamente es señalada por su incompetencia ante problemas de organización, comunicación y logística. A esto se suma una evidente falta de planificación y una conducta negligente ante las necesidades y prioridades en las áreas señaladas, en particular la desprotección del personal sanitario.
La ineficiencia gubernamental responde a un antecedente lejano de abandono de las obras públicas y las instituciones, hasta que estas se convierten en “elefantes blancos” por quedar inconclusas, o resultar inútiles para el servicio público, como ocurrió recientemente con un lote de “respiradores mecánicos” adquiridos por el gobierno –con mucha pompa publicitaria y el desplazamiento del avión presidencial hasta los Estados Unidos para trasladarlos– que, según los médicos, no se pueden utilizar en las labores de emergencia por no corresponder sus características al equipo requerido. La causa: quienes los compraron “no sabían nada” sobre las especificaciones que debían tener estos insumos para atender a los contagiados por Covid-19, como explicaron algunos especialistas ante los medios de comunicación.
Esta fue la primera de varias decisiones que, en la práctica, resultaron erróneas, pero que indicaron claramente la inconsistencia de las respuestas gubernamentales ante la pandemia, a la que siguieron varias otras sobre el traslado de pacientes y fallecidos, el uso de equipo de bioseguridad, la ausencia de oxígeno, “manómetros y flujómetros”, la adquisición de mascarillas, y una larga como recurrente discusión sobre “el tratamiento” más adecuado para atender a los contagiados.
El escándalo mayor
Con el camino pavimentado por estos fracasos, se decidió adquirir, fuera de Honduras, siete hospitales móviles a un costo cercano a los 48 millones de dólares; la transacción efectuada, según investigaciones realizadas por el Consejo Nacional Anticorrupción (CNA), presenta irregularidades1. Entre estas, el pago –por anticipado, sin garantías ni facturas– a un intermediario en la compra. Más de tres meses después, los hospitales seguían sin llegar al país.
La sospecha de corrupción en tal adquisición fue casi inmediata en entidades como el CNA, que inició investigaciones sobre la conducta de las instituciones designadas por el Ejecutivo para adquirir equipos e insumos para el sistema sanitario público, de las que resultaron varios informes divulgados para el conocimiento público2.
Desde ese momento, toda la actuación gubernamental relativa a “compras” e “inversiones” para tal finalidad quedó expuesta al escrutinio público y a la mirada vigilante de algunas organizaciones y la opinión pública. Mientras tanto, el Ejecutivo hizo que el Congreso Nacional aprobara la adquisición de créditos hasta por 2,500 millones de dólares3, que serían facilitados principalmente por organismos financieros multilaterales.
En la misma espiral de endeudamiento público, el gobierno colocó en el mercado financiero “bonos soberanos” por 600 millones de dólares4 para –según lo informado por las autoridades– responder ante los acreedores de una monumental deuda contraída en los últimos años por la Empresa Nacional de Energía Eléctrica (ENEE).
Las decisiones en un solo puño
Esta coyuntura ha puesto a prueba el funcionamiento de una burocracia cuya inoperancia refleja una elevada centralización de las decisiones en manos del gobernante. Los resultados obtenidos responden a debilidades comparables con las identificadas en las últimas décadas en los sistemas públicos de salud y educación en cuanto a calidad, cobertura, eficacia y eficiencia. Estas fueron palpables en la decisión gubernamental de echar marcha atrás en la distribución de la “bolsa solidaria” con alimentos básicos, en principio asignada a las Fuerzas Armadas y poco después transferida a las autoridades municipalidades.
En este y en otros casos, como resultó evidente en el desabastecimiento de los hospitales y la exclusión total durante casi toda la cuarentena de los departamentos de Islas de la Bahía y Gracias a Dios en la distribución de insumos biomédicos5, la centralización de los recursos y las decisiones no garantizó la cobertura total del territorio nacional, pero sí generó conflictos con las poblaciones locales, que se consideraron excluidas o marginadas de la obtención de recursos estatales.
La excesiva centralización en la figura del mandatario es una de las causas principales de la insensatez de muchas de las decisiones decretadas por el gobierno, como el control absoluto sobre los recursos públicos y su orientación, así como la exclusión recurrente de actores clave a escala local y nacional. El riguroso centralismo contribuyó a profundizar la ausencia de consenso respecto de la gestión de la pandemia, respaldada por la evidente ausencia de cohesión social en la población.
El impacto de la deficiente actuación gubernamental en la percepción pública ha sido casi unánime: al gobierno le importa poco la suerte de la mayoría de la población. Simultáneamente, creció la convicción de que en Honduras existen varias categorías de ciudadanos, y que la porción menos beneficiada es la mayoría de la población.
Así, el primer “distanciamiento social” se produjo entre la población y el gobernante, revelando que la brecha que separa a los gobernantes de los gobernados se ubica en coordenadas políticas que reflejan las enormes desigualdades sociales que separan a la mayoría de la población de las elites políticas y económicas.
Un barco a la deriva
A inicios de mayo, la educación pública era considerada “un barco a la deriva” por una de las principales organizaciones gremiales de los maestros que, en un comunicado, señaló la ausencia de una dirección precisa de la educación pública, por lo cual responsabilizó al gobierno central6.
Igual se pensaba en los gremios de la salud pública y hasta en los medios de comunicación, que se quejaban por la falta de organización y coherencia en las decisiones que se asumían y por las incesantes “cadenas de radio y televisión”, muchas veces improvisadas y con información desactualizada o irrelevante.
El retorno de lo público
Lo esencialmente nuevo durante la Covid-19 es la relevancia adquirida por “lo público” en la conciencia nacional, por haberse visibilizado, como en pocas ocasiones en el pasado, su carácter estratégico para la protección y reproducción de la vida humana, especialmente en cuanto a bienes públicos como la salud y la educación.
