José Luis Rocha
A lo largo de su historia, las izquierdas han sacrificado a los seres humanos en nombre de sus grandes ideales. Pasó en Nicaragua: el régimen de Ortega mató, torturó, capturó y condenó para “defender la revolución” y enfrentar una “conspiración”. ¿Por qué la izquierda considera que la disensión es traición? ¿Por qué la izquierda europea se deslumbra por la retórica revolucionaria de la izquierda latinoamericana? ¿Por qué no tienen en cuenta el extractivismo depredador de las izquierdas, que han declarado la guerra a los pueblos?
Durante la Guerra Fría los dictadores latinoamericanos asesinaban, desaparecían y encarcelaban a los ciudadanos sometidos bajo sus botas. Lo hacían en nombre del anticomunismo. Ahora, los gobernantes de “la izquierda progresista” nos masacran en nombre del socialismo y del antimperialismo porque el pueblo debe ser castigado cuando no agradece y no reconoce lo que le beneficia.
“El pueblo merece ser castigado”
Napoleón Bonaparte impuso los principios de la Revolución francesa a punta de sables y sobre un volcán de cadáveres. En una misiva a uno de sus lugartenientes, fue quien mejor formuló la idea de que el progreso con sangre entra: “Si el pueblo rechaza su propia felicidad, el pueblo es culpable de anarquía y merece ser castigado”. Hoy, Nicolás Maduro y Daniel Ortega castigan al pueblo desubicado e insumiso. Les sobran balas para cobrar cara su ingratitud y su nula conciencia de clase.
A capela o con gran orquesta, los aplauden los analistas de izquierda Tariq Ali, Atilio Borón, Emir Sader e Ignacio Ramonet. Se les suman los políticos-consultores del partido Podemos en España, escamoteando al fisco los petrodólares que el chavismo les paga por sus asesorías. El expresidente uruguayo José Mujica coloca paños tibios sobre un tajo sangrante cuando dice que Ortega debe darse cuenta de que a veces llega el tiempo de dejar el poder, pero no dice ni pío sobre las masacres y los centenares de presos políticos.
Oteando hacia Venezuela, Mujica conjura el peligro de una intervención militar, pero ni el voto con los pies de los millones de venezolanos que han migrado ni la evidencia del repudio de los millones que se han manifestado en las calles, consiguen arrancarle siquiera un comentario marginal. En la otra punta de América Latina, estrenando la silla del águila, Andrés Manuel López Obrador descalifica la visión plural y consensuada de la OEA por injerencista, y acto seguido se autopropone como mediador. Sobre los muertos y los presos: silencio.
De ahí las preguntas que se hace y nos hace el uruguayo Raúl Zibechi:
¿Cómo pudo José Mujica guardar silencio durante tantos meses —mientras en Nicaragua morían cientos de jóvenes, y ante la carta abierta de Ernesto Cardenal— hasta pronunciar finalmente alguna crítica a Ortega? ¿Cómo pueden algunos connotados intelectuales latinoamericanos justificar la matanza con argumentos insostenibles o con un silencio que los convierte en culpables? ¿Qué los lleva a pedir la libertad de Lula sin revolverse contra el gobierno de Nicaragua?
Tariq Ali, Atilio Borón, Emir Sader, Ignacio Ramonet, José Mujica y Andrés Manuel López Obrador son intelectuales y políticos que merecen cierto respeto. Unos más, otros menos, todos han demostrado tener atisbos de lucidez en más de un episodio de sus vidas, sus discursos y sus textos. Por eso sorprende verlos subestimando, desestimando o incluso descalificando las manifestaciones de repudio a los regímenes de Ortega y Maduro.
A su juicio, no son revueltas genuinas, sino levantamientos hábilmente concebidos y meticulosamente ejecutados por el imperialismo. Si participan las masas, debe ser porque las engañaron. Al fin y al cabo, ¿no fueron masas alienadas las que auparon a Bolsonaro en Brasil? Las masas pueden equivocarse. Suelen equivocarse. Entonces, ¿en quién habita la soberanía? En principios inalienables, según ellos. Para la izquierda, la soberanía es un ente impersonal. El pueblo en las calles no es soberano ni autodeterminado. Es manipulado y dependiente. Sobre todo si se manifiesta contra sus cuates…
Un meme autoinmune: “fue conspiración”
Arthur Koestler, George Orwell y Raymond Aron, pensadores de ojo crítico, se apartaron de la izquierda cuando vieron las más burdas justificaciones que cosechaban entre las filas de sus correligionarios las purgas del estalinismo. Isaac Deutscher, de juicio siempre matizado y poco perturbado por prejuicios, penetró con fácil empatía en la experiencia que marcó a estos pensadores: “No puede haber espectáculo tan repugnante como el de una tiranía postrevolucionaria vestida con las banderas de la libertad”.
Mientras esos intelectuales ejercían la crítica, otros se plegaban al poder del zar rojo. Siempre había una “conspiración” a la que atribuir la necesidad imperiosa de medidas excepcionales.
La idea de la conspiración es un meme, en el sentido que a esta palabra le ha dado el biólogo británico Richard Dawkins: una unidad de transmisión cultural que se replica a la manera de los genes: “Al igual que los genes se propagan en un acervo génico al saltar de un cuerpo a otro mediante los espermatozoides o los óvulos, con conspiraciones, los memes se propagan en el acervo de memes al saltar de un cerebro a otro mediante un proceso que, considerado en su sentido más amplio, puede llamarse imitación”.
La mejor forma de frenar la propagación de un meme es someterlo a escrutinio crítico. El problema es que hay memes autoinmunes. El meme de la conspiración es uno de ellos. Y así, quienes lo explican todo con conspiraciones, afirman que la ausencia de pruebas de la conspiración es precisamente la mejor prueba de que fue montada sin fisuras y con el mayor profesionalismo. En el caso de Nicaragua, la ausencia de pruebas de que la rebelión de abril fue auspiciada por la derecha imperial es la mejor prueba de que instituciones del más alto nivel, como la CIA y sus comparsas, participaron en su diseño y ejecución.
