Marvin Barahona*
He aquí los antecedentes que explican por qué hoy sería anacrónico un gobierno de elites, cuyo mayor legado es un Estado de derecho en ruinas. El presente demanda una amplia representación de la ciudadanía, para encontrar soluciones a sus múltiples demandas.
Los dilemas y desafíos de la sociedad hondureña han cambiado y responden a nuevas referencias, encaminadas a lograr que la persona humana sea el centro de la vida política y de la gestión racional de los bienes comunes.
Introducción
Esta ha sido una de las vísperas electorales más longevas en la historia de Honduras, comparable tal vez solo con la ocurrida en 1932[1]. El rasgo en común: reunir en un solo acontecimiento los factores estructurales y coyunturales de la historia política del país, en unos comicios que —en ambos casos— fueron calificados como decisivos para el futuro de la nación hondureña[2].
Aunque cada caso tiene sus especificidades históricas, se observan factores y hechos compartidos, como el caudillismo, el clientelismo político y la violencia, la desconfianza, el antagonismo y una elevada polarización política y social, entre otros que trascienden el tiempo en la política hondureña.
En un contexto más amplio, lo específico de hoy es el creciente aumento de fenómenos sociopolíticos que afectan gravemente la vida cotidiana de la sociedad. Nunca antes hubo en la historia del país tantos pobres, tantas víctimas de la violencia homicida y femicida; tantas formas de estigmatizar, victimizar y aniquilar al otro “diferente”. Y en el trasfondo, una corrupción que galopa sobre instituciones debilitadas y un Estado de derecho en ruinas.
Desde esa perspectiva, lo verdaderamente específico de hoy, para el poder oligárquico, es todo lo que resulta esencial para asegurar la continuidad de dichos fenómenos, en cuyo núcleo radica la concepción que las elites tienen del Estado, fuente principal de enriquecimiento ilícito. Y más aún, para facilitar que desde el poder del Estado se haga una gestión interesada de la violencia y la pobreza, al margen del Estado de derecho y la voluntad ciudadana. Por consiguiente, el momento histórico preciso del Estado hondureño de hoy es su instrumentación para alcanzar fines para los que no ha sido creado y que la sociedad reprueba.
Esta constituye a la vez la principal fuente de la ilegitimidad de las autoridades, de su anacronismo histórico y del conflicto permanente que se despliega entre la realidad y la ficción que envuelve todos los órdenes de la vida institucional.
Así, en la víspera electoral, se reforma el nuevo Código Penal para castigar con dureza y prontitud la “usurpación” de la propiedad privada o ignorar el lavado de activos; mientras, se subasta el territorio nacional a través de las ZEDE[3] y se crea un ambiente de zozobra y ansiedad pública ante las elecciones del 28 de noviembre, reafirmando así que la profundidad de la crisis actual toca los cimientos sobre los que se fundó la república, conmemorados en el Bicentenario de la Independencia.
Este artículo trata sobre el potencial —aunque todavía tímido— desplazamiento que comienza a observarse desde la verticalidad del Estado hacia la horizontalidad de la nación, un movimiento que simboliza un cambio de orientación con el cual la nación busca reconocerse y reconstruirse a sí misma. Es un momento de comprensión de que, para lograrlo, se requiere reconstituir el Estado y dotarlo de un nuevo paradigma, para que la nación y el Estado converjan en un programa común de fortalecimiento a través de la promoción y defensa de lo público, la inclusión y la equidad social. Y sin duda, avanzar conjuntamente hacia un nuevo modelo de su economía, orientado a una gestión soberana de sus recursos naturales y los bienes públicos en la escala urbana y rural.
Las garras de la violencia
La víspera electoral se fue instalando en la conciencia y el espacio público a través de una combinación de factores, entre los cuales la violencia ocupó un lugar de primer orden. El 17 de octubre, la directora del Observatorio de la Violencia de la UNAH[4], Migdonia Ayestas, informaba con preocupación que estaban creciendo los homicidios múltiples (masacres) y la criminalidad en general. Los eventos múltiples habían cobrado hasta ese momento 141 víctimas, entre ellas 27 mujeres. Y afirmó que estos hechos demostraban el fracaso de la política de seguridad gubernamental, basada más en la represión y la captura de criminales, que en la prevención del delito.
Octubre y noviembre fueron estremecidos por la escalada de violencia, que en el contexto electoral asumió el calificativo de “violencia política”, poco después rebautizada como “violencia electoral”, que se concretó en candidatos a cargos de elección popular de los tres partidos con mayor caudal electoral, particularmente en el nivel electivo municipal.
Al delimitar cronológicamente tales homicidios, desde diciembre de 2020, cuando el proceso electoral inició con las elecciones primarias, hasta el 15 de noviembre —a dos semanas de las elecciones generales— el Observatorio universitario consignó 31 víctimas mortales distribuidas en los partidos Liberal, Nacional y Libre.
A la escalada de violencia homicida se sumó una campaña abiertamente anticomunista, promovida por el gobernante Partido Nacional en medios de comunicación y redes sociales, a la vez que el gobierno de Hernández mantenía y aumentaba una campaña masiva para difundir sus supuestos logros. Esta fue poco convincente, pero repetida machaconamente, incluso en sucesivas “cadenas de radio y televisión”, obligadas para los medios. Así copaba los espacios de mayor audiencia en radio y televisión, los más accesibles para la mayoría de la población.
Una ideología “retro” en la campaña electoral
La campaña anticomunista impulsada por el Partido Nacional inició el 15 de octubre, acusando a la candidata presidencial de Libre, Xiomara Castro de Zelaya, de ser “comunista” y partidaria del aborto; por tanto, “asesina”. “Votar por Xiomara es votar por el comunismo”, resumía la campaña del partido oficial.