Sin embargo, esta conciencia no se presentó como un conflicto con “lo privado”. El énfasis recayó más bien en la necesidad de fortalecer la infraestructura social, evidente en las expectativas generadas en la población por el anuncio gubernamental de construir más de 90 hospitales; o cuando el Legislativo aprobó multimillonarias sumas para, supuestamente, adquirir insumos y equipamiento para los hospitales.
La demagogia oficial hizo fracasar las expectativas en torno de la mejora del sistema público de salud, hasta el extremo de que la evidente precariedad hizo que expresiones como “sálvese quien pueda”, fuese dicha ante medios de comunicación por el alcalde de una ciudad importante del occidente del país, expresando así la zozobra en la que ya se encontraban los hospitales.
La proclama neoliberal de la salvación individual, que condena a centenares de personas a una muerte segura, visibilizó, como nunca antes, la necesidad urgente de ejecutar políticas públicas con una visión reconstructiva de largo alcance para fortalecer los sistemas públicos de salud, educación y vivienda, entre otros que pueden contribuir a reducir la desigualdad y potenciar el acceso a los recursos públicos para la mayoría de la población.
Quedaba al descubierto el obstáculo ideológico más importante en el camino de la transformación que el país necesita. Sin embargo, aún no se encuentra el camino para establecer un diálogo fructífero sobre desigualdades, exclusiones, demandas sociales y las políticas públicas que las puedan enfrentar exitosamente.
¿Puede un diálogo sobre esas realidades ayudar a reconstruir los tejidos sociales rotos y aumentar así el potencial de vida de la población? La reconstrucción de lo público se encuentra entre las coordenadas más importantes para identificar la respuesta. En esa perspectiva, las políticas sociales –no las asistenciales–, pueden convertirse en un importante factor de cohesión social, de consenso político sobre las prioridades vitales y una puerta abierta al bienestar social sostenible.
El comportamiento colectivo
Ante la pandemia, el comportamiento institucional del Estado y la conducta colectiva de la ciudadanía han evidenciado varias pautas a escala local y nacional. En el primer caso destaca la reafirmación de los patrones de exclusión y desigualdad socioeconómica, vinculada con las decisiones gubernamentales sobre la asignación de recursos públicos para atender la emergencia.
En el segundo, fue relevante el estallido de brotes de inconformidad e intolerancia, en medios urbanos y rurales, que generaron respuestas desde las diversas corrientes de opinión constituidas en torno de lo que se consideró la “estigmatización” de personas, vivas o fallecidas, sospechosas de haber sido contagiadas por el coronavirus. Así se reprodujo el patrón de intolerancia y exclusión prevaleciente en la sociedad hondureña, vinculado también con el rechazo de la pluralidad, de la diversidad en todas sus manifestaciones y de todo acto de disidencia.
A este patrón se sumó la escasez de alimentos y el clientelismo político utilizado en muchos casos como criterio para distribuir los limitados recursos públicos puestos a disposición de la población más vulnerable (bolsa solidaria de alimentos, mascarillas de protección), que además de su poca efectividad incluso para mitigar temporalmente la precariedad económica, dejó al descubierto una identidad visual que en la misma imagen reunió la desigualdad económica, la exclusión social y el deterioro de las condiciones de vida de la mayoría de la población.
Familias completas se lanzaron a las calles a pedir trabajo, dinero o alimentos; otras se apostaron en los accesos principales de las urbes más pobladas para interrumpir la circulación de vehículos y demandar dinero, frutas o cualquier otro comestible que les permitiera llevar algo de comer a sus hogares. Así se abrazaron la exclusión y la desigualdad con la lucha por la supervivencia, como tres hermanas huérfanas de solidaridad y justicia social.
La incertidumbre acecha, el miedo somete
La tendencia principal durante la pandemia fue dominada por la incertidumbre y el miedo, sostenidos sobre las mismas bases que han mantenido a la población hondureña agitada y temerosa durante los más de veinte años consecutivos de violencia, destrucción y muerte que han prevalecido en las ciudades y barrios más populosos: la existencia de enemigos visibles o invisibles que acechan contra la vida porque se nutren de esta. Los imaginarios de violencia y muerte se renovaron y se impusieron sobre una conciencia ciudadana frágil y debilitada, ahora llevada al extremo de su capacidad de resistencia.
Según Migdonia Ayestas, directora del Observatorio de la Violencia de la UNAH, en 2020 se contabilizan nueve homicidios diarios, principalmente en centros urbanos densamente poblados, pero la criminalidad tiende a extenderse por todo el país. Desde mediados de marzo hasta mediados de julio, la violencia doméstica creció exponencialmente, produciéndose más de 40 mil denuncias o llamadas al sistema de atención de emergencias 911. El promedio es alarmante, 260 llamadas diarias entre enero y julio de 2020.
Las principales afectadas son las mujeres, que en tales denuncias aparecen como víctimas de violencia física, psicológica, sexual y patrimonial. Otros datos no son menos alarmantes: los homicidios se sitúan en 44 por cada cien mil habitantes, y solo en el primer semestre de 2020 se produjeron 23 homicidios múltiples con 80 víctimas mortales7. Si a la actividad homicida se agregan los miles de casos de extorsión de que es objeto la población en barrios y colonias por las actividades de las maras, se completa un cuadro de violencia multidimensional y una población victimizada a escala nacional.
La verdad y la resistencia antigubernamental
El rumor que desde el 9 de junio recorría la capital hondureña, sobre el despido del doctor Osmín Tovar como director del Hospital Escuela Universitario (HEU), una información que nunca fue confirmada ni desmentida por las autoridades de salud, provocó un respaldo inmediato de los trabajadores de dicha institución, que dejó claro que el espíritu gremial se había fortalecido desde que se decretó la cuarentena.