Ideologías que son religiones
A la teoría de la conspiración de la derecha, que atribuye todos los males y movimientos de la geopolítica a la mano de Putin o al fundamentalismo islámico, corresponde la teoría de la conspiración de la izquierda, que atribuye todas las penurias del Sur a la derecha imperial. En ambos lados, el pensamiento único es un único pensamiento que lo explica todo… y que exhibe sus raíces religiosas.
El historiador israelí Yuval Noah Harari muestra las raíces religiosas de diversas corrientes ideológicas seculares occidentales: “La edad moderna ha asistido a la aparición de varias religiones nuevas como el liberalismo, el comunismo, el capitalismo, el nacionalismo y el nazismo. A estas creencias no les gusta que se las llame religiones, y se refieren a sí mismas como ideologías. Pero esto es solo un ejercicio semántico.
“Si una religión es un sistema de normas y valores que se fundamenta en la creencia en un orden sobrehumano, entonces el comunismo soviético no era menos religión que el islamismo… Mientras que los budistas creen que la ley de la naturaleza fue descubierta por Siddharta Gautama, los comunistas creían que la ley de la naturaleza la descubrieron Karl Marx, Friedrich Engels y Vladimir Ilich Lenin.
“Al igual que las demás religiones, el comunismo también tiene sus Sagradas Escrituras y libros proféticos, como El capital, de Karl Marx, que predecía que la historia pronto terminaría con la inevitable victoria del proletariado. El comunismo tenía sus fiestas y festivales, como el Primero de Mayo y el aniversario de la Revolución de Octubre. Tenía teólogos adeptos a la dialéctica marxista, y cada unidad del ejército soviético tenía un capellán, llamado comisario, que supervisaba la piedad de soldados y oficiales. El comunismo tenía mártires, guerras santas y herejías, como el trotskismo. El comunismo soviético era una religión fanática y misionera. Un comunista devoto no podía ser cristiano ni budista, y se esperaba que difundiera el evangelio de Marx y Lenin, incluso al precio de su propia vida”.
De forma análoga a la religión, las ideologías de izquierda y derecha han tratado de ponerse a resguardo de la crítica. Parafraseando la distinción de Hegel entre religión positiva y religión natural, podemos decir que hay algunos sectores de la izquierda que distinguen —usando otros términos— entre un “socialismo positivo” (o histórico) y un “socialismo natural” (ideal). Con la aplicación tropicalizadora, esta distinción reaparece como “sandinismo positivo” y “sandinismo natural”. El primero es el sandinismo histórico, lleno de defectos, supersticiones y corrupciones. El segundo es el sandinismo conforme a la razón, que permanece impoluto en el mundo de las ideas, en un más allá donde no caben máculas ni errores. El sandinismo natural no admite críticas. Por definición, es el que se usa para criticar y ponderar las desviaciones del sandinismo positivo.
Las mismas distinciones son aplicadas al bolivarismo (o chavismo): en algún sitio hay una revolución bolivariana que no pudo desplegar todos sus beneficios debido a la agresión imperial. La represión de los opositores, aunque repudiable —para quienes la perciben—, fue la única vía de sobrevivencia que le quedó al chavismo. No hay que hablar del chavismo histórico. El deber de la izquierda es defender el chavismo natural y atribuir la brecha entre uno y otro al bloqueo y las conspiraciones del Coloso del Norte.
La receta del terror
La teoría de la conspiración ha servido para justificar el terror. La virtud y el terror fueron una consigna revolucionaria desde que Robespierre propuso:
Si el principal instrumento del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, en momentos de revolución deben ser a la vez la virtud y el terror. La virtud, sin la cual el terror es funesto. El terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa e inflexible.
La revolución soviética retomó ese legado, poniendo en práctica bastante más terror que virtud. Zinóviev escribió: “Tenemos que ganarnos a noventa millones de personas de los cien que habitan la Rusia Soviética. Con el resto no hay nada que hablar: hay que aniquilarlos”. Y cuando el profesor Kuznetsov advirtió a Trotski que Moscú estaba muriendo de hambre, este le respondió: “Eso no es pasar hambre. Cuando Tito sitió Jerusalén, las madres judías se comían a sus propios hijos. Cuando yo consiga que las madres de Moscú comiencen a devorar a sus hijos usted podrá venir a decirme: Aquí pasamos hambre”.
La Premio Nobel de Literatura Svetlana Aleksiévich cita una orden de Lenin: “Hay que colgar (y digo colgar, para que el pueblo lo vea) a no menos de mil kulaks inveterados, a los ricos… Despojarlos de todo el trigo, tomar rehenes… Y hacerlo de tal manera que a cientos de verstas a la redonda el pueblo lo vea y tiemble de miedo”.
Sería erróneo sostener que estos pensamientos encierran la totalidad de propósitos del pensamiento de Trotsky y de Lenin. De hecho, Trotsky condenó la política del hambre cuando Stalin la puso en práctica y acabó, entre 1931 y 1934, con la vida de más de 5 millones de personas, de las que alrededor de 4 millones eran ucranianas, la octava parte de la población de Ucrania. Pero sería falaz refugiarse en la distinción del socialismo histórico y el socialismo ideal para distanciarse de esta tradición.
Stalin carga hoy justamente con gran parte de los crímenes de la Unión Soviética, pero fue el continuador de una tendencia a despreciar la voluntad, el juicio y la vida de las masas. Atento a ese patrón, el historiador británico Simon Sebag Montefiore escribió: “Stalin fue a todas luces un caso singular, pero muchas de sus teorías y muchos de sus rasgos característicos, como la utilización de la muerte como instrumento político, y desde luego su paranoia, eran compartidos por sus camaradas”.
