Ismael Moreno (sj) *

La tranca de las venganzas, acompañada de cinismo y desfachatez, se abrió en octubre tras el fallo del jurado de Nueva York, que declaró culpable a Tony Hernández. Los indicios no mienten: ningún otro tiempo ha sido más peligroso que este, para quienes se oponen a la continuidad del régimen autoritario, y que demandan juicio y cárcel para Juan Orlando Hernández.


A partir del fallo del jurado de la Corte del Distrito Sur de Nueva York, todos los caminos parecen haberse cerrado para Juan Orlado Hernández. Sin embargo, el país aún no alcanza a descubrir la ruta que conduzca a la recuperación del orden constitucional, el Estado de Derecho y la democracia que, especialmente desde hace una década y de la mano de Juan Orlando Hernández, comenzó su inexorable declive hasta que la institucionalidad entera quedó al servicio de lo que se podría llamar el cártel de los Hernández.

Ni colaborador ni beneficiario, sino conductor y constructor

Ser narcotraficante es su verdadera cédula de identidad. Es cierto que también es acusado de saquear instituciones públicas, de proteger a delincuentes, de concentrar todos los poderes del Estado y, por ende, de dictador. Pero ninguna de esas credenciales lo identifica tanto como el hecho de utilizar el Estado para el narconegocio.

Que Juan Orlando Hernández es responsable directo de la construcción de una estructura narcocriminal que conduce el Estado de Honduras dejó de ser rumor, tras el veredicto del jurado de la Corte del Distrito Sur de Nueva York, que declaró a su hermano Tony Hernández culpable de conspirar para importar droga a territorio estadunidense, de poseer armas de grueso calibre, de traficar ilegalmente con estas, y de falso testimonio.

De acuerdo al conjunto de datos y testimonios que respaldó el alegato del fiscal, Tony Hernández integraría una estructura criminal que se puso en marcha al menos desde 2004, y cuya mayor responsabilidad reside en Juan Orlando Hernández. De modo que a lo largo de más de una década, quien preside el Ejecutivo habría convertido la institucionalidad del Estado en un auténtico cártel del narcotráfico y otros tráficos ilegales.

En las más de cien veces que su nombre salió de boca de los testigos en el juicio, entre el 2 y el 15 de octubre, Juan Orlando Hernández quedó acreditado como presidente narco de un Estado, conquista que no alcanzó ninguno de los más sanguinarios capos de la droga, desde Al Capone hasta Pablo Escobar, Amado Carrillo o el Chapo Guzmán Loera.

“Malo y viejo narcotraficante conocido…”

Que Juan Orlando Hernández, paradójicamente, seguirá como titular del Ejecutivo, por decisión del Departamento de Estado y del Comando Sur de los Estados Unidos, muy poca gente lo pone en duda, aunque ocho de cada diez hondureños desearían que no fuese así. Aunque dicten sentencia condenatoria con cárcel de por vida a Tony Hernández, su hermano mantendrá la investidura de Presidente de la República, sobre todo porque Estados Unidos no cuenta con un reemplazo que dé garantías de estabilidad política, y prefiere seguir avalando a un “malo y viejo narcotraficante conocido”.

No obstante su desprestigio y el de su Partido Nacional, Juan Orlando Hernández sigue controlando la institucionalidad del Estado; es un control fraguado a lo largo de más de una década, que le está permitiendo manejar la situación valiéndose de los siguientes factores: 1) la lealtad de un importante sector de la oficialidad de las Fuerzas Armadas, que en el último semestre logró sofocar al menos tres intentos de golpe de Estado, según fuentes provenientes de Casa Presidencial y de las mismas Fuerzas Armadas; 2) la sumisión de la mayoría de diputados al Congreso Nacional, y no solo de los nacionalistas; 3) acuerdos tácitos con sectores de la oposición —sin excluir al partido Libertad y Refundación (Libre)— para que la vorágine política y social desemboque en las elecciones de noviembre de 2021; 4) una relación estrecha con grupos de “sociedad civil”, que han cumplido la labor de cogobernar, manteniendo el papel público de auditores del desempeño de diversas instituciones del Estado; 5) el éxito de una estrategia de control de la información, mediante una alianza con los propietarios de los más importantes medios de comunicación; 6) el respaldo de unas 300 mil familias, inmersas en la pobreza, beneficiarias de proyectos asistencialistas en el marco del programa “Vida mejor”, que cuenta con una inyección de fondos del BID y recursos de la Tasa de Seguridad, que el mandatario utiliza a discreción y, 7) el aval del Departamento de Estado y el Comando Sur de los EUA.