En estos términos, la campaña anticomunista puede considerarse como un retroceso ideológico y un retorno cronológico a la década de 1980, la de mayor confrontación en Centroamérica en el contexto de la guerra fría entre Estados Unidos y la hoy extinta Unión Soviética. La pregunta obligada es: ¿Por qué recurrir al pasado lejano, para una confrontación ideológica sostenida en el presente?
La respuesta se encuentra principalmente en tres factores. El primero es el endurecimiento de las posturas ideológicas en la facción del Partido Nacional obediente al gobernante —fervorosos anticomunistas y a la vez militaristas—, que ocupa el flanco extremo derecho del espectro político, envalentonado desde 2009 por el golpe de Estado.
El segundo es el estancamiento —incluso el retroceso— ideológico del partido gobernante. El tercero es que, pese a la campaña publicitaria para reforzar la imagen del candidato y del partido oficial, el gobierno ilegítimo de Hernández no tiene éxitos notables para exhibir. Por el contrario, enfrenta un descrédito nacional e internacional por denuncias de corrupción y supuestos vínculos con el narcotráfico, que salieron a relucir en juicios llevados a cabo en cortes de justicia de los EEUU, particularmente en el Distrito Sur de Nueva York, donde un hermano de Hernández y exdiputado del partido gobernante fue condenado a cadena perpetua por narcotráfico y otros delitos relacionados.
Uso y abuso del pasado histórico
La campaña anticomunista, puesta en marcha a escasas seis semanas del ejercicio electoral, contribuyó a que las generaciones de hondureños ubicadas en la edad mediana y mayor reavivaran el imaginario de temores vigente durante la guerra fría en la década de 1980. Este se creía enterrado en el olvido, pero reapareció como un fantasma con significados distintos para las viejas y nuevas generaciones.
En este caso, el uso y abuso del pasado revivido por el anticomunismo, tuvo la finalidad política e ideológica de falsificar el presente para restituir, en un momento histórico distinto, un instrumento de dominación social y política diseñado para ser utilizado en tiempos de guerra. Esta vez no solo resultó anacrónico, sino que además demostró la ausencia de referentes nacionales o regionales que indiquen una presencia real del “comunismo”.
Su imposición puede considerarse, además, como justificación para recomponer el férreo control social que en el pasado se ejercía desde las alturas del poder y las instituciones sociales y culturales, que actúan como entidades de control ideológico en la sociedad civil.
En este contexto se articularon el uso y abuso del pasado, con el uso y abuso del poder para reafirmar su hegemonía política, ideológica y social. La finalidad política y su expresión más coercitiva, la violencia, se combinaron para crear la tensa atmósfera prevaleciente en la víspera electoral, dejando al descubierto el papel que cada una juega en el mantenimiento del statu quo, hoy amenazado por sus fantasmas oligárquicos.
El nuevo reparto territorial
El 17 de octubre se volvía a discutir en los medios de comunicación sobre la inseguridad jurídica, como secuela de la reforma aprobada en el Congreso Nacional, dos semanas atrás, penalizando el delito de usurpación. Se actuaba bajo el supuesto de atajar, de nueva cuenta, la apropiación irregular de tierras y plantaciones, especialmente en zonas de explotación agroindustrial. Las organizaciones rurales y comunitarias cuestionan dicha reforma, argumentando que sus acciones se basan en la defensa de sus tierras y bienes naturales, no en la usurpación ilegítima de la propiedad privada.
La preocupación por la seguridad jurídica no es una novedad en Honduras; por el contrario, ha sido una preocupación recurrente en las últimas décadas, desplazándose desde la inquietud de empresarios y terratenientes, hasta los pobladores de barrios y colonias que han sido desalojados violentamente de sus viviendas por las maras.
Lo novedoso es que su discusión se produzca, simultáneamente, con lo que ha sido denunciado como “venta del territorio nacional” mediante las ZEDE, que las asociaciones de pobladores y varias decenas de cabildos abiertos en los municipios han condenado y exigido su derogación al Congreso Nacional.
En octubre se discutían ambos temas, uno al lado del otro, pero con protagonistas e intereses distintos. Mientras el Consejo Hondureño de la Empresa Privada (COHEP), la principal organización empresarial del país, destacaba las virtudes de las reformas al Código Penal y la figura de usurpación de la propiedad, las organizaciones sociales críticas de las ZEDE denunciaban que en Suiza se estaba organizando un evento en el que se ofertaría el territorio hondureño a cuatro dólares el metro cuadrado.
La discusión subió de tono y las manifestaciones de oposición a la supuesta subasta territorial se multiplicaron. Su fundamento es que las ZEDE nacieron con la potestad de expropiar las porciones territoriales que requieran para su expansión, con lo cual amenazan la seguridad jurídica que hasta la fecha han sustentado sus propietarios originales, puestos en la disyuntiva de vender o ser expropiados.
El conflicto entre autoridad y soberanía, entre los municipios, las comunidades y los propietarios locales, respecto de las ZEDE autorizadas por el mismo Estado que reforma el Código Penal para endurecer las penas contra la usurpación, entró en su momento de mayor tensión. El nuevo reparto territorial —y su objetivo de beneficiar al capital extranjero, mientras despoja a los propietarios nacionales— se reveló a sí mismo como el poder tras el trono.
El conflicto se reafirmó y empezó a inclinar la balanza en contra de las ZEDE, especialmente con la incorporación a la protesta de un sindicato de trabajadores de la industria maquiladora en la Costa Norte. En su constitución, el bloque opositor a las ZEDE manifiesta la heterogeneidad y amplitud de los intereses que representa, al estar conformado por pobladores, organizaciones comunitarias, trabajadores asalariados, alcaldías municipales y movimientos defensores de derechos ambientales y territoriales.