Incluso Tariq Ali reconoce que por la senda que inició Lenin y profundizó Stalin se constituyó un Estado autoritario “que negaba las libertades civiles a sus ciudadanos, expropió todos los derechos de asociación y organización, mantuvo un total monopolio sobre los medios de comunicación, reprimió ideas y recurrió a burdas muestras de nacionalismo y xenofobia para mantener algo de legitimidad”.
¿Por qué ocurrió esto? Ali lo explica: “Salvaguardar la revolución era su máxima prioridad, a cualquier precio. Y el precio fue alto. La suspensión de las libertades civiles, las ejecuciones sumarias, los arrestos sin juicio y la prohibición de los demás partidos soviéticos, cuya lógica era desterrar definitivamente la disidencia dentro de sus propias filas”. Esta es la misma receta que Ortega ha aplicado al pueblo de Nicaragua y muy semejante a la de Maduro. Lamentablemente, Ali se niega a reconocer esos rasgos en los gobiernos socialistas de Venezuela y Nicaragua.
Humanos sacrificados en nombre de nobles ideales
El terror y la supresión de las libertades ha sido un arma de guerra de la izquierda para afianzarse en el poder o para hacerse con él. Terror para mantener el poder lo testimonian Termidor en Francia y la política hacia los kulaks en la Unión Soviética. Terror para tomar el poder: los atentados del terrorismo anarquista.
En algún momento la revolución sandinista quiso desmarcarse de la tradición del terror generalizado. No lo consiguió a plenitud en los años 80. Y no solo por los múltiples abusos individuales, sino por el terror que diseminó con profusión en la Costa Caribe y en la Nicaragua rural, defendiendo la revolución. En abril de 2018 retomó a plenitud esa tradición, sembrando el terror por todo el territorio nacional.
Pero analistas y políticos de izquierda, que jamás aplicarían políticas represivas ni las querrían para sí mismos, asumen que estas se ejercen en Nicaragua y Venezuela como extremos a los que se ven forzados los líderes revolucionarios cuando son víctimas de una conspiración, ese meme autoinmune. Se niegan a ver que lo que se está aplicando en Nicaragua y Venezuela no es siquiera el principio de Robespierre, porque lo que tenemos en ambos países es terror sin virtud. Solo un terror funesto.
Slavoj Žižek, en su prólogo a los escritos de Robespierre, dice:
¿Qué deberían pues deducir de todo esto quienes siguen fieles al legado de la izquierda radical? Dos cosas al menos. En primer lugar, tenemos que aceptar como nuestro el pasado terrorista, aunque —o precisamente porque— se rechace críticamente. La única alternativa a la tibia posición defensiva de culpabilidad asumida frente a nuestros críticos liberales o derechistas es: tenemos que hacer mejor que nuestros adversarios esa tarea decisiva.
La única vía para disolver el meme es la crítica, y esta empieza por reconocer y enfrentar críticamente la tradición de la que se viene, y denunciar las revivificaciones sangrientas de esa tradición, que subsisten y se multiplican precisamente porque no son rechazadas críticamente.
Obviamente, la izquierda no ha sido la única en utilizar el terror y practicar holocaustos. En nombre del progreso y de las creencias religiosas se han realizado los más masivos sacrificios humanos. Para consumarlos, el progreso se ha vestido con ropajes de empresas civilizadoras promotoras de pureza racial o de crecimiento económico. El teólogo y economista Franz Hinkelammert escribió hace tiempo sobre los sacrificios humanos. La sociedad occidental, explica,
habla siempre de un hombre tan infinitamente digno, que en pos de él y de su libertad el hombre concreto tiene que ser destruido. Que el hombre conozca a Cristo, que salve su alma, que tenga libertad y democracia, que construya el comunismo, son fines en nombre de los cuales se han borrado los derechos más simples del hombre concreto. Desde la perspectiva de esos pretendidos valores, esos derechos parecen simplemente fines mediocres, metas materialistas en pugna con las elevadas ideas de la sociedad. Evidentemente, no se trata de renunciar a ninguno de esos ideales. De lo que se trata es de arraigarlos en lo simple e inmediato, que es el derecho de todos los hombres a poder vivir.
Hinkelammert nos da una pista del anzuelo que muerden los intelectuales de izquierda: un ideal noble. Pero rechaza la construcción de ese ideal cuando a su paso va dejando una cauda de cadáveres de hombres y mujeres concretos. Ese es el criterio que activistas e intelectuales de izquierda deben emplear cuando sometan a escrutinio crítico las aventuras de los socialismos históricos. Lamentablemente, los clamores de los pueblos venezolano y nicaragüense no alcanzan a disipar los humos de los grandes ideales. Y todo porque, como diría Žižek, falta ese reconocimiento y rechazo críticos.
Siempre hubo disidentes en la izquierda
Analistas y políticos de izquierda de medio mundo han hecho una opción preferencial por todo lo que huela a izquierda en América Latina. Esa posición está en las antípodas de lo que ha sido la tradición de la izquierda desde sus inicios.
Cuando Napoleón desechó su ropaje republicano para vestir el traje de emperador, sus partidarios en toda Europa se dividieron. Beethoven, que compuso la sinfonía número 3 en su honor y la había titulado “Bonaparte”, la rebautizó como “Heroica”, rasgando la primera hoja, cuando supo que Napoleón se había autocoronado en mayo de 1804. Desde antes, la Revolución francesa tuvo expresiones extremas de división en la izquierda de entonces. Las disensiones entre cordeleros, jacobinos y girondinos nos permiten conocer ahora quiénes estaban por conceder más derechos sociales y políticos. Sus enfrentamientos encarnizados, apasionados hasta el punto de perder literalmente la cabeza, han contribuido a formar nuestros criterios políticos.