Oxígeno en momentos de agonía

Cuando para muchos el orlandismo ya se encontraba en los estertores de la muerte, como víctima de sus insaciables abusos de poder, corrupción y mentiras, tres válvulas de oxígeno le han permitido recuperar el aliento para sostenerse con vida y seguir liderando varios dinamismos políticos. Si no fuese por ese oxígeno, a estas alturas del año Juan Orlando Hernández ya estaría fuera de Casa Presidencial, enjuiciado por los tribunales de justicia, que lo estarían sentenciando a pena de reclusión por muchos años.

La primera válvula de oxígeno, y la de mayor capacidad para sostenerlo, es haber instalado el proceso electoral como salida a la crisis política que se agudizó desde las elecciones de noviembre de 2017. Aquí queda de lado cualquier discusión respecto de si se está o no de acuerdo en que los partidos políticos de oposición —en este caso Libre—, tengan representantes en los organismos electorales, o sobre la importancia del proceso electoral. Esto no se discute, porque son temas de tácito reconocimiento.

El asunto es que la narcodictadura ha recibido un espaldarazo del entramado político hondureño, en su afán de colocar la ruta electoral como vía para dirimir la crisis. Y el partido Libre se ha convertido en el actor político decisivo para dar legitimidad a la dictadura, sin renunciar por ello a su discurso y consignas resumidas en el consabido “Fuerajoh”. Y esto es así porque Libre es el partido de oposición más poderoso en este período.

Libre ha sabido vender muy bien su reconocimiento del proceso electoral, con el argumento de que es un aspecto central en la lucha por derrotar la dictadura. Sin embargo, ni el presidente del Congreso Nacional, Mauricio Oliva, ni el titular del Ejecutivo, han dicho que los cargos que Libre ostenta en los órganos electorales representan una amenaza para ellos; tampoco han manifestado preocupación por que Libre esté participando en unas instancias que representan, para el discurso oficialista, la defensa de la democracia. Al contrario, Mauricio Oliva ha insistido en que la participación de Libre en los entes electorales es un triunfo de la democracia, y lo publicita como un triunfo personal, obtenido como presidente del Congreso Nacional.

La señal más evidente de que la dirigencia de Libre reconoce que su partido ha sido una válvula de oxígeno para no dejar morir la dictadura, o al menos a su líder, es la férrea e irracional defensa de su decisión, y su intolerancia ante cualquier asomo de crítica o cuestionamiento.

Los voceros de Libre argumentan que quienes cuestionan su postura no valoran los sacrificios que se han hecho, pues haber alcanzado posiciones en los órganos electorales es resultado de una lucha que ha cobrado la vida de mártires; por tanto, afirman, los críticos le hacen el juego a la dictadura, tienen mentalidad de ONG, o no reconocen el derecho de Libre, como partido mayoritario, a tener representantes en estos entes.

La dirigencia de Libre parte del convencimiento de que su presencia en los organismos electorales no solo garantizará transparencia en las elecciones sino que, además, garantizará que el triunfo en las urnas de su candidato presidencial y demás candidatos, sea reconocido legalmente por estas instancias.

Para muchos, decir que la oposición política liderada por Libre ha oxigenado el orlandismo es un anatema y quien lo diga es un hereje, según la antigua nomenclatura religiosa. Pero que ha sido el principal respiradero lo ratifican los hechos. Ese oxígeno le ha valido a Juan Orlando Hernández para sobrevivir y reponerse, hasta conseguir que la administración Trump lo ratifique como el segundo socio en importancia en Centroamérica, después del presidente salvadoreño Nayib Bukele.