Por su parte, el bloque conformado por el gobierno y los inversores de las ZEDE luce tan homogéneo como minoritario, aunque se sabe que tiene el respaldo de un sector de la gran empresa privada, del mandatario y su partido. No en vano, algunos organismos de derechos humanos prevén la posibilidad de que se generen nuevos conflictos agrarios en los que colisionaría el ejercicio de la autoridad con el ejercicio de la soberanía sobre las parcelas territoriales en disputa; incluso que el Estado enfrente posibles demandas internacionales como consecuencia de tales conflictos. En último término, que se produzcan reacciones adversas en caso de que la oposición política gane las elecciones y cumpla su promesa de campaña de derogar las ZEDE en 2022.
Así, este conflicto —que desde una lectura política puede configurarse como acciones de “despojo y recuperación”—, tiene en su centro voluntades encontradas en torno de la propiedad territorial, de su seguridad jurídica y el ejercicio de la soberanía nacional, y ya está provocando disputas con suficiente potencial para reproducirse a escala nacional.
Por otra parte, las disputas legales en un contexto de deterioro del Estado de derecho, también están impactando en el ejercicio de la autoridad y el comportamiento de la institucionalidad municipal ante los nuevos desafíos, cuya principal expresión es la protesta masiva de los pobladores y las organizaciones que se oponen a las ZEDE.
El caso más reciente es el del municipio de Choloma, en el departamento de Cortés, donde la exigencia de los pobladores para llevar a cabo un cabildo abierto —que por ley debe ser convocado por las autoridades municipales—, condujo a la consigna ¡Fuera Polo!, en referencia al alcalde Leopoldo Crivelli, que había respondido con evasivas y subterfugios ante la petición ciudadana de convocar al cabildo abierto.
El mensaje de la protesta ciudadana fue claro: rechazaba la continuidad de las ZEDE y toda pretensión de reelección del cuestionado alcalde. Finalmente, el cabildo abierto se llevó a cabo el 7 de noviembre y el municipio de Choloma fue declarado “libre de ZEDE”.
Una olla de presión a punto de estallar
El nuevo reparto territorial —con las ZEDE a la cabeza—, la inseguridad jurídica y el desmembramiento territorial del país representan una conjunción trágica de factores, todos relacionados y obedeciendo a una progresión de crisis acumuladas, que demuestran el debilitamiento creciente de la institucionalidad estatal y el fracaso del modelo de soluciones a medias que el gobierno central insiste en mantener en áreas tan diversas como la seguridad ciudadana, el proceso electoral, la seguridad jurídica o la reconstrucción de las zonas afectadas en 2020 por las tormentas tropicales.
En consecuencia, en el contexto preelectoral se estuvo ante un estallido potencial de varias crisis, que tienden a convertirse en una sola, al encontrar un detonante preciso en la confrontación político-ideológica y la polarización entre las fuerzas políticas mayoritarias.
Así se ha configurado un presente cargado de pasado, en el que afloran pautas de comportamiento del sistema político tradicional, como la inestabilidad política y la potencial amenaza de utilizar la fuerza para conservar o usurpar el poder, todo en detrimento de un Estado de derecho que se encuentra más vulnerable que nunca.
Lo específico del procedimiento electoral
En la víspera prevaleció la desconfianza sobre el desempeño del Registro Nacional de las Personas (RNP) y el Consejo Nacional Electoral (CNE). La impresión generalizada fue que el comportamiento de estos organismos representaba una fuente de incertidumbre y desconfianza para los electores.
Una de las deficiencias más señaladas fue la lentitud para tomar decisiones clave para asegurar la buena marcha del proceso, así como la pretensión de llevar a cabo —en un periodo muy breve— procedimientos que debieron ser planificados con anticipación y en consenso para asegurar una actuación concertada de los tres magistrados del CNE.
Sin embargo, se reconoce la depuración del censo electoral y un avance importante en la dotación del documento nacional de identificación (DNI) a más de cinco millones de hondureños. Si la desconfianza persistió hasta el final, se debió en parte a que los avances no fueron similares en todas las áreas, y porque el antagonismo prevaleciente entre los magistrados, que representan a sus partidos respectivos, contribuyó en gran medida a transmitir a la ciudadanía un ambiente de incertidumbre y zozobra en la víspera electoral.
El debate se quedó plantado
Un aspecto crítico fue la falta de propuestas concretas y realizables por parte de los candidatos presidenciales, dejando la impresión de haber avanzado poco en esta materia. Los partidos que polarizaron la opinión pública (Nacional y Libre), decidieron no asistir a ningún debate entre candidatos presidenciales, uno de los cuales había sido programado por el COHEP. Las justificaciones de los candidatos pueden ser muchas, pero no era la actitud que los electores esperaban de ellos.
Lo más que se obtuvo de los candidatos presidenciales fueron promesas al gusto de un electorado poco crítico y demandante. Los discursos en concentraciones públicas reprodujeron el estilo tradicional de hacer proselitismo, pese al carácter decisivo que se le atribuyó a las elecciones de 2021.
En respuesta —por lo menos en apariencia—, los electores mostraron cautela ante las ofertas electorales, actitud que algunos actores y medios de comunicación calificaron como desinterés en las elecciones, tanto que se llevaron a cabo varias campañas de convencimiento para atraer a los votantes a las urnas, especialmente a los jóvenes.
Las explicaciones no resultaban tan claras como la preocupación en torno del “desinterés” y el potencial abstencionismo. En parte se consideró el crítico contexto socioeconómico creado por la pandemia, así como los conflictos y disputas que durante el proceso enfrentaron a los tres magistrados del CNE. El pulso entre los magistrados trascendió a través de los medios de comunicación creando dudas, sospechas y, sobre todo, desconfianza entre los electores.