Karl Marx invirtió gran parte de su tiempo y de su agudeza intelectual en combatir a los que él consideraba como miembros de una falsa izquierda, un bolsón en el que metió a idealistas, activistas radicales, soñadores, vendidos y cooptados. La mayoría de quienes él combatía fueron sus entrañables compañeros de lucha, con los que rompió cuando se adhirieron a credos cuestionables, regímenes represores o aventuras estériles.
La historia del socialismo estuvo marcada por las divisiones. Lenin y su amigo Mártov dividieron al partido socialdemócrata ruso en bolcheviques y mencheviques. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fundaron el Partido Comunista de Alemania cuando se separaron del Partido Socialdemócrata, porque su dirigencia respaldó las pretensiones imperialistas del Estado alemán y su involucramiento en la Primera Guerra Mundial. A juicio de estos dos revolucionarios, esta opción iba contra el internacionalismo proletario porque apostaba por una alianza interclasista nacional y enfrentaba a obreros contra obreros en defensa de las banderas imperialistas y nacionalistas. Esta escisión provocó la ruptura de Luxemburgo con su viejo amigo Karl Kautsky, que vio en la guerra la lucha contra el absolutismo del zar.
Isaac Deutscher nos recordó que Hegel dijo
que un partido solamente es real cuando llega a estar dividido. La idea, lejos de ser una paradoja, es profunda y sencilla en su realismo dialéctico. Todo movimiento político (y toda escuela filosófica de pensamiento), al crecer y desarrollarse, no puede menos que desplegar las contradicciones inherentes a sí mismo y a su contorno, y cuanto más las despliega, más rico es su contenido y mayor su vitalidad. La concepción de Stalin del partido monolítico fue una de sus utopías terroristas, el sueño de un autócrata, lleno de pánico ante la menor disensión, o “desviación”, que en su imaginación se sitúa a sí mismo por encima de las realidades de la sociedad y de la historia.
Con igual pánico ante las disensiones, gran parte de la izquierda latinoamericana cierra filas monolíticas en torno de su santoral de líderes autoproclamados de izquierda y cobija hoy bajo su santo manto a López Obrador —un socialdemócrata al que se aferra como tabla de salvación—, pese al repudio del que lo ha hecho objeto el movimiento zapatista, negándole su apoyo durante la campaña electoral y denunciando los holocaustos que prepara en el altar del progreso.
Cuando abandonan la democracia…
Las imágenes de Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo pueden hoy compartir un mismo altar. Pero cuando eran seres humanos de carne y hueso a quienes las diferencias ideológicas y las opciones estratégicas ponían crispados, anduvieron a las greñas unos con otros. Sus disensos deberían ayudarnos a formar nuestros criterios políticos.
Lenin decidió disolver la Asamblea Constituyente, pero no la quiso sustituir por una nueva, nacida de la revolución. Trotsky justificó la disolución en estos términos: “Gracias a la lucha abierta y directa por el poder, las masas obreras acumulan en un tiempo muy breve una gran experiencia política y ascienden rápidamente un escalón tras otro. El pesado mecanismo de las instituciones democráticas es tanto menos fiel a esta evolución cuanto más grande es el país y más imperfecto es su aparato técnico”.
En marcada oposición a este análisis, Rosa Luxemburgo hace un recorrido histórico para mostrar que las elecciones y los parlamentos, o sus equivalentes, sirvieron en Inglaterra, Francia y Rusia para dar impulso a los procesos revolucionarios, y proclama su defensa de la democracia y sus instituciones:
Ese pesado mecanismo de las instituciones democráticas posee un potente correctivo, precisamente en el movimiento vivo de las masas, en su expresión ininterrumpida. Y cuanto más democráticas son las instituciones, cuanto más vitales y potentes se presentan las pulsaciones de la vida política de las masas, tanto más directa y total resulta su eficacia…
Es cierto que toda institución democrática tiene sus límites y sus ausencias, como todas las instituciones humanas. Pero el remedio inventado por Trotsky y Lenin, la supresión de la democracia en general, es aún peor que el mal que se quiere evitar.
Karl Kautsky —amigo de Marx y aún más de Engels—, en su libro Terrorismo y comunismo coincide en este punto con Luxemburgo, denunciando el desmantelamiento bolchevique de las instituciones de la democracia directa. Su denuncia incluso fue más allá:
El bolchevismo ya no tiene nada que ofrecer a los campesinos después de la destrucción de la gran propiedad. La simpatía por el bolchevismo se ha convertido en odio. Odio contra los obreros de la ciudad, que no trabajan, que no les suministran los productos que necesitan. Odio contra los gobernantes, que envían soldados a los pueblos para requisar productos alimenticios…
Querían deshacer la diferencia de clases. Comenzaron destruyendo y humillando a la clase superior y acabaron creando una nueva sociedad de clases.
Kautsky reconoce que este no era el noble ideal que inspiró en su origen a los bolcheviques, y por eso la realidad resultó tan agria:
(…) En los comienzos de su gobierno se mostraron llenos de los ideales de humanidad propios de la situación de clase de los proletarios. Su primer decreto fue la abolición de la pena de muerte. Y, sin embargo, si existe culpa en ellos, hay que buscarla en esta época, cuando se decidieron a abandonar los principios de la democracia y del materialismo económico para conquistar el poder.
En la izquierda disentir es traicionar
No obstante las diferencias que los distanciaron, en este punto Luxemburgo desde el ala izquierda y Kautsky desde el centro de la socialdemocracia, coincidieron en su decidida defensa de los principios e instituciones de la democracia, y advirtieron a Lenin sobre los peligros que entrañaba prohibir todos los partidos de oposición, así fuera una “medida temporal” —como dijeron los bolcheviques—, probablemente sin proponerse que esa supresión duraría toda la vida del régimen soviético.