La segunda válvula de oxígeno es el gobierno de los Estados Unidos, que alcanzó la cúspide con el corto pero simbólico encuentro entre Trump y Juan Orlando Hernández, en el marco de una de las sesiones de la ONU en Nueva York. No solo fue un efusivo apretón de manos, sino que Trump se deshizo en elogios para el titular del Ejecutivo, a quien felicitó porque conocía de su amor a su país y le ratificó que seguirían caminando juntos.

Es cierto que en estos meses, cuando se iba acercando el juicio a Tony Hernández en Nueva York, ha sido la justicia estadunidense la definidora del presente y próximo futuro de Juan Orlando Hernández, por encima de la política del Departamento de Estado. Pero también es cierto que quien tiene puestos los pies, ojos, oídos y mente sobre Honduras no es la justicia, sino la política del Departamento de Estado junto con el Comando Sur.

La tercera válvula de oxígeno, es la oposición de los llamados movimientos sociales. En la última década han crecido a lo largo del país movimientos sociales ambientalistas, comunitarios y de base con el rasgo distintivo de defender el agua, sus territorios y culturas, fuertemente amenazados por las empresas extractivas. Muchas vidas han sido segadas en esta lucha por los bienes y el ambiente, siendo el asesinato de Berta Cáceres el más emblemático.

Estas luchas tienen una doble dinámica. Por una parte, emergen como expresión de una fuerte conciencia de las comunidades y sus líderes y, por otra, como parte de las agendas ambientalistas de los organismos de la cooperación internacional. La conciencia de la población es un factor decisivo para impulsarlas, pero el interés de la cooperación internacional se manifiesta en una inversión financiera que contribuye a encerrar a las comunidades y organizaciones en sus dinámicas locales; al subvencionar sus acciones contribuye, por vía activa o pasiva, a que las luchas comunitarias y sociales pierdan su mordiente política y se debilite la mística organizativa y movilizadora de los pobres.

Con un lenguaje radical y rebuscado, muy propio de la cooperación, muchos líderes de estas organizaciones son radicalmente coherentes en su crítica al neoliberalismo y los proyectos extractivos, pero dispersos en sus aportes y reacios a vincularse con otros sectores que puedan restar fuerza a su protagonismo, o que conduzcan a un relacionamiento que no se reduce a los donantes.

En los hechos, existen centenares de organizaciones comunitarias defensoras del ambiente, con mucha conciencia de las amenazas que representa el extractivismo, pero sin capacidad ni disposición a sumarse a las luchas políticas nacionales. El excesivo criticismo a los “políticos” acaba acentuando el encierro y la dispersión de esos movimientos, el escepticismo y pesimismo hacia otros sectores que no sean sus homólogos en la defensa del ambiente y en la agenda del financiamiento internacional.

Los tres caminos de una coyuntura tormentosa e incierta

El continuismo de la institucionalidad autoritaria y delictiva. Es la continuidad del orlandismo, preferentemente con el liderazgo de Juan Orlando Hernández, aunque también puede ser sin él, siempre que se garantice el liderazgo de la estructura corrupta e impune que ha controlado la institucionalidad del Estado a lo largo de al menos la última década.

Este camino está muy unido al liderazgo del Partido Nacional, específicamente del equipo estrechamente vinculado a la trayectoria de Juan Orlando Hernández. Y está muy vinculado al proceso electoral. Es la continuidad de la institucionalidad construida con tesón, disciplina y paciencia a lo largo de una década, que al final cuajó en el actual proyecto autoritario y delictivo.

Este camino sería el pacto en torno de la impunidad, al que estarían suscritos —además del anillo más cercano al titular del Ejecutivo—, la actual cúpula militar, la cúpula del empresariado aglutinado en el COHEP; y, con asiento en la capital, las organizaciones de la llamada sociedad civil progobiernista, así como los líderes de las centrales obreras. Y concomitantemente quedarían adheridos, aunque no registrados como miembros de este pacto, el liderazgo de los partidos de la oposición política oficial, incluyendo a Libre.