Un contexto adicional —pero con mucho peso en el electorado—, fue la implementación de una campaña, particularmente en noviembre, que intentó aumentar los temores de la ciudadanía respecto de escenarios de violencia y caos en el día de las elecciones. Los escenarios y episodios de violencia político-electoral fueron intermitentes en el curso del año, y se intensificaron en los últimos meses.
La invocación del fantasma del caos, así como la aparición de escenarios de violencia, fueron atribuidas a múltiples causas. Sin embargo, se le reconoció un solo objetivo: crear un ambiente favorable para que el partido gobernante se mantenga en el poder por medios que solo este puede crear y controlar desde el aparato estatal. La coincidencia fue casi unánime: ningún otro partido obtendría de una situación caótica más beneficios que el partido oficial.
Algo se mueve en la región
La coyuntura electoral hondureña y sus rasgos específicos se insertan en el contexto de la región centroamericana, determinado a su vez por un retroceso político. Si el contexto regional fuese un “texto didáctico”, nos enseñaría cómo tal retroceso está reconduciendo a la instauración de gobiernos autoritarios, que ven en el Estado de derecho solo una decoración de la que pueden prescindir para gobernar a la manera que ellos entienden que se debe gobernar; esto es, suplantándolo después de haberlo desmantelado.
En Honduras, la destrucción del Estado de derecho ha sido sistemática, y está presente en el proceso electoral de 2021, como un estigma del pasado que se acomoda sin dificultades en el presente, especialmente si sobre sus ruinas se puede reconstruir un régimen a imagen y semejanza de la guerra fría que imperaba en la década de 1980. Este rasgo produce un perfil anacrónico del régimen político, reconocido por ser refractario al cambio y proclive a la inestabilidad política, rasgos que se renuevan en cada proceso electoral y demuestran su vitalidad de cara al futuro.
Otro factor presente, cuya responsabilidad corresponde a los partidos políticos, es la ausencia de propuestas en sus campañas respectivas; a pesar de que los partidos mayoritarios han esbozado sus planes de gobierno, estos no han sido lo fundamental en su oferta mediática. Por el contrario, el rasgo que mejor definió la campaña electoral de estos partidos fue su alejamiento de los problemas esenciales de la población, entre estos la crisis provocada por el establecimiento de las ZEDE; la emigración efectiva o potencial de nuevos contingentes de población; la prevención sanitaria y la reconstrucción nacional tras los desastres naturales; el endeudamiento externo desmesurado y en crecimiento en el transcurso de 2021, así como el potencial colapso de la Empresa Nacional de Energía Eléctrica (ENEE) y sus disputas con el operador y los proveedores privados, una fuente de zozobra con un elevado impacto social.
La simplificación abusa de la sencillez
Este nutrido grupo de problemas fue sustituido por una confrontación ideológica —en términos similares a las que predominaron durante el reinado indiscutido del bipartidismo centenario—, vacía de contenido, cargada de descalificación y de una voluntad explícita de excluir a los adversarios percibidos como “enemigos”.
Siguiendo la pauta del ejemplo anterior, si el proceso electoral de 2021 fuese un “texto didáctico”, nos enseñaría más de la historia del régimen político “al estilo Honduras” y de los procedimientos electorales como espacios propicios para negociar acuerdos bajo la mesa, que de una práctica orientada a beneficiar a la ciudadanía con planes y propuestas dirigidas a resolver los problemas que más le preocupan.
Del comportamiento de los partidos en el proceso electoral se debe deducir su concepto sobre el ciudadano, sobre la finalidad de las elecciones y los partidos políticos, sobre la democracia y el lugar que esta y sus procedimientos ocupan entre las elites políticas tradicionales.
El establecimiento de consensos a largo plazo, en torno de la solución de los problemas prioritarios, sigue siendo el principal ausente. En lugar de producir las condiciones propicias para asegurar la estabilidad política, la consigna principal ha sido “en río revuelto, ganancia de pescadores”. Y cuando la turbulencia y la inestabilidad afectan al conjunto de la región centroamericana, las elites hondureñas se sienten en su ambiente natural.
Un ejemplo es el aprovechamiento que hace el régimen hondureño del temor estadunidense al crecimiento de la presencia de China en Centroamérica, especialmente en El Salvador, país al que el mandatario hondureño se refirió veladamente cuando, en un discurso público, asumió un firme compromiso para “defender la soberanía nacional hasta el último centímetro”, por un supuesto litigio territorial con el país vecino.
Tiempo después, el régimen hondureño se abstenía de votar en la OEA una resolución para exigir respeto a la democracia y el Estado de derecho en Nicaragua. Así, la “geopolítica” también está presente en el momento electoral hondureño y juega su papel en un escenario ficticio en el que se pretende, al menos, evocar la atmósfera que reinaba en la guerra fría, al gusto de los Estados Unidos.
El ambiente de confrontación anticomunista ha sido más frecuente desde el golpe de Estado de 2009, el momento de mayor inestabilidad política en el siglo actual, cuando una campaña oficial apenas velada —dirigida a atemorizar aún más a la población— hizo correr el rumor de que “el comunismo nos va a quitar la casa, el carro y la mujer”, apelando así a un interlocutor masculino como destinatario principal de su “discurso” anticomunista. Así se vinculaba con el machismo sociocultural, por siempre seducido por los gobiernos de fuerza y el autoritarismo violento, cuyo referente inmediato ha sido la familia patriarcal.