A punto de finalizar su vida activa, Lenin fue perturbado por dudas y temores. “Comprendió —señala Isaac Deutscher— que había ido demasiado lejos y que la nueva maquinaria de poder se estaba convirtiendo en una burla de sus principios. Se sintió alienado del Estado que él mismo había construido. En el Congreso del Partido en abril de 1922, el último al que asistió, expresó agudamente esta sensación de enajenación”. En su lecho de convaleciente, y contraviniendo las prescripciones de sus médicos, dictó notas sobre la política soviética hacia las pequeñas nacionalidades. Fue una manera involuntaria de darles la razón a Luxemburgo y Kautsky: “Soy, al parecer, claramente culpable ante los trabajadores de Rusia”. Deutscher concluye: “En su capacidad para pronunciar estas palabras, reside una parte esencial de la grandeza moral de Lenin”.
Esta, quizás excesiva relación de las viejas reyertas entre camaradas, demuestra que ha habido diferencias al interior de la tradición de izquierda desde sus inicios. Y la forma de abordarlas —tanto en caliente como a posteriori— ha sido siempre la descalificación total. Bakunin y Kautsky fueron confinados en el noveno círculo del infierno de los socialistas. Luxemburgo estuvo vetada por el estalinismo y todavía no entra con pleno derecho en el santoral comunista. Kautsky aún espera su reivindicación.
Todavía no nos hemos sacudido el peso dominante que alcanzó, como meca del marxismo, la versión soviética que, en definitiva, convirtió disensiones y divisiones en traiciones. Y esta forma de “evolucionar” ha empobrecido la tradición del pensamiento socialista y marxista.
No solo juega el imperio
Europa ha sido persistente escenario de pugnas entre diversas facciones de la izquierda. Pero en América Latina basta con proclamarse de izquierda. Para el caso, bastó que los caudillos del Socialismo del siglo 21 se proclamaran “de izquierda”, para que intelectuales afines los reconocieran como tales. Les tiene sin cuidado que estos líderes padezcan de inopia intelectual y representen grupúsculos sin argumentos, habituados a repetir consignas como letanías y respondan a la voz con la coz. Tal vez piensan que esa es la única izquierda que aquí podemos alcanzar. Parecen decir: “Cada pueblo tiene la izquierda que se merece”.
Bajo el influjo del meme de la conspiración eterna, solo tienen ojos para una película donde el imperio es el protagonista estelar y los gobiernos de izquierda van haciendo su labor de zapa. El pueblo solo pone los extras a favor de uno y otro lado. Si un régimen se opone al imperio —así sea solo retóricamente y en todo lo demás se someta a su lógica— ahí van a rendirle homenaje. Pero esa narrativa no se corresponde a la realidad. El imperio mueve sus piezas, y los pueblos también desplazan las suyas. A veces los movimientos se traslapan y los intereses tácticos coinciden parcialmente. Y si los movimientos del pueblo son variados, contradictorios y a menudo erráticos y no anulan los intereses imperiales que están en juego, el accionar del imperio tampoco cancela la pujanza de los pueblos.
El imperio impera, dicen con pragmática realpolitik. El imperio es la variable invariable. Por eso es ridículo que algunos analistas pretendan presentar como un hallazgo novedoso que lo que le interesa a Estados Unidos es el petróleo venezolano, y desdeñen que los pueblos también tienen intereses, también están moviendo sus piezas. Dentro del gran relato de la estrategia imperial hay cientos de pequeños relatos de subrepticias y abiertas resistencias que también cuentan.
No hay mejor ejemplo de la naturaleza dual de este enfrentamiento que la contrarrevolución armada en la Nicaragua en revolución de los años 80. La contrarrevolución fue un movimiento campesino que surgió por las políticas erróneas, la opción urbana y la política represiva del FSLN en el campo. El gobierno de Estados Unidos brindó armas y recursos a los campesinos contrarrevolucionarios para sostenerse, durar y tener un mayor impacto militar. Pero la administración Reagan no hubiera podido montar semejante movimiento ni con cien Elliot Abrams y doscientos Oliver North.
El componente primigenio de la Contra fue un campesinado descontento, que no solo nutrió las filas del ejército de la Resistencia, sino que también proporcionó los elementos básicos que necesita toda guerrilla: población simpatizante donde esconderse, comer, reposar y emboscar. A la narrativa que solo ve buenos /malos, blancos /negros, comunistas /imperialistas, le incomoda demasiado esta versión.
El dinero “no tiene olor”
Gran parte de la izquierda —igual que los historiadores concentrados en relatar episodios de las vidas de emperadores, príncipes y princesas— también excluye de la historia a la gente común, al “vulgo errante, municipal y espeso”, que decía Rubén Darío.
En su tablero bicolor solo hay dos jugadores: el imperio y quienes se le oponen. Olvidan o relegan al cajón de los eventos de poca monta los clamores de los asesinados, las viudas, las madres, los hijos, los presos políticos… “Si no estuvieran manipulados se quejarían menos”, quizás piensan. También dejan de lado que la izquierda —tanto si es petrolera como la venezolana, o huachicolera como la nicaragüense— obtiene sus recursos del injusto sangriento mercado imperial.
El emperador Vespasiano sentenció Pecunia non olet (“El dinero no huele”) cuando le reprocharon su nuevo impuesto a la orina que se recogía en las calles de Roma para usarlo como poderoso blanqueador de la ropa. Los alemanes todavía dicen Geld stinkt nicht (“El dinero no apesta”). Los economistas dicen que el dinero es fungible: es imposible distinguir su procedencia cuando se le mete en un mismo saco.
