Manuel Garrido

Rubén Darío es el indiscutido renovador de la poesía española a caballo entre los siglos XIX y XX. Su vida fue un largo viaje por medio mundo, que incluyó por cierto Honduras, donde llegó muy pequeño para visitar a su madre Rosa, en San Marcos de Colón. En 1898 llegó por primera vez a España. Etapa esencial del viaje fue la visita obligada a esa Francia tan admirada en la América hispana por sus ideales republicanos. Repitió sus estancias en París, la ciudad de atractivo irresistible para quienes, como el mismo Darío, buscaban su camino a la gloria tras la huella de sus grandes poetas y aquellos versos de una nunca antes vista brillantez en su arquitectura plástica y musical. En 1905 publicó en Madrid Cantos de vida y esperanza, donde incluyó su célebre Salutación del optimista, un largo poema escrito en versos de una sonoridad y un ritmo desconocidos en español, deudores de la herencia latina. Se trata en verdad de un canto radiante de entusiasmo, alentado por la “celeste Esperanza”, a “la hispana progenie”, las “ínclitas razas ubérrimas”.

Recordando ese ya legendario optimismo del más grande, también yo, modestamente, quiero expresar mi saludo entusiasta a la aparición de la novela El norte que me tienes prometido, en una bella edición debida al sello de editorial Guaymuras. Se trata de la primera incursión en la narrativa de Ismael, Melo, Moreno, y el título constituye un guiño a la tradición hispánica en la línea de la salutación dariana, pues remite al segundo verso de un soneto clásico: “el cielo que me tienes prometido”.

Precisamente en el par norte/cielo reside el corazón de la aventura narrada, que se resume en una palabra: viaje. La elección del tema se revela en consonancia con su condición de viajero inquieto, siempre acompañante de otras gentes en marcha por el ámbito de la entera Centroamérica y en tiempos de grandes convulsiones sociales.

Resulta interesante señalar que ese afán viajero, movido por el compromiso ético y sociopolítico, es el propio de un seguidor de aquel Ignacio de Loyola, caminante infatigable, solo y a pie, como lo describió un biógrafo, por los caminos de la Europa del siglo XVI entre España, París y finalmente Roma. Ya en la ciudad eterna siguió otros caminos, ahora por un itinerario interior, diseñado, diríamos hoy, tras un largo trabajo de introspección, que influyó decisivamente en una época de grandes agitaciones sociales y culturales como esa del siglo XVI, y que se prolonga hasta nuestros días, por medio del instrumento por él creado, la Compañía de Jesús, a la que Melo pertenece.

De modo que la novela cuenta un viaje, porque viaje es siempre la emigración, desde que Caín hubo de partir, tras su expulsión, para instalarse “al este del Edén”, donde fundó una ciudad. Fue la primera emigración de que hay noticia. Siendo como fue un viaje extraordinario, fruto de una condena, el caso es que con él empezó la urbanización y por tanto la civilización, que es urbana, lejos del campo donde siguió Abel.

También quienes emprenden viaje en esta novela abandonan ese mundo rural, percibido y vivido como condena, y en una suerte de nuevo éxodo verdaderamente bíblico, si juzgamos por sus proporciones gigantescas, van en busca de ese otro mundo urbano, que ahora está en el norte “civilizado”, y que se erige en foco deslumbrador y polo de atracción de potencial casi místico, como sugiere la identificación con el cielo del poema famoso.

Las causas del éxodo se dibujan al fondo del escenario en que se mueven los personajes que las viven y padecen. Superados los conflictos bélicos abiertos o encubiertos, siguen las luchas democráticas de quienes no se resignan a las injusticias que estuvieron en el origen de ese tiempo de convulsiones, con guerras calientes o más frías y que se mantienen tristemente invariadas. El autor las conoce bien, dueño de una trayectoria bien connotada en el país en defensa de la libertad y la justicia frente a la corrupción que, como un pulpo insaciable alimentado por el poder, oprime hasta la asfixia a una sociedad finalmente rendida a la resignación y el desaliento.

Pero aquí el que cuenta no es el sociólogo, sino el narrador, y para eso ha puesto en pie a sus personajes, encabezados por Carmen Miranda, la figura protagonista, y junto a ella a su amigo y confidente el padre Ceferino Menocal. Este, que también anda de viaje, pero por los cerros hondureños de su parroquia para acompañar a los que se quedan, muchos soñando con marchar y alguno ya de vuelta, sirve al autor para resaltar el escenario del que parten los emigrados y apuntar las causas del éxodo. Él que, como decía, conoció los tiempos críticos de las guerras cuyos ecos resuenan aquí, como la civil de El Salvador y aquella otra, llamada guerra de las cien horas entre Honduras y El Salvador.

Por su parte, Carmen Miranda encarna a esas muchedumbres de hombres y mujeres que sueñan con el viaje en busca de ese norte-paraíso. Ahora bien, la conjunción de ambos términos así identificados en la esperanza de los caminantes, a menudo estalla en una contradicción sin salida. Carmen, en cuanto protagonista, es el paradigma de un camino convertido en viaje al fin de la noche, según el título de una novela famosa, para quien el acariciado sueño termina en la resaca de un mal sueño.

El autor compone un sugerente friso con las vidas en relieve de todas esas gentes, sus valores, su indudable grandeza junto con profundas miserias. Tras leer estas páginas, en verdad pletóricas de vida en movimiento, me gustaría modular el propósito de Melo con los versos estremecedores de García Lorca y su confesión de que él no era un poeta, “pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado”. Las cosas del otro lado, también sondadas por el pulso de Melo, no menos herido, tienen rostro y nombre, de manera que podríamos concluir al modo en que Whitman ya lo dijo: quien toque este libro estará tocando a un hombre, el autor, y en él a sus palpitantes criaturas, junto a las cuales y a pesar de todo siempre podemos saber de qué lado soplan los vientos de la vida.

La aventura concluye abotonada con el guiño postrero de una Carmen vencida, pero no aplastada, al decir de San Pablo; abatida, pero no rematada, al padre Ceferino Menocal, cuando recuerda agradecida una enseñanza suya de los días antiguos de su entrañable amistad. Y es ahí, al fin de su viaje al corazón de las tinieblas —evocando otra novela legendaria—, donde emerge una luz de esperanza que, si fuera una melodía, me encantaría oírla con la letra de estos versos de José Hierro:

“Por el dolor allá en mi reino triste un misterioso sol amanecía”.


Manuel Garrido