En este contexto “recreado”, aparecen dos rasgos adicionales, estrechamente relacionados con el antes descrito. El primero es la ocultación de las identidades que políticamente emergieron con mayor fuerza en la década de 1990, particularmente los pueblos indígenas y negros, las mujeres y los jóvenes, una vez más soterrados por las prédicas ideológicas focalizadas en relaciones de poder construidas desde una concepción geopolítica que carece de referentes empíricos precisos en el contexto hondureño. El segundo es el factor que se concreta y acentúa en la desconfianza, un afluente más de la incertidumbre y la inestabilidad política.
Ninguno de los rasgos mencionados se relaciona con el fortalecimiento de la democracia; por el contrario, se vinculan estrechamente con su deterioro. El proceso electoral sufre un deterioro similar, lo que indica que la calidad de ambos constituye un ingrediente a considerar si se les quiere fortalecer como pilares del modelo republicano de gobierno.
¿Es legítimo el uso distorsionado del pasado?
La confrontación ideológica con ingredientes de la guerra fría, demuestra que la elite más conservadora no ha superado el umbral del pasado, que en otras latitudes fue demolido por los acontecimientos insertos en la globalización. Si el anticomunismo predominó en la campaña del partido gobernante, es obligado preguntar sobre la “legitimidad” del uso y abuso de dicha ideología y del pasado histórico, con el fin de reforzar la hegemonía deteriorada y los intereses políticos y económicos que esta representa.
Esta pregunta remite a la necesidad de develar lo que se oculta, desde el pasado lejano, tras la fachada creada por la ideología anticomunista. Lo esencial detrás del intento nostálgico de rehabilitar el anticomunismo, es el rezago en que se encuentra el pensamiento político hondureño, que ha perdido toda contemporaneidad para dialogar con la evolución que ha marcado al pensamiento político en América Latina y el mundo en las últimas décadas.
Esta ausencia de actualidad es la que lo incapacita para superar la violencia como único recurso para garantizar la hegemonía de determinadas elites políticas y económicas; para superar la tentación de usurpar el poder a nombre de una ideología o de un partido político; para superar la voluntad de imponer el miedo como un virtual “Estado de sitio” para la conciencia y el ejercicio de las libertades ciudadanas.
La historia de un fantasma criminal
La reconstrucción del anticomunismo originario, más cercano y fiel a la época que le dio origen, deja al descubierto que este se consolidó en Honduras en las tímidas reformas y los primeros pasos en la modernización del Estado, tras el agotamiento de la dictadura del general Carías (1933-1949), que abarcó tanto la creación del Banco Central como la modernización de las Fuerzas Armadas hondureñas por los Estados Unidos.
En la década de 1950 se conjuntaron, por tanto, la necesidad de implementar una modernización parcial, moderada y gradual, con la voluntad de los EEUU de imponer una tutela neocolonial en Centroamérica a través del anticomunismo, cerrando así toda posibilidad de una modernización autónoma y de reformas no controladas que pudieran adquirir cierto grado de radicalidad, si quedaban al margen del control estadunidense.
La guerra fría tras la Segunda Guerra Mundial aportó el ingrediente de confrontación que más tarde —bajo la cubierta ideológica del anticomunismo—, condujo al militarismo respaldado por EEUU y la ruptura del orden constitucional con el golpe de Estado de 1963, que convirtió a los militares y a los Estados Unidos en las fuerzas decisivas en la política hondureña hasta la actualidad. En consecuencia, neocolonialismo, anticomunismo y militarismo han sido los factores decisivos en el funcionamiento del poder político en Honduras, por lo menos desde el Tratado de asistencia militar suscrito con los EEUU en 1954, y renovado en 1982.
Esta configuración ha servido como umbral y a la vez como único horizonte del régimen político hondureño desde ese tiempo; por tanto, se constituyó en el único paradigma político en el que han confluido las elites conservadoras hondureñas y la política exterior estadunidense, refractaria al cambio y opuesta a la autodeterminación de los pueblos y la búsqueda de un horizonte propio como naciones independientes.
En razón de tales antecedentes, cuando en las elecciones de 2021 se invoca y difunde masivamente el fantasma del comunismo, en la memoria colectiva reaparece el temor al cambio incontrolado, así como el miedo a una reconstrucción del triángulo de poder conformado por el paradigma neocolonial, la ideología anticomunista y el militarismo represor, cuyo rasgo principal es la usurpación de la soberanía popular y la negación de los principios republicanos de gobierno legítimo, democrático y sustentado por pesos y contrapesos.
En el extremo opuesto, las elites tradicionales y los nuevos grupos de poder renuevan sus temores de perder su hegemonía política y económica y, sobre todo, su control sobre el statu quo y el potencial político y social del cambio que se avizora. En ese espacio, los temores de orden político se transforman en inquietudes de orden económico, sobre todo cuando el modelo económico se vincula con las formas más destructivas de producción, como las que se aplican sobre la naturaleza y sus recursos en los trópicos.
En suma, la guerra fría concluyó a finales de la década de 1980, pero solo nominalmente. El triángulo del poder hegemónico tradicional se ha mantenido incólume, como además lo demostró el golpe de Estado de 2009, la supeditación casi absoluta de Honduras a los dictados de Estados Unidos cuando así conviene a las elites locales tradicionales y transnacionales, y el creciente papel y concentración de poder en las Fuerzas Armadas.
Poco se aprendió del largo periodo de la guerra fría (1954-1989) y, peor aún, poco o nada se aprendió de las nuevas tendencias mundiales al concluir la guerra fría y dar el paso a una globalización multidimensional. El cambio fue suplantado por el maquillaje y la fabricación de imágenes falsas de los candidatos y sus partidos, encubriendo el estancamiento del sistema y del pensamiento político nacional, presente en las siempre pospuestas reformas electorales y la siempre ausente reforma social.