La izquierda latinoamericana y mundial, que aplaude a la izquierda en el poder, se las pica de purista; pero una vez ingresados los fondos en las arcas de las fundaciones políticamente correctas, esos fondos non olet… No importa si van a parar a los proyectos sociales o a los bolsillos de la familia Ortega. No importa si salieron de coimas que pagaron al gobierno de Ortega compañías mineras o mafias madereras. Lo único que importa es que apuntalan a la izquierda en sillas presidenciales… Non olet. También ocurre con la cooperación externa. No importa si el dinero proviene de un obrero metalúrgico que lo sudó cada día, o de una compañía que acapara tierras en Senegal. Una vez filtrado por el Estado y las fundaciones que lo canalizan hacia proyectos de desarrollo en el Sur, ese dinero non olet.
Ortega entregó Nicaragua a la minería
En los años 80 la propaganda antiestadounidense intentó convencernos de que la Coca-Cola era “las aguas negras del imperialismo”. Y en el siglo 21 algunos izquierdistas parecen percibir como agua cristalina el petróleo venezolano que sostiene a Cuba, apuntala el régimen de Evo Morales y ha engordado los bolsillos de la cúpula orteguista.
Seguramente pensarán que vale más que los dividendos de la desenfrenada acumulación de capitales —que las izquierdas latinoamericanas han montado sobre el petróleo venezolano—, vayan a engordar los bolsillos de sus líderes, a que caigan en las arcas de las tradicionales oligarquías de derecha o en las de las corporaciones transnacionales. Ya era tiempo de variar de ladrones.
Pero, ¿cómo es posible que cuando son tantos ya los activistas e intelectuales que hablan contra los estragos de la minería, haya analistas de izquierda dispuestos a hacer la vista gorda ante el hecho de que bajo el régimen de Ortega la minería se expandió como nunca antes en la historia de Nicaragua?
En 2016 —con Ortega en el gobierno desde 2008— las exportaciones de oro ya habían crecido a ritmo vertiginoso: desde las 10,800 onzas troy y 4.2 millones de dólares en 1994 hasta 236,900 onzas troy y 357 millones de dólares ese año. En 2016 los ingresos por exportación de oro representaron el 20% del valor de los principales productos de exportación del país, colocándose en tercer lugar después de la carne y el café. La exportación de plata pasó en ese mismo período de 94,200 a 681,700 onzas troy y de 1 millón 300 mil dólares a casi 12 millones de dólares.
Una muestra de la política pro-minería del gobierno de Ortega quedó plasmada en 2017 en la ley creadora de la Empresa Nicaragüense de Minas, aprobada por los diputados orteguistas, que tienen mayoría parlamentaria por el fraude de 2011. Esta ley concesiona el 22% del territorio nacional a la minería. Antes, era el 12%. Son cifras oficiales y no calumnias del imperio ni de la ultraizquierda trotskista.
En Nicaragua, la izquierda en el poder vive del petróleo y de la minería. Y también mata por la minería. Según el reporte anual de Global Witness, once personas fueron asesinadas en 2016 en Nicaragua por defender sus tierras o el medioambiente, la mayoría indígenas del Caribe, asesinados por colonos mestizos.
Los nicaragüenses de a pie no han logrado sentirse “bendecidos, prosperados y en victoria” durante los doce años de gobierno sandinista (2007-2019), como Rosario Murillo ha repetido cientos de veces. En cambio la minería, la extracción de madera, el duopolio de las telecomunicaciones, el acaparamiento de tierras, las exoneraciones discrecionales de impuestos y los operadores políticos sin mayor mérito que su obediencia incondicional a Ortega, sí han prosperado en un gobierno autoproclamado “cristiano, socialista y solidario”.
Es larga la lista de expulsiones, desplazamientos y asesinatos de campesinos. Las comunidades indígenas de la Costa Caribe van a la cabeza de esos crímenes. Los recursos de esa mitad de Nicaragua son un imán para empresarios inescrupulosos. Su aislamiento —que se traduce en baja cobertura del Estado, de los medios y de las organizaciones de derechos humanos— ofrece muchas oportunidades para esconder los desmanes bajo la alfombra.
La guerra contra los pueblos del capitalismo o del socialismo
En la vecina Honduras, donde gobierna Juan Orlando Hernández —otro presidente inconstitucional—, los crímenes en las zonas rurales son cotidianos. El Instituto Hondureño de Geología y Minas (Inhgeomin) entregó seis concesiones en el municipio de Tocoa hasta totalizar 3,500 hectáreas para explotación minera a cielo abierto. Parte de esas concesiones se ubica en el Parque Nacional Carlos Escaleras Mejía, al que el Congreso Nacional concedió la categoría de área protegida mediante el decreto 127-2012. Se trata de una zona de recarga hídrica de los ríos Mame, Monga, Cuaca, San Pedro, Guapinol, Tocoa, Taujica, Bonito, Izquierdo, Rio Chiquito y Tinto o Negro, entre otros. Pero el brazo judicial del Estado hondureño ordenó la captura de 32 líderes comunitarios que piden declarar a Tocoa municipio libre de minería.
En Nicaragua, Medardo Mairena, Pedro Mena y otros líderes campesinos guardan prisión. Mairena, condenado a más de dos siglos de privación de libertad, Mena a 150, otros a décadas. El movimiento anticanal al que pertenecían nació cuando se opusieron a las inminentes confiscaciones de tierras que implicaba la concesión canalera a Wang Ying, un multimillonario chino que no pudo seguir prestándose a la farsa del “Gran Canal”, cuando perdió gran parte de su capital en una megajugada especulativa financiera.
En Nicaragua y en Honduras las zonas en conflicto se militarizan. Los campesinos son sometidos a base de torturas, secuestros y procesos judiciales contaminados de principio a fin. Distintas ideologías, los mismos métodos y los mismos aliados. Esto ocurre así porque, como escribe Raúl Zibechi, citando una tesis del Subcomandante Marcos, “se trata de una guerra contra los pueblos”.