En este caso, lo relevante no fue el respaldo que el doctor Tovar recibió de sus colegas, sino la causa que estos invocaron para hacerlo: que se le despedía “por haber dicho la verdad sobre la precaria situación prevaleciente en el HEU”, reavivando ante la opinión pública el tema relacionado con los defensores y los detractores de la verdad, de notorio interés público durante la pandemia.
Poco tiempo después, la visita de una “comisión de veeduría social” del Foro Nacional de Convergencia (Fonac) a las instalaciones del HEU trajo el tema nuevamente a la discusión pública. Antes incluso de elaborar un informe escrito pormenorizado de los resultados de la visita, el portavoz de la comisión apareció ante los medios de comunicación para “informar” que “se descubrieron 50 camas en el tercer piso del hospital, mientras muchos pacientes son atendidos en una carpa fuera del hospital…”, lo cual –según declaró– lo había “indignado”.
Al desmentir las autoridades hospitalarias que las camas “descubiertas” estuvieran ocultas para negarles su uso a los pacientes de la carpa, una doctora especialista en neumología se limitó a decir que el vocero del Fonac “no sabe nada sobre lo que se necesita para atender a un paciente contagiado por Covid-19”. La especialista detalló el equipo indispensable para atender a tales pacientes, y que el hospital no poseía, a pesar de las enormes sumas aprobadas en el Congreso Nacional para que el Ejecutivo respondiera ante las necesidades en salud.
En este pequeño acto –cuyo escenario fue el principal centro asistencial del país–, quedó al descubierto que la verdad sobre los hechos estaba reñida con la voluntad del Ejecutivo de atender las demandas sanitarias a cuentagotas. Poco después surgieron interrogantes sobre la legitimidad que asistía al Fonac para llevar a cabo labores de veeduría pública, siendo una entidad dependiente del Ejecutivo, con una dudosa autonomía.
La salud y el sistema penitenciario
La crisis en salud se produce paralelamente a otras crisis, como la que enfrenta el sistema penitenciario, un universo en el que los conflictos que estallan rutinariamente es sus recintos llegan hasta la opinión pública divididos en “versiones” distintas sobre un mismo hecho. Prevalece una percepción construida sobre la incertidumbre acerca de las causas de inexplicados homicidios contra privados y privadas de libertad, a la que ahora se sumaban las denuncias de los familiares de los reclusos según las cuales el número de contagiados por Covid-19 en las cárceles era mucho mayor que el reconocido por las cifras oficiales.
Como ocurre también con el cuestionamiento de los datos oficiales relativos al número de pruebas que se practican a los supuestos contagiados, con la cifra actualizada del número de fallecidos por esta enfermedad y las cifras exactas de los fondos asignados por el gobierno para atender la pandemia, en el sistema penitenciario prevalece igual incertidumbre sobre la veracidad de la información oficial relativa a este ámbito de la actividad gubernamental.
Lo novedoso en lo revelado por la pandemia en este caso, es que el enfrentamiento entre diversas “versiones” de la realidad en cada microcosmos de la sociedad hondureña tiene presencia y reconocimiento en el espacio público, porque es en este y en los medios de comunicación donde se escenifican debates que además de convocar el interés público, también forman parte de un proceso de reapropiación social del espacio público a través de una participación política identificada con la ética y los derechos ciudadanos. En esta sonora pugna en torno a “la veracidad de la información”, entre portavoces oficiales y actores ciudadanos, la pandemia redescubre la falta de confianza de la ciudadanía en el gobierno, así como la indiferencia, el desconocimiento o el menosprecio gubernamental ante la información que se produce en organizaciones, medios alternativos de comunicación y espacios de participación ciudadana. Sin embargo, esta descalificación mutua entre actores clave del debate público va más allá de los niveles habituales de desconfianza ciudadana en Honduras –por lo general superiores al 80 por ciento8–, para reflejar que durante la pandemia se profundizó la precariedad de los vínculos entre autoridades gubernamentales y ciudadanía. Así, el debate público o el enfrentamiento entre “versiones” contrapuestas de la realidad, se convirtió durante la pandemia en un indicador del agotamiento de una gobernabilidad basada en el control absoluto de los poderes del Estado, de las decisiones, los recursos públicos y un modelo de información construido sobre verdades a medias o mentiras completas.
El derecho a saber
Para muchos, la información creíble es la que cuestiona la verdad de las cifras oficiales. En el trasfondo de muchas dudas e inquietudes, que forman parte del debate público, se encuentra la reivindicación ciudadana del derecho a saber, a ser informada y a recibir información veraz y transparente sobre la gestión pública.
Aunque a primera vista estos temas no son de vida o muerte, tratan sin duda sobre la vida y la muerte, el tema principal durante la pandemia. Sus consecuencias impactan en la conciencia pública y construyen las percepciones que esta elabora sobre lo que ocurre en la realidad cotidiana.
Sin embargo, hasta la fecha, no se ha producido un debate específico o una reflexión colectiva sobre la producción de información institucional de interés público, como hecho social y acto de responsabilidad por parte del Estado.
Exclusión y disputa de “saberes”
El saber y el conocimiento sobre la Covid-19 fueron construidos, fundamentalmente, como riesgo y amenaza de origen desconocido. La primera reacción pública ante la pandemia fue la duda y el descreimiento sobre su existencia “real”. Aún el 12 de junio, a tres meses de iniciada la cuarentena, los medios de comunicación reproducían llamados y mensajes de instituciones y personalidades del país que aconsejaban “tomar en serio” la pandemia, utilizar mascarillas y todos los medios de protección que sugería la campaña gubernamental sobre la “responsabilidad personal” ante la Covid-19.
En algún momento, pareció que se llevaba a cabo un plebiscito que obligaba a tomar posición, a favor o en contra, sobre la existencia del virus. Así se fue configurando el comportamiento colectivo ante la pandemia, con acentuadas manifestaciones de “descuido” o “indiferencia”, que pronto se convirtieron en una avalancha de respuestas poco amistosas para calificar la conducta “del hondureño”. Se dijo entonces que el hondureño es “desobediente”, “ignorante”, “rebelde”, “burro”, “valeverguista”, “irrespetuoso” y “arbitrario” en su comportamiento social.