Una enfermedad incurable
Desde tal perspectiva, en Honduras la guerra fría no es un asunto del pasado, sino del presente, sobre todo por la tendencia de las elites tradicionales a refugiarse en ella y en sus mecanismos destructivos cada vez que su hegemonía enfrenta la menor amenaza. Esta coyuntura y su contenido convergen con el uso y abuso del pasado, a través de un discurso lleno de contradicciones, doble moral y cinismo.
Tras el golpe de Estado de 2009, desde el poder se promovió el olvido y se repitió hasta la saciedad que los hondureños no debían volver su mirada al pasado. Y no fueron pocos los que después trataron el golpe de Estado con el estribillo de “eso es historia”, una inocente respuesta ante la enorme densidad del pasado arbitrario y violento en que se ha asentado el sistema político hondureño. Hoy se recurrió a una campaña anticomunista para reafirmar que es lícito usar y abusar del pasado a conveniencia de un partido político, de una elite retrógrada o de una firme voluntad para fusionar el partido neocolonial, el militarismo y un modelo económico antinacional y destructor de la naturaleza.
En consecuencia, restaurar dicha ideología y su arbitraria voluntad de dominación, es la peor muestra del uso —y sobre todo del abuso— del pasado y de una historia nunca acabada en cuanto al respeto de la soberanía popular, la legitimidad política y la usurpación del poder por la violencia.
Cuando se dialoga más con el pasado que con el presente, se corre el riesgo de representar un monólogo que deja la sospecha de que se pretende ocultar el presente; por tanto, en la opinión pública se fortaleció la percepción de que se trataba de encubrir la corrupción gubernamental.
Y aunque la data nacional e internacional registra cifras de una corrupción monumental y la imagen del país se hunde por el fortalecimiento de la impunidad ante la corrupción y el crimen, y aumentan los señalamientos de colusión con el narcotráfico desde cortes de los Estados Unidos, poco se ha hecho para desarticular las redes de corrupción incrustadas en los centros de poder en los que se decide todo o se impone todo.
En suma, la reutilización del anticomunismo como bandera de campaña en las elecciones de 2021 dejó al descubierto, una vez más, que el partido gobernante no parece encontrar lugar en la democracia en tiempos distintos que la guerra fría y su correlato militarista. ¿Por cuánto tiempo más se puede sostener una hegemonía política sobre la base de un poder que debe recurrir al pasado para enfrentar los desafíos del presente y el futuro?
La “desmotivación” de los jóvenes
El rumor y la desinformación son casi naturales en los procesos electorales hondureños, y el de 2021 no ha sido la excepción. Incluso en la semana previa a las elecciones, en diversos medios de comunicación prevalecía una percepción de abstencionismo de hasta el 50% del padrón electoral. Esto en razón de otro dato acumulado sobre este proceso, según el cual, el abstencionismo sería mucho mayor entre los jóvenes, a quienes se les percibe como “indiferentes”. Otro supuesto los visualiza sin expectativas de cambio y mucho menos bajo la conducción de los partidos políticos.
Tal premisa se fundamentó, principalmente, en las tendencias previamente registradas en América Latina, sin matices que visibilicen la especificidad del caso hondureño. Los referentes empíricos siguen ausentes, lo mismo que las encuestas de medición electoral creíbles. “Atrévete a cambiar”, decía la publicidad del joven candidato liberal a la alcaldía de la capital, dando en el blanco sobre uno de los obstáculos al cambio: un comportamiento social reñido con la innovación y una resistencia —a veces visceral— al cambio político, sobre todo en la capital del país.
Si se piensa en una de las pautas que ha cincelado a conciencia el comportamiento político hondureño, el clientelismo, convendría preguntar si los jóvenes están exentos de este o, por el contrario, son también sus víctimas bajo una cubierta social que no resulta tan evidente como en el caso de los votantes de otros segmentos etarios.
Los jóvenes, sobre todo los que votarán por primera vez y los que ahora son percibidos como “indiferentes”, representan un potencial considerable para inclinar la balanza a favor del abstencionismo, para dar un vuelco que rompa con la tradición clientelar, o para fortalecerla, según su inclinación por el cambio o la tradición. Una cosa es irrefutable: los partidos políticos les han prestado poca atención y no han atendido lo específico de su edad, probables aspiraciones y deseos.
Las elites cuestionadas socialmente
En tiempos en que la conciencia social se atreve a pensar en rupturas con el pasado y el presente, se apunta también a cuestionar el papel de los intermediarios tradicionales del poder, es decir, las elites económicas y políticas, sus partidos y redes de control social e ideológico.
Tal y como señalaba un mensaje ampliamente difundido de la Pastoral Social de la Iglesia católica: “Ha llegado la hora de la justicia popular, la hora de la sanción moral a través del voto. Es hora de decir basta a la corrupción, a las mentiras y a la perversa acumulación de riqueza a costa del empobrecimiento de las grandes mayorías”. Y concluía con este enfático llamamiento: “Vota para botar la desigualdad, el caudillismo y el clientelismo político”[5].
Al poner en primer plano la desigualdad, la corrupción, la mentira, el caudillismo y el clientelismo político, no solo se aludía a una situación fácil de constatar en la realidad, con particular relieve en los procesos electorales, sino también a las características asumidas por la intermediación política, que ha sido una potestad exclusiva de las elites y su modelo oligárquico de gobierno.
Por consiguiente, la ruptura de la que se habla y se piensa debe ser, en primer lugar, con los eslabones intermediarios del poder, como es el caso de la relación patronazgo-cliente, tan tradicional como vergonzosa y humillante para la población empobrecida; y la separación de los negocios privados de los negocios públicos, que tanto han beneficiado a las elites que han parasitado las arcas estatales para amasar las enormes riquezas que ahora ostentan sin ningún pudor.