Un golpe de Estado. Es una variante del primero, con traslapes de los grupos de poder de extrema derecha, y el acento en que el liderazgo lo tendría el sector de las Fuerzas Armadas descontento con Juan Orlando Hernández, no por razones ideológicas y menos patrióticas, sino por resentimiento y malestar al haber sido relegados en la sucesión de mandos de acuerdo a las promociones. Las cabezas visibles del actual régimen serían desplazadas, y los más cercanos colaboradores serían purgados y puestos a la orden de los tribunales de justicia.

Este camino pudo tener cabida en la primera mitad del año, pero progresivamente se fue enfriando, hasta quedar abortado a comienzos de octubre, cuando el régimen, a través del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, desarticuló la intentona golpista, dio de baja a algunos oficiales y colocó en estado de disponibilidad a una docena de coroneles.

Así, Juan Orlando Hernández se quedó con lo más granado de oficiales serviles y corruptos, y con ellos y su equipo de políticos aduladores en el Ejecutivo y el Congreso Nacional, decidió apertrecharse en la institucionalidad para convertirla en escudo y avanzar hacia las elecciones de noviembre de 2021, como único camino para estabilizar su proyecto autoritario.

Un pacto político social. Este supone un entramado de alianzas entre diversos sectores de oposición, algunos de los cuales están comprometidos, sin siquiera explicitarlo, con la continuidad institucional.

Es el camino ideal para avanzar hacia la recuperación del Estado de Derecho, pero el más complejo y con menores posibilidades, en un país atascado en la polarización y las desconfianzas que cruzan no solo a notables y reconocidos adversarios, sino a los mismos sectores, en teoría, hermanados por temáticas, ideologías e intereses comunes.

El 19 de octubre, un día después del veredicto del jurado de la Corte del Distrito Sur de Nueva York, los líderes de la oposición sorprendieron con el anuncio de conformar una Coalición de Unidad Opositora con el único propósito de derrocar al titular del Ejecutivo. Manuel Zelaya, Salvador Nasralla y Luis Zelaya encabezan esta instancia en representación de su militancia, y llamaron a todas las fuerzas sociales a adherirse a su llamamiento.

Una decisión inesperada y una fría respuesta popular

Zelaya Rosales explicó que la iniciativa surgió de manera espontánea, el sábado 19 de octubre, luego de que en la mañana sobrevolaron helicópteros por la capital, y en no pocas ocasiones descendieron a baja altura cerca de su residencia. Entonces decidió llamar a Salvador Nasralla y luego a Luis Zelaya, y ambos aceptaron de inmediato; al cabo de una hora ya estaban reunidos para acordar la creación de la instancia de unidad.

Mucha gente aplaudió la decisión, sobre todo después del fracaso de varios intentos de convocatoria, por la negativa de algunos de ellos a trabajar por una unidad opositora, con el argumento de no reunirse con traidores, cínicos y mentirosos. Pero ese día, la necesidad de establecer una instancia unitaria se impuso a las desconfianzas e insultos. 

Los tres líderes convocaron a la ciudadanía y a sus bases a movilizarse a partir del lunes siguiente al llamamiento. Sin embargo, la respuesta popular fue fría, anémica y cargada de cautela y sospecha.

Quizás pesó mucho el miedo ambientalmente construido desde los aciagos acontecimientos que siguieron al fraude electoral, con la “pacificación” oficial, que combinó exitosamente la represión policial y militar, la estigmatización de la protesta, la captura, enjuiciamiento y encarcelamiento de decenas de opositores, el asesinato de decenas de manifestantes y la campaña mediática de alabanza a las acciones represivas.

Esta estrategia desmovilizó a grandes contingentes de protestantes que, llenos de repudio hacia Juan Orlando Hernández, decidieron guardar su rabia en el encierro de sus espacios domésticos, y lanzar improperios y hacer propuestas a través de las redes sociales.

Escepticismo hacia los partidos políticos

Pero no solo influyó el éxito de la estrategia de “pacificación”. La población no atendió la convocatoria también por el escepticismo hacia los líderes de la oposición.

Mucha gente que ha vivido largas jornadas de protesta y movilización debió aceptar, primero a regañadientes y luego abiertamente, que sus líderes —incluso después de llamar a la insurrección—, se sentaran a dialogar con sus adversarios y llegaran a acuerdos de cúpula a espaldas de la población.