En el extremo opuesto, se comenzó a hablar sobre el trabajo que realizaban “científicos hondureños” dedicados a encontrar un tratamiento para combatir, o al menos disminuir “la carga viral” del contagio. Así se llegó a presentar dos combinaciones de medicamentos, para ser utilizadas según la etapa en que se hallara la enfermedad.
De ahí derivaron el “tratamiento MAIZ” y el “tratamiento Catracho”. Como sucedió en el momento inicial de la pandemia, la opinión pública se dividió en bandos a favor y en contra sobre la eficacia de los tan publicitados tratamientos. Y también se les convirtió en artículo de la desconfianza pública, argumentando incluso que “los tratamientos” no eran ningún “descubrimiento”, resultado de largos procesos de investigación científica, sino que ya existían “en los protocolos de la secretaría de Salud”.
Entonces, la curiosidad se fue focalizando en la sospecha –muy presente en el ambiente durante toda la cuarentena– de la existencia de algún interés privado en promover la adquisición de los medicamentos incluidos en ambos tratamientos. A pesar de que el uso de estos se formalizó en la mayoría de los centros hospitalarios del país, no hubo unanimidad respecto de la eficacia y las virtudes de la receta local para reducir “la carga viral” de la Covid-19.
Sin embargo, se aceptó que era la única alternativa disponible en el sistema de salud pública, aplicada y distribuida gratuitamente. Así, el saber quedó asociado al momento de la pandemia y la desconfianza pública a la etapa anterior a esta, en que “la verdad oficial” ya carecía de toda credibilidad.
Esta forma de construir la realidad, a partir de un saber que puede ser cuestionado en su forma y contenido, condujo a falsos dilemas y decisiones erradas, que también se transformaron en estrategias incoherentes y con costos económicos adicionales, como ocurrió con una breve “apertura de la economía” y su “cierre” poco tiempo después.
El conocimiento preexistente sobre la precaria situación de las instituciones públicas de salud, el diagnóstico, fue ignorado al momento de elaborar las respuestas gubernamentales para enfrentar la Covid-19, con enormes costos para el erario y la salud pública. Se evadió focalizar la respuesta estatal en mejorar la precaria infraestructura; por ejemplo, los 1,700 centros de salud que en todo el país requieren ampliaciones y mejoras. Tampoco se quiso “convertir” el HEU en un “hospital Covid”, como sugería el personal de este centro asistencial y el Colegio Médico; ni invertir en otros hospitales públicos que asumieron la mayor carga laboral en la atención de los miles de contagiados.
El conocimiento efectivo de la situación de las instituciones sanitarias, en poder del personal de salud, utilizado como punto de partida para sus propuestas, orientadas principalmente hacia una inversión pública con resultados sostenibles para el sistema público de salud, cayeron en saco roto.
En su lugar, con un ostensible despliegue de grandilocuencia y proselitismo político, el gobierno anunció, primero, su intención de construir más de 90 hospitales en todo el país; y después anunció la adquisición de siete “hospitales móviles”, incumpliendo así el anuncio inicial de construir los 90 hospitales. Asimismo, se ignoró la sugerencia de invertir recursos en labores de prevención de la Covid-19 y, a la vez, elaborar una estrategia de prevención de enfermedades ya endémicas, como el dengue tradicional y grave.
En lugar de atender el conocimiento implícito en la experiencia y la ubicación in situ del personal de salud, el gobierno optó por invertir casi 48 millones de dólares en adquirir siete “hospitales móviles”. La polémica que hoy envuelve esta decisión, por las sospechas de corrupción que recaen sobre la transacción realizada, demuestra que las decisiones erróneas no responden, necesariamente, a una construcción deficiente o poco informada sobre la realidad. Más bien, puede tratarse de una visión que no fundamenta la toma de decisiones relacionadas con la inversión pública pensando en satisfacer la demanda social y las prioridades de esta, sino en utilizar las necesidades reconocidas previamente como un recurso para encubrir fines que hasta la fecha no han sido declarados públicamente.
Desde la perspectiva anterior, el resultado obtenido es una construcción dolosa de la realidad objetiva de la demanda y las carencias sociales que, en este caso, se convirtieron en el fundamento de las respuestas, las estrategias y decisiones sustentadas por el gobierno durante la pandemia.
Los informes de investigación y veeduría presentados por organismos como el CNA y la ASJ respaldan la suspicacia generalizada sobre los propósitos “reales” detrás de las decisiones gubernamentales que –como en el caso de los 90 hospitales– generaron expectativas favorables en la ciudadanía.
Por tanto, a más de cien días de iniciada la cuarentena, la reacción colectiva se concreta en una viva condena contra la corrupción que se sospecha de algunas entidades públicas y contra las estrategias gubernamentales ante la pandemia. Los resultados de estas pueden evaluarse en los dos ámbitos principales de dichas estrategias: la salud y la economía.
La salud
La Covid-19 encontró al sistema de salud pública como un condenado a muerte, en espera del tiro de gracia que lo liquidara de una vez, como se preveía años atrás cuando una nueva legislación amenazaba con privatizarlo. Sin embargo, se le condenó a morir a fuego lento, a padecer de calamidad el resto de sus años en el abandono, sometido a un deterioro progresivo hasta su parálisis total. Y no podía ser de otra manera, este moribundo sistema de salud no es un monumento a la equidad social, sino el emblema de la desigualdad social; precario en casi todo, incluso en la modesta apariencia de la mayoría de sus instalaciones. Su destrucción sistemática sigue siendo el símbolo de una orientación y una elección consciente, del Estado, para erradicar “lo público” de su agenda de responsabilidades.