También circulaba con la misma profusión una frase atribuida al Papa Francisco: “A la gente la empobrecen para que luego voten por quienes los hundieron en la pobreza”. Ahora es inocultable que la ruptura del vínculo entre patronos y clientes implica un cambio de mentalidad y comportamiento a través de un cambio de conciencia sobre el papel del ciudadano en la sociedad. Las elites han sido las únicas intermediarias del desarrollo y la modernización, pero también del subdesarrollo, el tradicionalismo y la pobreza para las mayorías.
Esa ambigüedad se sustenta en el carácter esencialmente intermediario de la elite política y económica que asume el rol de fuerza hegemónica en la dirección del Estado. Ha sido, y sigue siendo, la única intermediaria en la cesión, venta o alquiler del territorio nacional y sus recursos, especialmente de los bienes naturales. Esta concepción parasitaria de las elites respecto del Estado es la que ha fracasado, por sus escasos beneficios para la nación.
Un rasgo determinante
En pocas coyunturas políticas se ha presentado una coincidencia tan evidente entre el agotamiento del modelo político tradicional —basado en el bipartidismo oligárquico y corrupto— y el modelo económico sustentado en enclaves que generan crecimiento sin desarrollo, a cambio de depredar los recursos naturales en repartos territoriales ilegítimos y casi siempre cuestionados. Simultáneamente, se agotó la ideología neoliberal dominante y la mentalidad obediente y acrítica de la población respecto de la manipulación política para mantener el statu quo y la hegemonía de las elites y los partidos fracasados y señalados por corrupción.
El papel de los Estados Unidos en Honduras es también cuestionado en la coyuntura actual, aunque tal cuestionamiento no se origina en los partidos políticos. La velada crítica proviene más bien del contexto centroamericano, en el que la diplomacia estadunidense mantiene desacuerdos con Nicaragua y El Salvador, entre otras razones, por oponerse a la intromisión estadunidense en sus asuntos internos.
Las declaraciones de Brian Nichols —un alto cargo del Departamento de Estado, que hizo una visita relámpago para entrevistarse con algunos interlocutores hondureños—, afirmando que su país es imparcial ante los resultados que se produzcan en las elecciones del 28 de noviembre, salen al paso de la generalizada percepción en la población hondureña de que quien quita y pone presidentes en Honduras es el gobierno de EEUU.
Por primera vez, el principal sospechoso es el gobierno estadunidense, señalado por la opinión pública hondureña de haber legitimado los resultados fraudulentos de las elecciones de 2017 que, en los hechos, significó la imposición de la reelección presidencial y la aceptación del gobierno de Hernández Alvarado por cuatro años más; esto a contrapelo de la decisión popular de rechazarlo en las urnas y de la sugerencia de la OEA de repetir las elecciones, por falta de credibilidad de los resultados proclamados por el Tribunal Supremo Electoral en aquel momento.
El funcionario aseveró que su país no tiene ninguna preferencia partidaria y que está dispuesto a mantener relaciones cordiales con quien resulte ganador de las elecciones, un mensaje muy distinto del que sostuvo el expresidente republicano Donald Trump en 2017. Paralelamente, la encargada de negocios de EUA en El Salvador anunciaba que abandonaba ese país, por considerar que el gobierno de Bukele tiene poca voluntad para mejorar las relaciones entre ambas naciones. Unos días antes, Washington había anunciado sanciones contra el gobierno de Ortega en Nicaragua, señalado por haberse reelegido en elecciones fraudulentas, como ocurrió en Honduras en 2017, con la venia de Estados Unidos.
En este contexto, a la ambigüedad del comportamiento político de los países centroamericanos se suma ahora el comportamiento contradictorio de la política estadunidense, aunque en este caso se proponga —al menos en apariencia— enmendar las faltas cometidas por la administración Trump, sin renunciar a la tutela disfrazada sobre Honduras.
Una cosa es clara: el poder omnímodo de las elites en Honduras ha dependido —y probablemente seguirá dependiendo— del respaldo estadunidense, que tampoco puede renunciar a la tutela neocolonial sobre este país, en un momento clave para reconsiderar su papel en Centroamérica y, a la vez, replantear su enfoque político en esta región, tradicionalmente sustentado en el maniqueísmo y un anticomunismo proclive al autoritarismo dictatorial.
El contexto del Bicentenario de la Independencia centroamericana del antiguo imperio español, ofrece un escenario histórico propicio para el diálogo entre Estados Unidos y los países centroamericanos, en un momento en que el fraccionamiento político tradicional entre derecha e izquierda, no tiene ningún asidero. Por el contrario, representa un estorbo para avanzar hacia una agenda común en torno de realidades sociales que carecen de color político, como la migración masiva, principalmente a los EEUU, el narcotráfico, las relaciones económicas desiguales y la corrupción en elites tradicionalmente respaldadas por Washington.
El cambio deseado
Los antecedentes expuestos indican que hoy no se requiere un gobierno elitista, sino una amplia representación social y política de la ciudadanía, para decidir sobre la solución a sus múltiples demandas. Los dilemas y desafíos de la sociedad hondureña han cambiado; responden al surgimiento de nuevas referencias, como la necesidad de repensar la democracia y el desarrollo, las relaciones de la sociedad con la naturaleza, el reordenamiento territorial y la planificación urbana en términos de equidad y, sobre todo, lograr que la persona humana sea el centro de la vida política y de la gestión racional de los bienes comunes.
En los hechos, el deterioro de la democracia ha corrido parejo con el incremento absoluto de la pobreza y las vulnerabilidades socioambientales que le dan a Honduras sus rasgos peculiares en la actualidad. La reforma social sigue siendo la ausencia más significativa, puesto que se le sigue desconociendo como una prioridad nacional. En el extremo opuesto, la exclusión social y el aumento de la demanda social desbordan el escenario político y reclaman la atención debida.