Por ello, muchas personas desencantadas no están dispuestas a salir a las calles para atender la convocatoria de unos dirigentes que luego podrían ver sentados con representantes de un narcogobierno para pactar nuevos entendimientos.

Aunque tiende a imponerse el camino del continuismo, sectores sociales y políticos de oposición abrigan la esperanza de un despertar ciudadano que encienda la chispa movilizadora, antes de que el ambiente sea cooptado por la campaña y la publicidad electoral que, agazapada, espera la llegada del año 2020.

El pacto político-social implica acuerdos de consenso entre quienes lideran la Coalición de Unidad Opositora, articulados con los sectores sociales aglutinados en la Plataforma para la Defensa de la Salud y la Educación, la Convergencia contra el Continuismo, y los movimientos sociales dispersos y activos a lo largo del territorio nacional.

En un primer momento, lo único que uniría a este conjunto de la oposición es la lucha por la salida de Juan Orlando Hernández. Cualquier otra discusión quedaría postergada, porque no existe modo alguno de entendimiento.

Propuestas para un período de transición

Sin embargo, en caso de que creciera la presión y de que esta provocara un cambio en la política del Departamento de Estado, que el empresariado organizado resolviera retirar su respaldo a la dictadura, y aumentara el malestar de un sector de oficiales de las Fuerzas Armadas, hasta incidir en su división, habría que tener una propuesta para el período de transición.

Esta se podría plantear al menos en dos fórmulas: la primera que, con la presión del gobierno de los EUA, se obligara al Congreso Nacional a oficializar la renuncia de Juan Orlando Hernández y, en lugar de sustituirlo con un designado o designada presidencial, o con el presidente del Congreso Nacional, se nombrara una junta de gobierno de transición.

La otra variante sería que el Congreso Nacional oficializara el triunfo que amplios sectores populares siguen dando a los resultados electorales de noviembre de 2017, y se acepte la fórmula presidencial encabezada por Salvador Nasralla.

Para que esto ocurra, la propuesta debería resultar de un consenso entre quienes lideran la naciente Coalición de Unidad Opositora. Sin embargo, todo queda en conjeturas, buenas intenciones e incluso en política ficción, mientras no se rompa la inmovilidad social y el rechazo al dictador se convierta en movilización y presión popular.

Ambiente de extrema tensión

La ausencia de movilizaciones masivas ofrece al régimen alguna tranquilidad, y convierte la desmovilización en argumento para sostener que los opositores son un reducido grupo.

Además, conduce a que se extremen las respuestas represivas contra quienes decidan salir a las calles a protestar y, al mismo tiempo, a que infiltren elementos extraños para provocar actos de violencia que justifiquen la estigmatización de la protesta y las respuestas aún más violentas de los cuerpos armados.

Pese a la aparente pasividad de la ciudadanía, el ambiente es de extrema tensión, comenzando por la imagen del mandatario, quien luce amenazante, agresivo e irritado, pero también deprimido, con rasgos de agotamiento y prolongado desvelo; sus colaboradores, asimismo, muestran el ceño fruncido y preocupación, aunque también algo de displicencia.

Envalentonamiento y desfachatez

No obstante los múltiples señalamientos en la Corte de Nueva York, Juan Orlando Hernández sigue envalentonado con su discurso defensivo, mientras la plana mayor de su partido se esmera en deslindar los personajes.

Proclaman que el declarado culpable es su hermano Juan Antonio Hernández, en tanto que Juan Orlando es el presidente de Honduras, inocente de toda acusación, víctima de narcotraficantes que buscan vengarse del hombre que desarticuló sus sucios negocios, y que seguirá firme en su lucha contra el narcotráfico.

Entre más graves son las acusaciones y las evidencias de los vínculos con los grandes narcotraficantes, más se eleva la campaña que consagra al presidente como el que más ha combatido el narcotráfico en la historia nacional. Nadie de entre sus colaboradores, aduladores y empleados más cercanos, reconoce una pizca de responsabilidad en la criminalidad organizada desde el Estado hondureño.

Según el discurso oficial, los criminales y narcotraficantes son otros; incluso hay que buscarlos en otros partidos, como Libre. Una desfachatez extrema que pretende hacer ver que en el país no ha pasado nada, que aquí todo sigue “normal”.

Óscar Nájera, diputado del departamento de Colón —reiteradamente señalado como uno de los cercanos colaboradores de los Cachiros y otros más—, se atrevió a declarar que en su vida nadie lo ha requerido siquiera para quitarle la licencia de conducir, que todo es patraña de los enemigos de la democracia, y a fin de cuentas enemigos de su fe católica, porque él reza en la mañana, reza al mediodía, reza en la tarde y reza en la noche.

De igual manera, los voceros de Juan Orlando Hernández atacan a los acusadores como parte de un complot bolivariano interesado en conducir a Honduras a la vorágine comunista, y retomar el camino que los demócratas hondureños truncaron en junio de 2009 con el golpe de Estado.

El cinismo desbordado

Pero el cinismo en el Partido Nacional no tiene límites. En el ambiente de mayor desprestigio por los abultados señalamientos de corrupción y narcotráfico, los diputados del Partido Nacional, mayoría en el Congreso, aprobaron decretos que muy pronto fueron publicados en el Diario Oficial La Gaceta del 18 de octubre, el mismo día que el jurado de Nueva York declaró culpable a Tony Hernández.

El propósito de uno de los decretos es reactivar el muy cuestionado Fondo Departamental, que permite a los diputados disponer de fondos públicos a discreción para “obras sociales”; y, el otro, dispone que tales fondos solo podrán ser auditados en un plazo de tres años por el Tribunal Superior de Cuentas —por siempre politizado y bajo su control—, con lo que buscan evadir cualquier acción del Ministerio Público.

Los horizontes se cierran y la muerte acecha

El sábado 26 de octubre, el privado de libertad Magdaleno Meza Fúnez —cuyo nombre oficial es Nery Orlando López Sanabria—, acusado de lavado de activos, tráfico de armas y drogas, fue asesinado en la cárcel de máxima seguridad conocida como El Pozo, en Ilama, Santa Bárbara.

Este hombre era uno de los socios de mayor confianza de Tony Hernández. Antes de su captura, juicio y encarcelamiento, simuló su propia muerte para adoptar una nueva identidad; según cuentan, debidamente aconsejado por voces que habrían procedido de órdenes de Tony Hernández.

La libreta que el fiscal de Nueva York usó como prueba para incriminar a Tony Hernández, donde estaban registradas transacciones y nombres relacionados con el narcotráfico, era de su propiedad. Tiempo atrás, este hombre escapó de una muerte segura luego de que se encontró —en el cuerpo del supuesto asesino— la granada de fragmentación destinada a asesinarlo. Para entonces, se corrió el rumor de que su muerte se había planificado en una oficina de Casa Presidencial.

Con tanta información comprometedora en su poder, no es de extrañar que todos los dedos apunten, ya no hacia Tony Hernández, quien ya no tiene nada que perder, sino a Juan Orlando Hernández, el único interesado en borrar huellas que servirían para probar su compromiso, a lo largo de muchos años, con el narconegocio.

Si JOH tiene la presidencia como escudo, ¿cuál ha de ser el escudo de la gente?

La tranca de la confrontación y polarización, convertida en venganza y represión, se ha abierto tras el fallo en Nueva York. Juan Orlando Hernández ha decidido quedarse en Casa Presidencial contra viento y marea, y ha estructurado una estrategia para mantenerse en el poder porque —como opinan muchos— este hombre, víctima de sus ambiciones, solo tiene tres caminos: la cárcel, o lo matan, o se mata. No hay otro horizonte.

Él lo sabe y por eso necesita la Casa Presidencial como escudo de protección, y frente a sus enemigos, no habrá límites para atacar. No podría existir ambiente de más alta peligrosidad y riesgo para los opositores políticos y para todas las organizaciones y grupos que han demandado públicamente su salida y enjuiciamiento. Solo la masiva presión popular podrá ser el escudo de protección para la amenazada sociedad hondureña.


* Director de Radio Progreso y del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de la Compañía de Jesús ERIC-SJ.