Para responder a la pandemia, el gobierno aplicó una receta neoliberal de principio a fin, cuya característica principal fue otorgar un apoyo a cuentagotas al sistema sanitario y ninguna al sistema educativo público. En parte, este fue uno de los generadores de los conflictos, desencuentros, rechazos y condenas del personal de salud contra la desatención y el abandono del sistema sanitario público por las decisiones gubernamentales. Algunas de estas causaron asombro y repudio en la opinión pública, como la de dotar de manera insuficiente de equipo de bioseguridad a los médicos y enfermeras, así como la demora de hasta dos meses en el pago de salarios en algunos hospitales, según lo denunció el personal del Hospital Leonardo Martínez de San Pedro Sula
La propuesta de asesoramiento del Colegio Médico siguió sin ser escuchada por el gobernante, que tardíamente incorporó a un reducido número de médicos especialistas en algunas labores de apoyo. El escándalo en la adquisición de los “hospitales móviles” representa una bofetada al personal de salud, que por diversos medios sugirió la ampliación y mejora de los centros hospitalarios existentes. Así se acumularon las críticas, los resentimientos, las exigencias y los desentendimientos del personal de salud con el gobierno, sin pausa durante la pandemia.
Algunos fabricantes locales, especialmente de San Pedro Sula, también presentaron sus reclamos, afirmando que podían haber construido “hospitales modulares” en Honduras, a un costo mucho menor y, a la vez, generar empleo y dinamismo en las industrias locales.
Se quejó también el Colegio de Arquitectos que, al estallar el escándalo, informó que varios meses atrás elaboró y presentó ante Invest-H una propuesta con sugerencias concretas para mejorar el ordenamiento y la distribución del espacio interior en los hospitales nacionales, pero su propuesta tampoco fue atendida.
Así se configuró un contexto en el que, a las sospechas de irregularidades o malos manejos, que motivaron al CNA a llevar a cabo una serie de investigaciones y a denominar sus respectivos informes como “Corrupción en tiempos del Covid-19”, se sumó la información divulgada sobre la existencia de un fideicomiso administrado por una institución bancaria, con experiencia en la adquisición de insumos médicos, que tampoco fue consultado para adquirir los referidos hospitales. De hecho, en ese preciso momento se juntaron los ingredientes con los que se sazonó la crisis de la pandemia: incertidumbre, sospecha y desconfianza.
Héroes y villanos entran en escena
El personal de salud apareció ante la opinión pública en una doble condición, primero como héroes por su abnegado desempeño en la atención de miles de pacientes contagiados, y después como víctimas de la mezquindad de la receta neoliberal que los convirtió en parias de un sistema que reiteradamente les negó los equipos de protección indispensables para efectuar sus labores, que les hizo trabajar hasta la extenuación para evitar la contratación de personal de reemplazo, y cuando cumplían un “doble turno” continuo debían utilizar pañales para no despojarse de sus trajes al acudir a un lavabo. Percibieron que desde el gobierno se les ve únicamente como generadores de costos para el erario, desconociendo así que la principal responsabilidad del Estado es velar por la protección de sus ciudadanos y ciudadanas.
Los escándalos de corrupción contribuyeron a acentuar este sentimiento en el personal de salud, como parias damnificados del neoliberalismo al confrontar su precaria situación con las millonarias sumas en dólares que el gobierno recibía en calidad de préstamo de los organismos multilaterales de crédito, y que se gastaban a manos llenas con las consecuentes denuncias de irregularidades en las transacciones efectuadas.
En este escenario de asistencialismo por goteo y clientelismo por costumbre, de abandono y precariedad, se desaprovechó la oportunidad para llevar a cabo una inversión pública sostenible y duradera en el área de salud. Por el contrario, la insistencia gubernamental en mantener el sistema sanitario en la penuria sirvió para reafirmar el carácter excluyente de toda decisión estatal relacionada con las necesidades sociales, porque no ve en la inversión social ganancias y beneficios tangibles.
Esta conducta gubernamental instituyó el conflicto, y a la vez al actor social –los “héroes” vestidos de blanco– que hoy cuestionan simultáneamente la mala gestión de la pandemia, la corrupción y la sordera oficial ante su propuestas, sugerencias y reclamos. Una frase de los galenos lo resumió todo en una mordaz paradoja: “Ojalá hubiera suficiente oxígeno en los hospitales, como hay gas lacrimógeno en los cuarteles”, acompañada de una imagen del mandatario y en el fondo una foto con imágenes de represión contra una protesta popular.
La economía, otra tragedia anunciada
A finales de junio, la mayoría de los observadores del comportamiento económico de Honduras coincidieron en señalar que las perspectivas, a distintos plazos, son muy limitadas. Algunos, como el expresidente de la Cámara de Comercio e Industrias de Tegucigalpa, Rafael Medina, ubicaron el mayor impacto económico de la crisis en la micro y pequeña industria, partiendo de que el 90% del “parque industrial” del país lo constituyen las pequeñas empresas, y que el 70% de la economía se concentra en la informalidad.
Por tanto, la crisis que ahora apenas asoma impactará principalmente en los agentes económicos cuya supervivencia depende del ingreso diario. La especulación en los precios, la reducción de los empleos y los ingresos, el incremento del costo de vida, y sobre todo la falta de alternativas inmediatas o en el futuro cercano, configuran un periodo de crisis que puede prolongarse hasta una fecha todavía incierta.
La política gubernamental ante la pandemia, calificada por sus críticos como “errática” e “incoherente”, ha contribuido a incrementar las consecuencias económicas de la cuarentena por la falta de planificación, de coordinación con otros actores y de tolerancia ante opiniones que cuestionan las decisiones gubernamentales, incluyendo entre estas las de importantes actores de la empresa privada.
El primer gran momento del descontento empresarial se produjo cuando a mediados de junio se dio marcha atrás en la “apertura inteligente” de la economía en su primera fase, sin considerar –según los empresarios– los gastos de reapertura y la inversión económica en medidas de bioseguridad y el pago de salarios, a cargo de los propietarios de negocios. La tragedia sanitaria se estaba convirtiendo en tragedia económica.
La propiedad privada
y su función social
El desborde de los hospitales públicos condujo a una discusión sobre el papel del sistema de salud privado y, en consecuencia, sobre el carácter social de la propiedad, particularmente al plantearse sugerencias respecto de la función social que debe tener la infraestructura hospitalaria de carácter privado.
En el núcleo de esta discusión subyace la pregunta sobre el papel que debe jugar el sector privado en las condiciones particulares de una emergencia sanitaria, así como el papel que le corresponde al Estado en tanto que regulador de la actividad empresarial y, a la vez, garante de la salud de la población.
La decisión de la mayoría de los hospitales privados de no atender pacientes de Covid-19, con diferentes argumentos, entre estos los costos de la atención de tales pacientes, aparte de que dichas instituciones decidieron focalizar sus actividades en atender otras patologías. Una circunstancia de esta naturaleza, inexistente en contextos anteriores, vino a demostrar súbitamente –bajo el influjo de la pandemia– que la privatización de los servicios sociales, particularmente los de salud, no es la panacea que vendría a resolver las insuficiencias de la salud pública. En ese contexto, cabe preguntar: ¿Habrían podido, los hospitales y clínicas privadas, afrontar solos la emergencia de la pandemia?
El debate sobre los temas de interés público se configuró en torno de la proporción de recursos que la sociedad puede disponer por medio de los bienes y servicios públicos a su disposición. En coyunturas anteriores, cuando se ha discutido su apropiación privada tras un proceso de privatización, argumentando la necesidad de mejorar, modernizar y aumentar su eficiencia, han surgido agudos conflictos con los gremios laborales de la salud que defienden la institucionalidad pública en salud y la reivindican como un derecho legítimo de la población. No obstante, lo que ha prevalecido ha sido una imagen desfavorable para las entidades de salud pública, cuya precariedad y carencias han devenido un carnet de identidad para sus instituciones.
En el contexto de tales conflictos, el Estado es cuestionado por ambas partes, siendo señalado como un privatizador neoliberal por los defensores de lo público, y como un sector ineficiente por los promotores de la privatización. En el trasfondo de estas discusiones se encuentran dos posturas enfrentadas: la aspiración ciudadana a ejercer sus derechos legítimos, con salud gratuita y de calidad; y el afán privado de convertir la salud en un negocio lucrativo, excluyente y al margen del cumplimiento de los derechos económicos y sociales de la población.
Un cambio de percepción
En esta coyuntura, la percepción pública sufrió un cambio radical al identificar las fortalezas del sistema público de salud y, simultáneamente, las debilidades de los servicios de salud privados. Resultó evidente que el sistema sanitario público asumió casi la totalidad de la responsabilidad en la atención de los contagiados por Covid-19, en tanto que los pocos centros privados que estuvieron dispuestos a atender estos pacientes fueron señalados por tener precios prohibitivos para la mayoría de la población, que no tendría otra opción que dejarse morir.
Esta experiencia en el área de la salud pública puede en una referencia indispensable para considerar, desde una perspectiva de derechos adquiridos y con la intermediación reguladora del Estado, otros temas de interés público como la educación y el acceso a servicios indispensables como el agua, la energía eléctrica, la conectividad a Internet o la infraestructura de carreteras, que sumados a los servicios de salud constituyen un núcleo estratégico para la supervivencia de la población.
En la coyuntura que seguirá a la finalización de la pandemia, estos temas pueden ser prioritarios en una agenda política y social que se proponga llevar a cabo transformaciones que conciban al ser humano como la principal razón de existencia de las políticas públicas y la acción protectora del Estado, con mucha mayor justificación ahora que el país debe enfrentar un contexto dominado por múltiples carencias y nuevas exclusiones.
El individuo y la ley,
¿quién debe ser primero?
La “ignorancia” y el “analfabetismo” invocados en el debate público como causas de “desobediencia” a las normas establecidas en torno a la cuarentena, se explican en la medida que el modelo neoliberal de sociedad nunca se propuso “educar ciudadanos”. Si tuvo algún propósito, este fue el de convertir a los ciudadanos en “individuos”, que devienen obligados a asumir el costo de su propia existencia como un acto de responsabilidad individual. Sin embargo, en el contexto en que se desenvuelve este “individuo” existe un antecedente, según el cual, las leyes no han sido hechas para cumplirlas, sino para transgredirlas.
Desde esa perspectiva, la voluntad disciplinaria y la coacción implícitas en las disposiciones gubernamentales, son cuestionadas desde una voluntad similar para desconocer el imperio de la ley, de la misma forma en que desde el poder se legitima una elección presidencial ilegítima o se manipula la legislación nacional para “blindar” la corrupción.
Durante la pandemia, este desacato a la ley recorrió un amplio espectro de temas, que fueron desde la especulación y el incremento del precio de los alimentos, los medicamentos y otros productos esenciales, hasta las denuncias de que la circulación de vehículos se multiplicó por la existencia de “salvoconductos” falsos. La misma voluntad de desacato –aunque no siempre por la misma razón– generó actos de irresponsabilidad social en muchos ámbitos, desde el rechazo del uso de mascarillas de protección y las aglomeraciones en los mercados, hasta las transacciones de adquisición denunciadas por el CNA y la ASJ como sospechosas de corrupción.
Por tanto, la percepción del fenómeno del desacato y la transgresión de la ley cambia cuando se considera un espectro más amplio de los temas más visibles en el comportamiento de los individuos en la sociedad y de los individuos en las instituciones estatales. El resultado no puede ser otro que la confrontación de los intereses individuales en el ámbito de la sociedad y del Estado; sin embargo, sus consecuencias –y sus costos– son de orden social, como se deduce en los efectos de la multiplicación del número de contagiados y la masiva destrucción de recursos públicos implicada en actos de corrupción como el ya corroborado en el IHSS y los que ahora están siendo investigados.
En suma, el individuo que en la sociedad neoliberal suplanta al ciudadano en las esferas mencionadas y que concibe el interés privado por encima del interés público, ha constituido con sus actos –antes y después de la pandemia– un obstáculo para la cohesión y el consenso en la sociedad hondureña. El resultado visible: la reducción del potencial para enfrentar la pandemia colectivamente y con abundantes recursos públicos.
Hacia un balance provisional
La crisis construida
La crisis sanitaria y socioeconómica en la pandemia se ha construido en lo cotidiano, en el día a día de su desenvolvimiento; desde la incertidumbre y en la forma de un experimento con episodios de ensayo y error. El protagonista principal ha sido el Estado, con lo cual se acentuó el carácter político de las decisiones asumidas, así como sus consecuencias. Estas pueden llegar a ser catastróficas, por el agotamiento de los recursos disponibles y de las alternativas de solución tanto en el sector público como en el privado, siendo esta su consecuencia principal. En este contexto, se puede afirmar que el rasgo esencial y común a todas las discusiones públicas durante la pandemia fue en torno de la corrupción y el mal gobierno.
La corrupción continuada
Los límites de la corrupción son los mismos que tiene el Estado de excepción, se enmarca fuera de la ley, pero actúa como si fuese completamente legal. Así, las redes subsidiarias de la corrupción, de las que se sospecha están ocultas tras los negocios que se generan en el Estado y pueden resultarles lucrativos, se ubican también por encima de la ley y constituyen desde su posición privilegiada una estructura de poder que actúa en el ámbito nacional e internacional, amparada por la impunidad predominante en el país. Este es el principal logro y el cambio más significativo que se ha operado en el proceso de transición del Estado-botín al Estado fallido, lo cual está conduciendo a una acelerada disolución del modelo republicano de gobierno y de sus instituciones, entre las cuales la más importante es el imperio de la ley y la igualdad de los ciudadanos ante esta.
Este proceso está culminando con la imposición de un nuevo Código Penal, cuestionado socialmente por su predisposición a flexibilizar las penas en delitos de corrupción, entre otros que se señalan por el mismo motivo. Como sostiene el ex Fiscal General de la República, Edmundo Orellana, en una pequeña semblanza del gobierno actual “…inició un proceso agresivo de privatización de funciones y servicios públicos, y para asegurar el continuismo amplió la legislación represiva y fortaleció los cuerpos armados, acompañada de una amplísima normativa protectora de sus acciones dolosas, entre las que destacan las conocidas popularmente como “ley de secretos”, “ley de inteligencia”, “ley del pacto de impunidad”, “ley del blindaje” y, la joya de la corona de la impunidad, el Código Penal”9.
Así se ha impuesto un proceso de suplantación permanente de las leyes, los principios y las instituciones, debilitando profundamente el Estado de derecho. Esta vía de suplantación ha conducido, además, a establecer en lo político un poder absoluto, cuya institucionalidad no responde a las necesidades de la sociedad, sino a los imperativos de la corrupción. Como lo está demostrando la coyuntura de la pandemia, cuando se trata de las necesidades sociales o de una administración eficiente de los recursos públicos, este poder es totalmente ineficaz.
Por esta vía, el antiguo “Estado-botín” se está transformando en un “Estado fallido” al servicio exclusivo de la corrupción, que en los últimos años ha ganado terreno para legalizar sus fines ilegítimos en la forma de leyes formalmente legítimas. En esto consiste el pacto de corrupción e impunidad que hoy es la voluntad de la casta gobernante, sancionada como ley en el nuevo Código Penal.
La verdad exige lo suyo
Si la verdad reclama hoy sus derechos y sus créditos sociales, es porque la ficción que le daba sustento a la república, la democracia y el Estado de derecho, fracasó por completo. En la circunstancia de la pandemia, se exige la restitución de la realidad en el lugar que hoy ocupa la ficción fracasada.
Los primeros pasos en esa dirección están en marcha desde el momento en que se interroga y cuestiona a una democracia que ha mantenido en harapos su sistema sanitario y educativo, y cuando los productores agrícolas reconocen que el país no es capaz de producir los alimentos que su población consume.
El cuento de la rendición de cuentas
Una revelación fundamental de la pandemia es la de visibilizar el carácter ficticio de la transparencia administrativa y la rendición de cuentas, del acceso a la información pública y el cumplimiento de los derechos económicos y sociales de la población.
Esta visibilidad es el resultado del plebiscito al que la pandemia sometió a cada una de las construcciones políticas que sustentan el sistema republicano de gobierno, entre otras la existencia de instituciones contraloras del Estado, la autonomía de los poderes de este, la funcionalidad y capacidad de respuesta de las instituciones y, sobre todo, la existencia de ciudadanía.
Fueron las sospechas de corrupción, insertas en el debate público durante la coyuntura de la pandemia, las que convocaron a este plebiscito sobre la finalidad última del ejercicio del poder en Honduras, haciendo desaparecer cualquier ficción preexistente sobre la institucionalidad de los órganos republicanos y poniendo en cuestión incluso el próximo proceso electoral.
La existencia en esta coyuntura de un “vacío político”, por la ausencia del poder legítimo que ha sido suplantado por la corrupción, es solo la consecuencia lógica del proceso precedente por el que se ha “desmontado” las instituciones, se les ha sustraído o recortado sus funciones y se ha puesto todo su poder al servicio de la ilegalidad y la ilegitimidad.
Una pandemia con tres jinetes
El autoritarismo, la intolerancia y la violencia son tres rasgos de la vida cotidiana en Honduras, que en la coyuntura de la pandemia se concretaron en hechos tales como el rechazo explícito de los contagiados por Covid-19, vivos y muertos, crímenes individuales y masacres, violencia doméstica y femicidios, incluso el secuestro de cinco jóvenes garífunas en el municipio de Tela10.
Su continuidad –incluso su combinación en la cotidianidad de la pandemia– demuestra que tales rasgos constituyen manifestaciones específicas de las formas de ejercicio del poder que más se reproducen en la sociedad hondureña, convirtiéndose así en factores constitutivos de una realidad opresiva y desgarradora.
La dolorosa conciencia
de la identidad nacional
En ningún otro momento de la historia de Honduras, como en los primeros cien días de esta pandemia, se ha escuchado decir en los medios de comunicación –con tanta insistencia y a tantas personas– que lamentan el hecho de “ser hondureños”, reconociendo sentir vergüenza por tal motivo.
Las causas esenciales del deterioro de la conciencia nacional: la corrupción pública, la falta de oportunidades, el menosprecio por la protección de la vida por parte de las autoridades, la ausencia de justicia y el ultraje a la dignidad individual y colectiva, entre otras que obligan a la población a huir de “su” país o a refugiarse en una resignación paralizante.
La pobreza y la corrupción, sin mascarilla
Hoy, la pobreza y la corrupción pueden sentarse a hablar de negocios, estando a un metro de distancia, y no porque así lo demande el nuevo protocolo, sino más bien porque se han aproximado lo suficiente como para verse las caras y decidir si continúan atadas o no al mismo contrato social y político.
En pocas ocasiones de su historia, Honduras se ha sentido tan miserable como en esta danza de millones de dólares obtenidos a nombre de la pandemia y de las enormes carencias de la población. En ese contexto surgió la firme convicción de que la abundancia de recursos solo beneficiará a unos pocos, los mismos de siempre, que pronto se transformó en una amarga sensación de exclusión social y menosprecio en la mayoría de la población.
Esto es lo que está induciendo a que una porción cada vez mayor de la opinión pública considere que llegó el momento de fortalecer los sistemas públicos de salud y educación, y en general “lo público”, que implicaría un giro importante hacia una concepción más integral de este. Lo cual apunta a que la inversión pública y el Presupuesto General de la República se constituirán, en el corto plazo, en un nuevo campo de conflicto, presionando sobre los recursos públicos disponibles.
El agravamiento de estos factores, en presencia de la pandemia, demuestra que lo que está en cuestión es el paradigma neoliberal de economía y sociedad, que produce y reproduce las condiciones que le dan vigencia a la desigualdad y la exclusión social. En la ruptura de este paradigma puede jugar un importante papel el debate sobre el interés público y el interés privado, entre la necesidad de construir bienes públicos y el imperativo de revalorar el peso del aporte del interés privado en la construcción de la sociedad hondureña.
1 Consejo Nacional Anticorrupción (CNA), La corrupción en tiempos del Covid-19, Parte V, “Compra de hospitales móviles de aislamiento por parte de Invest-H ¿Necesidad o improvisación?”, Tegucigalpa, junio de 2020, disponible en: https://www.cna.hn/wp-content/uploads/2020/06/La-corrupcio%CC%81n-en-tiempos-del-COVID-19_tomoV.pdf
2 Hasta julio de 2020, el CNA ha publicado ocho informes, correspondientes a la serie: La corrupción en tiempos del Covid-19.
3 Véase: “Ley de auxilio al sector productivo y a los trabajadores ante los efectos de la pandemia provocada por el Covid-19”, Sección Segunda, Artículo 8, Decreto No. 33-2020, del 3 de abril de 2020, Diario Oficial La Gaceta, disponible en: https://www.tsc.gob.hn/web/leyes/Decreto-33-2020.pdf
4 Secretaría de Finanzas (SEFIN), “Congreso Nacional autoriza a la SEFIN para la colocación de seiscientos millones de dólares en Bono Soberano para reestructuración de la ENEE”, Tegucigalpa, 3 de junio 2020, consultado en: https://www.sefin.gob.hn/congreso-nacional-autoriza-a-la-sefin-la-colocacion-de-600-millones-de-dolares-en-bono-soberano-para-reestructuracion-de-la-enee/
5 En la última semana de julio, la Secretaría de Salud (Sesal) anunció una asignación de L 20 millones y el abastecimiento de algunos insumos de bioseguridad para atender las crecientes demandas de la pandemia en el departamento de Gracias a Dios, el segundo departamento en extensión territorial del país, mayoritariamente poblado por los pueblos miskito y tawahka, y en menor proporción, por los pueblos pech y garífuna. Consultado en: http://www.salud.gob.hn/site/index.php/component/k2/itemlist/category/12-covid19
6 Comunicado de la Junta Central del Colegio de Profesores Superación Magisterial de Honduras (Colprosumah), leído el 7 de mayo en el programa radial “Colprosumah Informativo”, Tegucigalpa, Radio América, 8-9 am.
7 Migdonia Ayestas, directora del Observatorio de la Violencia de la UNAH, entrevistada en los noticieros de la radioemisora HRN, Tegucigalpa, 18 de julio de 2020, 12:10 M.
8 Véase, por ejemplo, Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación (Eric), Sondeo de Opinión Pública, décima edición, Percepciones sobre la situación hondureña en el año 2020, El Progreso, julio de 2020.
9 Edmundo Orellana, “Transparencia”, La Tribuna, 22 de junio, 2020.
10 La Organización Fraternal Negra de Honduras (Ofraneh) denunció este hecho, que se produjo en las últimas semanas de julio, en un comunicado que da cuenta del secuestro de los cinco jóvenes; entre estos, el presidente del Patronato Comunal de la comunidad garífuna Triunfo de la Cruz en Tela, Atlántida. Hasta el 26 de julio se desconocía su paradero.