En esa guerra, según Zibechi,
la violencia y la militarización de los territorios son la regla, forman parte inseparable del modelo. Los muertos, heridos y golpeados no son fruto de desbordes accidentales de mandos policiales o militares. Es el modo “normal” de operar del extractivismo… Acabar con los pueblos que sobran, desertizar territorios y luego reconectarlos al mercado mundial. Históricamente, en la América Latina india / negra / mestiza, el principal modo de disciplinamiento fue la masacre o la amenaza de masacre (léase exterminio), tanto en la Colonia como en el período republicano, en dictaduras o en democracias, y hasta el día de hoy.
También en el Brasil de Lula
El gran capital necesita la tierra, no la plusvalía. Se impone a escala mundial el modelo anglosajón de colonización, aunque no el que se aplicó en la India, sino en Norteamérica. Se impone el que no quiere someter e instrumentalizar ni mezclarse con las poblaciones nativas, sino eliminarlas y/o confinarlas para apropiarse de sus recursos. Los colonos hispanos veían en la población aborigen un recurso. Los colonos ingleses, un competidor por el recurso tierra. En ese modelo, ahora reproducido, los pueblos son superfluos en el mejor de los casos. En el peor, son un estorbo que hay que remover.
Este modelo, que es transideológico, lo vemos reproducido en otros países que, como Nicaragua, también se suponen bajo gobiernos de mandatarios socialistas.
En Brasil, durante el gobierno de Lula da Silva, se crio una camada de nuevos ricos en torno de la corrupción de la estatal Petrobras. La alianza de partidos políticos, capital externo y gran capital nacional inició con el gobierno de Fernando Henrique Cardoso; pero en su gobierno, Lula la llevó a cotas impensables, haciendo de Petrobras la segunda petrolera del mundo.
Según Decio Machado y Raúl Zibechi, el plan estratégico de los gobiernos del PT (Lula y Dilma Rousseff) fue “cambiar el mundo desde arriba”. Y consistió “en promover la expansión internacional de las empresas brasileñas con apoyo financiero del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), que en su momento llegó a ser el mayor banco de fomento del mundo, elevando al Brasil al rango de global player”.
También en bolivia con Evo
En Bolivia, el gobierno de Evo Morales —otro mandatario empeñado en convertirse en presidente inconstitucional— favorece a una burguesía emergente, la de los cooperativistas mineros.
Un año después de que Morales llegara al gobierno, el parlamento boliviano aprobó 44 nuevos contratos con 12 empresas multinacionales. Con la nacionalización de los hidrocarburos esas concesiones quedaban justificadas. El incremento del PIB se hizo sentir pronto y de forma sostenida, lo que le dio un respaldo popular que pareció compacto, pero que escondía múltiples fisuras.
Una de ellas, entre los indígenas. La carretera que, sin el consentimiento de sus habitantes, partiría por la mitad el Territorio Indígena Parque Isiboro Sécure, más conocido como el TIPNIS, puso en evidencia que el indigenismo del aymara Evo Morales se limitaba a favorecer a las etnias quechua y aymara, pero que las minorías indígenas de la Amazonia, que habitaban el TIPNIS, le eran indiferentes. Con este proyecto demostró que una de sus banderas de lucha, el indigenismo, contradecía a la otra, el progresismo. Y la bandera del progreso, más temprano que tarde, le hace la guerra a los pueblos.
El progresismo de grandes carreteras, explotaciones mineras y de hidrocarburos, el del “Gran Canal” de Ortega, ha sido bandera de los gobiernos socialistas, que hoy fusionan dos formas de determinismo histórico, dos destinos ineluctables: el progreso y el socialismo.
Abrazando el progreso han conquistado al gran capital, al que han favorecido con jugosos contratos. El progresismo de los gobiernos socialistas ha mantenido las puertas y los brazos abiertos al gran capital, haciendo que tanto sus proyectos, como sus métodos para imponerlos, no se distingan de los que han empleado los poderes conservadores o liberales desde la independencia de América Latina. Como señalan Machado y Zibechi: “El actual neodesarrollismo de los llamados gobiernos progresistas no es más que el viejo desarrollismo de los años 30 modernizado con un nuevo look acorde al presente siglo”.
¿Qué es la soberanía?
Mientras amplios sectores de la izquierda viven embutidos en las viejas categorías, centrando todo su análisis en torno del imperialismo y del impresentable Donald Trump, que les facilita la labor con sus bravuconadas mediáticas, los pueblos conciben el conflicto de otra forma y practican una aterrizada defensa de la soberanía.
Zibechi explica en qué consiste:
La soberanía es otra cosa. Requiere de una frontera, de un perímetro inexpugnable para los de afuera. Requiere de territorios bajo control de los de abajo donde no entren los de arriba… Hay que arrebatarles los territorios a quienes nos los robaron, sean Estado, hacendados o empresas… Por eso, el empeño del zapatismo en no dejar pasar a los territorios autónomos políticas sociales. Porque es tanto como romper esa frontera y dejar que la autonomía sea destruida… En esos territorios los sujetos colectivos hacen su vida de modo integral: alimentación, salud, educación, justicia, poder…
Igual que el gobierno de Ortega no les garantizaba sus intereses a los campesinos de la ruta del “Gran Canal”, el gobierno de Morales no era garantía de sus intereses para los habitantes del TIPNIS. En ambos casos, la soberanía no se erigía contra los intereses imperiales, sino contra las disposiciones de Estados que se arrogaban el derecho de disponer de los recursos y las vidas de unas comunidades a las que desprecian. Por eso, el movimiento campesino anticanal de Nicaragua, combinación de resistencia nacional y local contra la injerencia, es el mejor ejemplo de la defensa de la soberanía, en este caso no contra el imperio estadounidense, sino contra el FSLN y contra el imperio chino.