Sin el sustento de la reforma social, el desarrollo económico —como concepto y objeto de las políticas públicas— solo servirá para consolidar su opuesto: el subdesarrollo. ¿Dónde debe buscarse la convergencia y la intersección del desarrollo con la reforma social que se requiere hoy, sino en las áreas en que más se debe reducir la brecha entre riqueza y pobreza, entre las desigualdades y la equidad, entre exclusión e inclusión?
Avanzar hacia un nuevo proyecto de nación
Este momento transitorio ha dejado al descubierto, en la víspera electoral, el umbral de violencia implícito en la ruptura entre la ficción republicana y el interés colectivo, poniendo en riesgo la existencia de la república. De ahí que se perciba que el sistema político hondureño está conformado por extremos opuestos entre sí, presididos por la violencia y no por un marco jurídico sólido y el imperio de la ley.
La falta de consenso respecto del papel que debe jugar y asumir la “oposición política” en el sistema político, ha contribuido a reafirmar tal percepción, por encima de una estabilidad garantizada por el consenso político. ¿Ha sido esta pauta el mejor contexto para construir la república, la democracia y por tanto un gobierno legítimo?
Algunas conclusiones
El anticomunismo es la caverna ideológica más antigua del oscurantismo guerrerista y violento de Honduras; por tanto, su relanzamiento en la campaña electoral de 2021 asumió el rol de “memoria” política, de un puente con un pasado de casi un siglo, cargado de violencia y determinado por los postulados de la doctrina de seguridad nacional y la política exterior de los EEUU desde el inicio de la guerra fría.
Así se conjugaron la memoria y el olvido, pasando de un olvido parcial a una memoria intemporal, por cuanto en Honduras el anticomunismo ha servido para descalificar, estigmatizar y criminalizar a un opositor por el simple hecho de serlo. A la vez, el comunismo es identificado con un imaginario de pérdida de los bienes y la propiedad individual: “te imaginás todo lo que perderíamos”, decía un spot publicitario del Partido Nacional dirigido a la clase media y alta del país.
A pesar de sus viejas raíces en el pensamiento oligárquico hondureño, el anticomunismo “revivido” en la coyuntura actual es un anacronismo histórico, útil solo para congraciarse con los EEUU, como santo y seña de las elites neocoloniales que, desde el pasado lejano, asumieron como propia la hegemonía estadunidense y su política exterior.
Sin embargo, en la coyuntura electoral sirvió como medio para ocultar la corrupción y los señalamientos sobre vínculos con tráficos ilícitos que Estados Unidos también desaprueba. La pobreza y la violencia quedaron también ocultas bajo el espeso manto de una ideología con larga experiencia en falsear la realidad y fabricar el temor colectivo.
En suma, la conducta del partido oficial —sobre todo desde el inicio de la campaña anticomunista— favoreció la reconstrucción de un escenario de guerra fría desde un imaginario “retro” de la historia política del país. La tendencia apuntó a una continuidad de la “eterna repetición” del tradicionalismo político y de las formas de control y dominación social e ideológica, que siguen impidiendo la consolidación de una ciudadanía auténtica y beligerante.
El impacto principal repercutirá en los cimientos de la república que, en el Bicentenario de su Independencia, parece haber renunciado a su identidad original para convertirse en remedo y parodia de sí misma, despojada de toda autenticidad. La situación surgida al fragor de la campaña electoral sirvió, además, como ilustración del pasado, tanto lejano como reciente, al reproducir las condiciones políticas y sociales en las que la república ha sido destruida sistemáticamente, especialmente en los torneos electorales fraudulentos “estilo Honduras”. Cualquiera de los partidos que gane la contienda electoral deberá afrontar los problemas que se presentaron, tan elocuentemente, durante la larga víspera de las elecciones de 2021; pero, sobre todo, deberá reconocer que una tarea de tanta envergadura solo podrá afrontarse con un pacto social y político, cuya esencia resida en un amplio consenso a favor de la nación, que supere la confrontación ideológica inútil y conduzca a una solución efectiva de las demandas que emergen de la población más vulnerable y empobrecida, razón fundamental de todo consenso social y político digno de tal nombre.
[1] Desde 1929, por efecto de la crisis económica mundial y la baja de las exportaciones a los EEUU, la región centroamericana enfrentaba consecuencias adversas. En Honduras, a la crisis del enclave bananero en la Costa Norte, se sumaban los levantamientos de caudillos políticos y militares, particularmente entre 1931 y 1932. Por tanto, en las elecciones de 1932 se esperaba que ocurriera lo peor. La alternabilidad en el gobierno, entre los partidos Liberal y Nacional, estaba en juego. Se temía que ninguna de ellos aceptara el triunfo de su contrincante y se repitieran los escenarios violentos de 1924. Cfr., M. Barahona, La hegemonía de los Estados Unidos en Honduras (1907-1932), CEDOH, 1989, véase especialmente el capítulo VII, pp. 209-230.
[2] Este artículo trata únicamente de la víspera electoral, que concluyó el 27 de noviembre, por lo que no se refiere a los resultados de las elecciones que se llevaron a cabo el 28 de noviembre.
[3] Zonas de Empleo y Desarrollo Económico.
[4] Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
[5] Pastoral Social Cáritas, Cáritas Diocesana, San Pedro Sula, 24 de noviembre, 2021.
*Historiador, doctor en Ciencias Sociales, autor de Evolución histórica de la identidad nacional, Tegucigalpa, Guaymuras, 1991, y Honduras en el siglo XX. Una síntesis histórica, Tegucigalpa, Guaymuras, 2004, entre otras obras de contenido histórico y social.