Socialismo del siglo 21: autoritarismo+pactos con el gran capital
Los gobiernos socialistas de América Latina han dado el salto desde el progresismo al autoritarismo. Machado y Zibechi explican cómo:
Bajo el discurso del Socialismo del siglo 21 adoptan políticas pragmáticas, cuya legitimidad se sustenta con el retorno de un Estado fuerte para la protección y el bienestar de la población. Se trata de fortalecer la institucionalidad del Estado frente al empoderamiento desarrollado por la sociedad civil a través de los movimientos sociales, que en muchos casos llegaron incluso a ser anti-sistémicos y articularon la resistencia contra el neoliberalismo.
El modelo que diagnostican hoy Machado y Zibechi lo identificó Trotsky en el proceder de Lenin: “Los métodos de Lenin llevan a que la organización del partido primero sustituye al propio partido, después el Comité Central sustituye a la organización y finalmente el único ‘dictador’ sustituye al Comité Central”. Por supuesto, esa no era la idea primigenia. Pero hacia ahí fue derivando por las decisiones que Lenin asumió para eliminar y neutralizar a la disidencia en sus filas y fuera de ellas.
Juzgado por su trayectoria y resultados, el modelo del Socialismo del siglo 21 es autoritarismo más pactos pragmáticos con el gran capital. Para consumar el autoritarismo es necesario desmantelar la democracia y los organismos críticos de la sociedad civil que, antes del ascenso del proyecto del ALBA al poder, aportaban los activistas y pensadores antisistema. Una vez desmantelado todo, se desbroza el camino hacia los pactos pragmáticos. Y todo queda disimulado porque el dinero non olet…
¿Cuál lucha de clases?
Esta dinámica escapa a las críticas de muchos pensadores de la izquierda. Pablo Stefanoni observó que “una parte de la izquierda regional defiende al madurismo en nombre de la revolución y de la lucha de clases”. Pero, ¿“lucha de clases” es el término que mejor define las contradicciones de la América Latina actual?
En la rebelión de abril en Nicaragua se concentró una amalgama de clases, de grupos organizados y de masas autoconvocadas. Esas multitudes eran los excluidos de un sistema donde una burguesía emergente (en Nicaragua, Brasil y Venezuela al amparo del partido en el gobierno, en Bolivia bajo la forma de cooperativas mineras protegidas por el Estado) pactó con los grandes capitales para acaparar, desalojar y desplazar a ciudadanos y comunidades.
Los intelectuales al servicio del club del ALBA siguen aferrados a categorías analíticas que conservan su utilidad, pero no las usan para analizar, sino para construir una cadena de deducciones que terminan siempre en el mismo punto: el responsable es el imperialismo. ¿Por qué así? Porque, como en la religión, creen que la izquierda en el poder está investida de infalibilidad.
Los falsos dilemas
Los intelectuales que emiten juicios sobre el socialismo latinoamericano del siglo 21 se enfrentan a falsos dilemas. La versión conservadora del dilema es: tiranía o democracia (chavismo o democracia, orteguismo o democracia).
En versión de la izquierda el dilema es: gobierno popular o imperialismo. Pero sabemos que la democracia genuina no vendrá tras el derrocamiento de Maduro y Ortega. Y también sabemos que sus regímenes no representan gobiernos populares, sino tiranías de opereta. ¿Será que los pueblos están obligados a elegir entre seguir los dictados del imperio o los de un tirano local?
Ante la izquierda que blande el cuchillo sacrificial, las multitudes que se oponen a Ortega y a Maduro, ¿son indignas porque prefieren empleo, papel higiénico, agua potable, energía eléctrica, tierra y frijoles antes que el Socialismo del siglo 21, que les promete todo eso y más en un futuro inalcanzable? Estos dos regímenes reciben el apoyo de importantes sectores de la izquierda europea porque los pueblos de América Latina han vuelto a cargar con el insoportable fardo de ser su utopía, su nuevo mundo…
Sobre esa base, algunos políticos y analistas de izquierda han llevado el nivel de distorsión del debate al punto de que las disyuntivas parecen ser las ideas o la gente, los principios o los seres humanos. Y realmente, solo hay dos sistemas de valores en pugna: los que apuestan por la vida de las mujeres y hombres concretos, y los que inmolan a hombres y mujeres concretos en el altar de las grandes ideas. La izquierda debe decidir si ser una izquierda crítica de la tradición autoritaria a la manera de Rosa Luxemburgo o ser una izquierda que sirve a quienes sirven lo que “no apesta”…
Ser de izquierda hoy
Para quienes apostamos por la noble idea del comunismo, el ejemplo de Rosa Luxemburgo nos inspira a ponerle patas y manos a esa idea. Y a hacerlo con realismo, creatividad y sin renunciar a la crítica y a la autocrítica. El comunismo no puede dar menos, sino mucho más que la democracia liberal.
Ser de izquierda hoy exige ser feminista y ecologista. ¿Cómo pueden ser de izquierda gobiernos que pactan con los depredadores internacionales de los recursos naturales del Sur y que niegan a las mujeres el derecho al aborto terapéutico? La lucha contra el patriarcado, la minería, el saqueo de las mafias madereras y las grandes corporaciones que contaminan el medioambiente y las mentes deberían estar presentes en las agendas de todos los políticos responsables. Y mucho más en los que dicen ser de izquierda.
Norberto Bobbio encontró un mínimo común denominador de lo que significa ser de izquierda: la distribución de los recursos según las necesidades para disminuir las desigualdades sociales y las desigualdades naturales. Pero para distribuir hace falta al menos dos condiciones: tener algo que distribuir y que los potenciales beneficiarios no estén presos ni muertos… ¿Cómo maneja esto la izquierda indiferente ante los sacrificios humanos?
* Investigador asociado del Instituto de Investigación y Proyección sobre Dinámicas Globales y Territoriales de la Universidad Rafael Landívar de Guatemala y de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador.