Ismael Moreno (sj)*

Esta radiografía de Honduras después de cuatro décadas de elecciones periódicas, y de una pandemia asoladora, deja en claro que el saldo es negativo y la cosecha es amarga. La democracia formal ha estado divorciada del desarrollo sostenible y del respeto a los derechos humanos, por lo que el pacto social para construir una nación de todos y para todos, sigue siendo la gran tarea pendiente.


La pandemia que ratificó la desconfianza en la sociedad hondureña

Cuarenta años después de vivir bajo la égida de una democracia formal representativa, un virus vino a trastocar nuestras vidas. Un ser invisible nos llenó de pánico y nos encerró. Un virus que nadie ve, logró sembrar la desconfianza entre los seres humanos, a quienes sí vemos. Levantamos barreras y la sospecha se estableció como expresión de una cultura universal del miedo y el recelo.

En el planeta entero se implantó una única narrativa[1] basada en un virus que me puede contagiar la persona que está a mi lado, de quien debo protegerme tomando distancia y colocándome la mascarilla. El virus no se ve, pero sí veo a las personas. Formalmente, el virus es el enemigo; pero, en los hechos, el enemigo acaba siendo cualquier ser humano.

La pandemia vino a dejarnos en claro que la humanidad está amenazada por virus, por guerras, o por otras pandemias que pueden aparecer cuando menos lo esperemos. Y ante las amenazas, la narrativa dominante es la de protegernos unos de otros, y se acaba implantando el miedo y el encierro.

En estos años de pandemia quedó comprobado que las grandes corporaciones y las élites económicas nos encerraron, mientras que ellas, solas, sin testigos y usando sus publicidades en torno de que todo mundo está en peligro, se han apropiado de ganancias desaforadas. Para ello, han despedido a millones de personas trabajadoras que han sido sustituidas por tecnologías, mientras sus arcas se han multiplicado de ganancias como nunca antes las tuvieron.

La humanidad, en los cinco continentes, fue encerrada en diminutos espacios, llena de miedo y desconfianza hacia sus semejantes. Además, se nos advierte que en cualquier momento puede desatarse otra pandemia, o que podemos ser víctimas de gases y armas biológicas o tecnológicas. O sea, que las poderosas corporaciones nos han controlado y hemos acabado siendo víctimas de sus garras y sus ganancias. Somos corderitos conducidos por los grandes lobos rapaces del mercado y los capitales.

Romper con esa narrativa, salir de nuestros encierros y contrarrestar el miedo para ir a los espacios públicos y construir una nueva narrativa basada en la confianza mutua, mientras identificamos a quienes nos han encarcelado para que no nos levantemos, esa es la gran tarea de nuestro tiempo en el planeta entero, y en nuestra Honduras en particular[2].  

Y ello es así porque la pérdida de confianza en el ámbito de lo político institucional y en sus actores, se acrecentó ante la presencia de la pandemia[3]. Después de cuarenta años de experiencia de democracia, con gobiernos que han surgido de procesos electorales y partidos que han alternado en la administración pública, y aun con la interrupción del golpe de Estado de junio de 2009, existen condiciones sobradas para hacer valoraciones y establecer las relaciones entre democracia, derechos humanos y desarrollo económico.

Las vertientes hondureñas de un sistema depredador[4]

1. La profundización de las desigualdades

La pandemia del coronavirus puso al descubierto la desigualdad ya existente, aunque parcialmente oculta. La concentración de la toma de decisiones y del capital en menos manos que antes, así como el aumento masivo del desempleo y la pobreza, parecen ser el paisaje del futuro. En estas crisis, las multinacionales y los grupos poderosos nunca pierden; por el contrario, las pérdidas las soportan el Estado, los pequeños agricultores, los indígenas y las comunidades negras.

La profundización de las desigualdades nos desafía a enfrentar las heridas del modelo capitalista neoliberal, con sus dinámicas económicas que producen exclusión y violencia. Y esto debe llevarnos a identificar y a hacernos amigos de las poblaciones afectadas. Cualquier propuesta de solución a la crisis de la desigualdad debe incluir la solidaridad y la amistad con los pequeños agricultores, los pobres urbanos marginados, los pueblos indígenas, los jóvenes desempleados y excluidos, las poblaciones migrantes, desplazadas y refugiadas, y las mujeres. Los que soportan la carga de los impactos del neoliberalismo tienen que ser parte de la solución. No se puede lograr ningún cambio sin comprometerse con las comunidades que sufren las consecuencias de las desigualdades.

2. La profundización de la degradación ambiental-ecológica

En lugar de promover un cambio de rumbo hacia programas, decisiones y prácticas respetuosas del medio ambiente, las crisis provocan la redistribución del capital para garantizar los beneficios y descargar las pérdidas y catástrofes sobre las espaldas de las mayorías oprimidas. Los jinetes de la dinámica neoliberal no pierden. Los daños al planeta son ignorados por los grandes impulsores del modelo dominante y, si se toman medidas, son paliativos para engañar a los organismos multilaterales.

Para el caso, la isla de Zacate Grande, en el Golfo de Fonseca, con rica biodiversidad, ha quedado sometida a disputa porque el Estado concedió las tierras a unas cuantas familias de las llamadas “ricas y famosas”, amparadas en un amañado decreto que establece que la isla es zona protegida y que los campesinos la estaban destruyendo. Hoy, estas familias campesinas han sido criminalizadas por usurpar las tierras que las vio nacer y crecer[5].

Ante la crisis, cuanto más capital hay, más continúa el expolio, y la extracción de los recursos naturales sigue siendo la prioridad de los inversionistas. Esto se pone de manifiesto en la continuación de las explotaciones mineras en países ya expoliados, como es el caso de Honduras y Centroamérica. Las grandes empresas y multinacionales continúan con su lógica de despojo de las comunidades indígenas y campesinas.  

Podemos esperar más conflictos de los defensores de los derechos humanos y del medio ambiente con los empresarios y políticos que promueven proyectos de inversión en la agroindustria y, sobre todo, en la extracción de recursos naturales. El agua seguirá siendo una fuente creciente de conflictos, y su control definirá quién tiene el poder real en la sociedad. La industria extractiva no se limita a la minería, la explotación industrial de la palma africana o la construcción de represas hidroeléctricas. Se trata de cualquier inversión que busca el beneficio mediante la extracción de bienes, naturales o humanos, con desprecio a los derechos humanos y los derechos de la naturaleza.

La degradación ambiental abre un segundo y enorme desafío: engendrar entre los diversos sectores sociales, eclesiásticos, ambientales, académicos y políticos un compromiso con la lucha por la protección del ambiente y los derechos de la naturaleza, y la solidaridad con las comunidades despojadas o amenazadas por los proyectos extractivos. Este desafío implica la investigación de los proyectos depredadores, y la identificación de las regiones y territorios donde la vida de las poblaciones está más amenazada exponencialmente.

Si realmente queremos defender a los campesinos y los territorios indígenas que protegen la biodiversidad, debemos proteger a los pequeños agricultores de los proyectos que extraen los recursos de la tierra. Los expertos en medio ambiente y los activistas de base, los académicos y los investigadores deben unirse para formular un plan medioambiental que proteja a las comunidades y los derechos de la naturaleza, con una visión basada en el bien común.

3. El debilitamiento de lo que hemos llamado democracia a lo largo de este siglo

En lugar de buscar una mayor participación, la tendencia ha sido a consolidar líderes autoritarios, caudillos o dictadores, como es el caso de Centroamérica. Esta crisis nos plantea un tercer desafío: abordar el problema político de frente, identificando los factores que conducen al debilitamiento de las instituciones, como terreno fértil para el populismo, el autoritarismo y las dictaduras.

Nuestro deber, como ciudadanos, es impulsar alternativas democráticas de base que enfrenten directamente el paradigma de poder dominante que desconoce la democracia, legitima el despojo y promueve la pérdida de la biodiversidad y el calentamiento global. Ahí es donde debemos centrar nuestra acción en estos tiempos inciertos de amenazas al planeta, agravadas por las guerras que, en el caso de Honduras, ponen en mayor peligro a las comunidades garífunas de la costa atlántica y a las comunidades rurales e indígenas del departamento de Santa Bárbara, que están siendo expulsadas de sus tierras por las multinacionales mineras; y a las comunidades campesinas de Zacate Grande, amenazadas de desalojo de sus tierras por empresarios depredadores que se presentan como protectores de la biodiversidad.

Divorcio entre democracia, desarrollo y derechos humanos

Lo que más destaca en este período de cuarenta años de democracia[6] no es tanto la vinculación entre derechos humanos y desarrollo económico, sino la paradoja entre democracia e inequidad, formalidad electoral y creciente desigualdad social, deterioro del respeto a los derechos humanos y crecimiento de la vulnerabilidad ambiental.

Es cierto que se ha reducido considerablemente aquella persecución política, como en la década de 1980, cuando la dosis más alta de violaciones a los derechos humanos recayó en las personas opositoras al régimen, sospechosas por sus ideas contrarias a la política oficial. Sin embargo, en estos cuarenta años de democracia hemos avanzado, no de manera casual, sino como resultado de dinamismos estructurales, hacia una sociedad con una concentración alarmante de riquezas en tan pocas manos, que la convierte en una nación altamente vulnerable, que violenta los derechos humanos y produce desigualdades e injusticia social.

Somos un país resquebrajado, con muy pocas oportunidades para salir adelante por nuestra propia cuenta. Las decisiones sobre el presente y el futuro se toman fuera de nosotros, sin contar con nosotros y con frecuencia en contra de nosotros. Crece la tendencia a un nuevo paternalismo internacional, que prioriza los autoritarismos sobre el diálogo y la concertación, al tiempo que fortalece en la población la conciencia de que las soluciones debemos esperarlas desde fuera y no desde nuestra realidad nacional.

Somos un país con los tejidos sociales, humanos y culturales rotos. Una sociedad en ebullición, en movimiento, pero sin rumbo, políticamente inestable y con una creciente inequidad social y económica. En estos cuarenta años, la democracia se ha constituido en un modelo que garantiza ganancias a un reducido grupo de potentados, a costa de la miseria e inseguridad de la mayoría de la población.  

Somos un país con una población campesina abandonada a su suerte y a la voracidad el gran capital; en los hechos, el Estado ha condenado a los campesinos pobres a una muerte lenta en la economía de subsistencia, o a que emigre hacia las ciudades y hacia los Estados Unidos y Europa. De acuerdo a una investigación del Fosdeh y otras, quienes han emigrado desde las áreas rurales en los cuarenta años que nos ocupan, representan más del 80 por ciento[7]. Somos un país con una población que se amontona en los centros urbanos, sumergiéndose en la economía informal y los corredores subterráneos del desempleo, la delincuencia callejera y el crimen organizado.

Somos un país con la mitad de su población menor de veinte años, pero una juventud herida, rota en su corazón y sin oportunidades para canalizar creativamente sus energías y construir un futuro con dignidad. Por ello, la migración constituye uno de los fenómenos que expresan la ausencia de políticas públicas a favor de la ciudadanía y el fracaso de una sociedad, incapacitada para ofrecer alternativas a las nuevas generaciones.

Honduras se encuentra, además, atrapada por la violencia. Las políticas públicas definen la inseguridad a partir de la desconfianza hacia los más pobres, teniendo como premisa que la delincuencia que pone en riesgo a la sociedad es la delincuencia callejera; de manera que, en lugar de disminuir la violencia, el Estado acentúa esa percepción. Junto a la carestía de la vida, la población valora, como problema mayor, la inseguridad y el sentimiento de miedo a la delincuencia, a la agresión y la muerte, alimentado por hechos de crueldad que sucedieron en el marco de la mayor publicidad en la administración anterior, que sostenía estar triunfando sobre las maras y el crimen organizado.

En el tiempo que llevamos de gobiernos surgidos de elecciones, los datos apuntan a la ausencia de políticas públicas coherentes para enfrentar el desafío de la inseguridad ciudadana; por eso se confirma que, a la par de la inequidad y la pobreza, la violencia y la criminalidad se constituyen en los factores de mayor angustia y desestabilización para la sociedad hondureña, y piedra de toque de cara al éxito o fracaso de la administración pública.

La ausencia de ética en los gestores de los partidos políticos, ha contribuido a que amplios sectores de la sociedad no crean en la política o se aprovechen de esta, y a que aumente la tendencia a abandonar la política para dejarla en manos de grupos de poder cada vez más reducidos. En la población existe una tendencia creciente a abandonar o pasar de prisa por los lugares públicos por el miedo a ser agredida, y a refugiarse en los espacios domésticos.

Esta tendencia en la vida cotidiana estaría trasladándose al campo de lo político, puesto que, siendo este la dimensión pública de la vida social, y ante el descrédito de la política y los políticos, la población tiende a refugiarse y a definir su vida en su hogar, y a considerar lo público y lo político como espacios extraños y de extraños, de los que hay que tomar toda la distancia posible.  

¿Menos país que hace 40 años?

Las instituciones creadas para modernizar la función del Estado, e incluso las muy buenas intenciones de personas de buena voluntad, se sostienen sobre un “orden negador de los derechos humanos”[8], que genera dinámicas concentradoras de riqueza y es productor permanente de pobres y miserables.

En este período de cuarenta años de democracia, se ha dado un deslizamiento organizado hacia el desentendimiento del Estado de los grandes asuntos sociales, hasta reducirse a ser un compensador social, en lugar de un definidor de políticas públicas de carácter permanente hacia el desarrollo sostenido y equitativo. En estos cuarenta años hemos avanzado hacia un acercamiento entre los partidos políticos mayoritarios, hasta contar con un cogobierno que, en los hechos, es como un gran partido político con varias banderas de lucha; y en sentido contrario, un proceso abismal que separa las formalidades de la democracia de la construcción de dignidad humana y de soberanía.

Tenemos que reconocerlo: hoy somos mucho menos país que hace cuarenta años, con todo y los avances que se han dado en formalidades y sanos intentos de democracia. Durante el largo período de construcción de dictadura, que va de 2009 a 2021, hubo el mayor retroceso en democracia y aumentó la desigualdad y las violaciones a los derechos humanos. Hubo respeto al calendario electoral, las elecciones se celebraron conforme a los tiempos programados, pero con el sustento de la impunidad y la corrupción, con el deterioro de la institucionalidad pública y con esta al servicio de la criminalidad y los gestores de la violencia.

La alarmante migración en este período fue la expresión del deterioro humano, social, político e institucional del país; se manifestó en las llamadas caravanas de migrantes a los Estados Unidos que, en 2018, alcanzaron las cifras de hasta ocho mil compatriotas que cruzaron la frontera entre Honduras y Guatemala para huir del territorio, convirtiendo en realidad la expresión “no buscamos el sueño americano, huimos de la pesadilla hondureña”[9].

Así cristalizó la paradoja: se respetó el calendario electoral, nunca dejaron de realizarse elecciones, pero la llamada democracia representativa cabalgó en plena sintonía con la ausencia de desarrollo económico y social y la violación sistemática de los derechos humanos.

Amarga cosecha

La vinculación de la democracia con los derechos humanos y el desarrollo económico tiene que ver con el modelo por el que han optado las elites políticas y económicas que, durante tanto tiempo, han definido el rumbo del país. Este modelo de desarrollo está volcado “hacia fuera”, satisface las demandas externas, pero en lo fundamental desatiende las necesidades internas.

La inversión externa se ha concentrado, a lo largo de cuatro décadas, en la industria de la maquila, la industria extractiva y la industria del turismo. Se abrieron las puertas a una inversión de la que se esperaba que, al final del camino, dejara beneficios a los indefensos y marginalizados; pero solo fue una dinámica para garantizar ganancias a los inversionistas, al menor costo posible. Lo social se deja de lado o se le relega a la nada, porque no genera ganancias. Y así, después de cuarenta años, ya estamos en la cosecha: marginalidad, criminalidad, inseguridad pública, crimen organizado, inequidad, pobreza.

Esta cosecha se expresa en datos dramáticos que ya forman parte del paisaje nacional: centenares de jóvenes, lo mejor de la creatividad del país, buscan salir diariamente al extranjero, hasta convertir su huida en miles de millones de dólares que hoy constituyen el verdadero colchón de la economía nacional[10]. Hace poquísimos años, un gobernante se entusiasmaba hablando del éxito que significaba para Honduras tener cerca de un millón de compatriotas que generaban los millones que necesitaba el país para mantenerse a flote.

Y sigue la cosecha: las instituciones y reformas que se han hecho a lo largo de estos años, siguen siendo capitalizadas, en lo fundamental, por la extrema politización; en definitiva, la Corte Suprema de Justicia, el Ministerio Público o el Tribunal Superior de Cuentas, son campos de negociación y de reparto de los puestos públicos entre los dirigentes de los partidos políticos.

El Estado de Derecho sigue siendo, cuatro décadas después y en lo fundamental, un rehén de las arbitrariedades de los grupos de poder y de las ambiciones económicas y políticas de la estructura bipartidista tradicional. Y esta realidad se constituye en fuente de corrupción e impunidad, rasgos que cierran las puertas, en lo esencial, tanto a la vigencia de los derechos humanos como a un desarrollo sostenido y al servicio de la gente.

El diagnóstico de Honduras en torno a sus déficits en materia de democracia, Estado de derecho, derechos humanos y bienestar social, está en correspondencia con el diagnóstico latinoamericano y caribeño, que identifica en este mismo período una tendencia creciente a la violación de los derechos humanos, el deterioro de la institucionalidad del Estado de derecho y el aumento de la industria extractiva con base en el despojo de los bienes naturales y los derechos de la población trabajadora, y una migración forzada en aumento[11].  

Una apuesta fallida

Hablar de derechos humanos y desarrollo es hablar del modelo de desarrollo económico por el que se ha apostado en el país: una permanente presión sobre los recursos naturales, alianzas asimétricas y desventajosas para Honduras, como los Tratados de Libre Comercio, y la repetición del ciclo dependencia-pobreza-violación de los derechos humanos. Un modelo con un déficit creciente en materia de derechos económicos, sociales y culturales, generador de empobrecimiento y, en definitiva, de violaciones a los derechos humanos.

Llevamos cuarenta años con un modelo que hace inviable la relación armoniosa entre derechos humanos y desarrollo económico y social. Ya tenemos los signos inequívocos de que este modelo es inviable, porque nos pone en una situación que anestesia la democracia, impide el desarrollo social y la vigencia de los derechos humanos.

En encuestas realizadas y en las reuniones sostenidas en decenas de comunidades rurales de los municipios de la margen derecha de la cuenca baja del río Ulúa, se advierte que la gente sigue esperando que desde afuera y desde arriba se le resuelvan los problemas; mientras, la organización comunitaria se reduce a muy pocas personas –hombres–, y con frecuencia a un solo hombre. Ese hombre es quien representa al patronato, la junta de agua, la asociación de padres de familia y a todas las organizaciones que formalmente existen en la comunidad. Frecuentemente, la gente no cree en la organización y el poder de esta, y por ello deja que sean otros quienes busquen resolver los problemas comunitarios, como los servicios públicos, la infraestructura y a veces hasta los asuntos vinculados con la producción.

Algo tiene que cambiar

Algo fundamental ha de cambiar en nuestro país. Algo que quiebre la lógica que ha conducido a las estructuras de gobierno y las propuestas de la sociedad. Algo profundo debe transformarse en las relaciones entre el Estado y la sociedad, entre los pudientes y los marginados, entre el Estado y la comunidad internacional.

Algo tiene que cambiar en las estructuras políticas del Estado, un algo hondamente vinculado con la mentalidad y la cultura política. En una entrevista que Radio Progreso hizo años atrás a un diputado, a propósito de la enorme dependencia respecto de tratados llamados de “libre comercio”, el parlamentario no dudó en confesar que los funcionarios públicos debían ser serviles al gobierno de los Estados Unidos, porque esa era la única manera de recibir ayuda y de ser atendidos por la gran potencia del Norte.

Si existen funcionarios públicos con la mentalidad de esperar que desde afuera les resuelvan los problemas, entonces estamos en una sociedad atrapada en la cultura patrimonialista[12], que se sustenta en que los recursos de la comunidad, del Estado y del país son propiedad de un grupo –los políticos–, que puede utlizarlos a su gusto y antojo, y puede repartirlos entre sus seguidores a cambio de obediencia y fidelidad.

Así, formamos parte de una sociedad en la cual sus miembros huimos a nuestras responsabilidades y buscamos con afán quien nos mande; buscamos con angustia a quién obedecer.

Un terreno fértil para los caudillos y el autoritarismo

He ahí el sustento para que en esta tercera década del siglo veintiuno aún contemos con un fecundo caldo de cultivo para los caudillos, los autoritarismos y populismos, que se erigen en una de las mayores amenazas frente a la construcción de democracia. Existen más condiciones para avanzar hacia autoritarismos y autarquías que hacia la institucionalidad de la democracia, como en efecto ocurre en el paisaje centroamericano. La tendencia del conjunto de países del istmo es a sacrificar la democracia, reducirla a elecciones con base en la reelección de caudillos y a subordinar todas las estructuras públicas a las arbitrariedades de personajes con ropaje de mesías.

En este marco, las elecciones, como expresión por antonomasia del ejercicio de la democracia, se sostienen sobre una población con escasa participación ciudadana o con una participación controlada, manipulada o inducida, subordinada a decisiones de grupos de poder; sin capacidad para opinar por su cuenta y sin las condiciones para expresarse como ciudadanos y ciudadanas. La ciudadanía participa en elecciones y elige sus autoridades, en un país que ya no admite remiendos porque demanda transformaciones profundas, antes de que su institucionalidad pública se desmorone y caiga en pedazos. En las condiciones actuales, las elecciones formalmente democráticas son un remiendo a una tela derruida.

Compromisos por transformaciones estructurales

Algo profundo ha de transformarse en el país, que tenga que ver directamente con la equidad y la justicia social. Se sabe que en Honduras las políticas públicas no logran sostenerse de un gobierno a otro, por muchos documentos que se elaboren. En estos cuarenta años se han elaborado muchos programas y proyectos para promover las transformaciones; entre otros, el Plan para la Transformación de Honduras, el Plan de Nación, la Estrategia para la Reducción de la Pobreza (ERP) y los Acuerdos Básicos Compartidos. Ninguno ha logrado sostenerse con el cambio de administraciones públicas. La ERP, formulada en la primera década del siglo actual, sirvió más como argumento para parecer limosneros ante la comunidad internacional, para fortalecer caudillismos y para sostener el gasto corriente del gobierno.

Necesitamos transformaciones profundas, que finalmente se expresen en políticas públicas que se sostengan en las instituciones y no en decisiones arbitrarias, y menos en personas que son más funcionarios de partidos políticos que funcionarios públicos. Necesitamos una nueva conciencia de país, con plena responsabilidad social de los sectores empresariales privados.

Pero ninguno de los cambios que necesita el país será posible sin la construcción de ciudadanía. La experiencia es que cada año los fenómenos naturales provocan más desastres sociales y económicos porque, en lugar de dinamizar propuestas para sustentar políticas públicas de prevención a mediano y largo plazo, se convierten en oportunidades para que la gente más pobre reciba migajas en su mano, eternamente extendida. Es también una oportunidad para los comerciantes que buscan engrosar sus capitales; para los políticos ávidos de recursos para sustentar sus campañas proselitistas y las ONG para obtener proyectos que les permitan seguir sobreviviendo.

En la emergencia provocada por el huracán Mitch a finales de 1998, y en las subsiguientes y continuas emergencias que hemos tenido durante el presente siglo, los mayores beneficiarios han sido las ferreterías, los supermercados y las bodegas de granos básicos, porque vendieron cuanto pudieron para cubrir las demandas del Estado, las iglesias y los organismos privados que buscaban responder a las necesidades de miles de damnificados.

Y más beneficiados –incluso por encima de los comerciantes– han sido muchos políticos y funcionarios públicos a nivel central, en los departamentos y municipios, por la corrupción política patrimonial y la ausencia de auditorías. Después de decenas de emergencias, está demostrado que hoy la mayoría de la población se encuentra en mayor grado de indefensión que antes del Mitch. Y los grandes empresarios y funcionarios públicos siguen siendo tan insolidarios o más con el país y su gente pobre, que antes de la tragedia del Mitch.

Recuento: rasgos de cuatro décadas de democracia formal y un poquito de incesante y moderada rebeldía[13]

Como recuento de cuarenta años de democracia en una incesante erosión de la confianza pública, de aumento del deterioro ambiental, los derechos humanos y la calidad de vida de la población, cuatro serían los rasgos que destacan.

Primer rasgo: un continuado proceso de acumulación y concentración de riquezas en manos de unas cuantas familias que, no obstante las crisis, inundaciones y confrontaciones políticas, no han parado de enriquecerse. La tierra, la energía, los principales bienes naturales y los bienes del Estado se han ido convirtiendo en 40 años de democracia electoral en patrimonio de reducidos grupos familiares, que han definido sus políticas económicas en plena subordinación al capital multinacional.

Esta concentración de riquezas tiene como contrapartida un campo sin campesinos, una creciente migración forzada interna y al extranjero, un hacinamiento inhumano en las periferias urbanas, violencia delincuencial y aumento del crimen organizado. La concentración de riquezas en tan pocas manos, es el auténtico eje estructurador y detonante de la violencia y la inestabilidad de Honduras.

Segundo rasgo: los conflictos no solo no se han resuelto, sino que se han acumulado. Los conflictos actuales ya lo eran hace cuarenta años en el agro, la educación y la salud, así como en la seguridad y violencia, impunidad y ausencia de justicia. Así como se han acumulado riquezas en pocas manos, los conflictos se han acumulado y se mantienen en ebullición, como una olla de presión a punto de estallar.

Tercer rasgo: subordinación de la institucionalidad del Estado a decisiones legales o arbitrarias de los propietarios de los partidos políticos, primero del bipartidismo, al cual se sumó recientemente el partido Libertad y Refundación. Todas las elecciones de segundo grado residen en el Congreso Nacional, y las decisiones responden a cálculos, negociaciones y acuerdos entre las dirigencias políticas.

Cuarto rasgo: deterioro ambiental y depredación del ambiente, como expresión del modelo extractivo que ha convertido el agua, los ríos, los bosques y la mano de obra en mercancía y capitales sucios.

Estos cuatro rasgos nos sitúan en estado de precariedad, donde la inseguridad, el miedo, la violencia y el poder de los fuertes caracterizan y dominan la vida de la sociedad hondureña. Y son rasgos que finalmente convergen en sectores que se arropan con la misma cobija: la impunidad reinante.

Un quinto rasgo que ha sido intermitente, que a veces se ha diluido y en otras ha florecido, es el de la rebeldía de los sectores sociales, populares, indígenas, femeninos y juveniles. Una rebeldía que, con conciencia de pueblo, entendida como encuentro convocador de los sujetos oprimidos capaces de identificar a sus opresores, convertirá los siguientes cuarenta años en un proceso de construcción de soberanía popular transformadora.

Todo lo anterior lleva a la necesidad de definir, proponer y poner en marcha un nuevo modelo de desarrollo, de Estado y sociedad, basado en la equidad y la justicia, que incluya los derechos humanos y los Derechos Económicos, Sociales y Culturales en particular como parte intrínseca, sin caer en la separación que existe actualmente, que ubica los derechos humanos en una institucionalidad disfuncional, que evita toda relación de carácter esencial con el modelo. Es apenas un pequeño añadido, como apéndice de un carácter casi infecundo.

Necesitamos repensar una Honduras con nuevos actores sociales, necesitamos recrear la política como bien común, y nuevas relaciones con la comunidad internacional, que se sustenten en la soberanía del Estado y del país sobre sus recursos naturales y sus decisiones económicas y culturales. La comunidad internacional debe redefinir su relación con los países pobres como Honduras.

El Informe de Desarrollo Humano del PNUD en el año 2000, ya lo dice:

Los derechos humanos y el desarrollo humano no pueden hacerse realidad a escala universal sin una acción internacional más enérgica, especialmente para apoyar a los países y pueblos en desventaja y para compensar las desigualdades y la marginación en aumento a escala mundial. La asistencia y la cooperación internacionales incluyen también la obligación de colaborar activamente a favor de un sistema equitativo de comercio multilateral, de inversiones y financiero que propicie la reducción y eliminación de la pobreza.  

Acuerdos Básicos Compartidos[14]

Necesitamos construir un pacto social desde los sectores sociales populares, la juventud, las mujeres, los pueblos indígenas, los campesinos, los familiares de los migrantes y los obreros y obreras de la industria maquiladora, las empresas industriales, el comercio y el sector de servicios. Necesitamos un pacto social cuyo punto de partida sea la responsabilidad social y la construcción de la nación, en el que su gente se identifique como ciudadanos y ciudadanas que se expresan con su propia palabra y sus propias demandas.

Necesitamos un nuevo pacto social, con un Estado que cuente con un proyecto de desarrollo económico y social a partir de los intereses nacionales, que se exprese en lo que llamamos Acuerdos Básicos Compartidos –ABC– que se alcancen a través de consensos entre el gobierno central, las municipalidades, la empresa privada, los movimientos sociales y la cooperación internacional. Desde nuestra perspectiva, estos ABC se resumen en los siguientes compromisos estables y duraderos:

  1. Un compromiso estable y duradero para consolidar un sistema de justicia que genere confianza, con plena independencia de los grupos de poder, tanto económicos como de los partidos políticos, y que además garantice su autonomía soberana ante injerencias que arbitrariamente quiera imponer el gobierno de los EUA a través del Departamento de Estado y la Embajada Americana. Las bases de este sistema de justicia corresponde ponerlas en marcha en el período actual.
  2. Un compromiso estable y duradero con el ambiente. Revertir la huella ecológica destructiva, detener los proyectos extractivos, defender el agua, los ríos, los bosques y en general los bienes naturales en el marco de la actualización creciente y permanente de la legislación, que garantice que no podrán ser el dinero, las ganancias y el capital los que conduzcan las inversiones, sino la concepción de los bienes como regalos de la madre naturaleza que es nuestra Casa Común. Y que los seres humanos, con toda su dignidad, han de ser el centro de interés, preocupación y destino del Estado. Un compromiso estratégico con el cuidado de los bienes naturales, que evite que se repitan asesinatos como el de Berta Cáceres; y que nunca más inversionistas como Lenir Pérez podrán imponer sus decisiones y caprichos por encima de los ríos Guapinol y San Pedro y sus comunidades.
  3. Un compromiso estable y duradero para revertir el despojo, la depredación y el daño ecológico, con base en un plan estratégico audaz para proteger y aprovechar, a favor del bienestar social, las cuencas de los ríos que bañan los imponentes valles de Sula, del Aguán y de Leán; detener la deforestación e impulsar la protección de los ríos que bajan de las montañas de occidente, para así proteger las comunidades, los bosques y cultivos. Asimismo, un plan estratégico para la protección ambiental de una capital que se va cayendo a pedacitos, avanzando vertiginosamente hacia su destrucción. Es indispensable que en este plan ambiental se definan políticas frente al cultivo de plantas invasivas como la palma africana, con el fin de diversificar las inversiones en la agricultura, que se delimiten estos cultivos y se protejan las reservas de agua y la calidad de la tierra.
  4. Un compromiso estable y duradero con el agro y la población campesina mediante políticas públicas que atiendan la producción y el empleo, préstamos accesibles, insumos e incentivos a las familias campesinas. Es una oportunidad para que las tierras incautadas a narcotraficantes y corruptos sean destinadas, sin ambigüedades, a las organizaciones y poblaciones campesinas en el marco de una propuesta que signifique el reordenamiento territorial y agrario, con el fin de reactivar efectivamente el agro hondureño.
  5. Un compromiso estable y duradero con la construcción e implementación de una propuesta económica que impulse la ruptura con el modelo neoliberal, productor perpetuo de desigualdades y concentración de riquezas en reducidos grupos, con el consiguiente empobrecimiento de millones de personas. Una propuesta que sea liderada por la mediana, pequeña y microempresa y no por las élites que se han enriquecido bajo la sombra de las reglas neoliberales; que haya control de la banca y sus banqueros de la muerte con base en inversiones con severos controles de auditoría y veedurías de organizaciones empresariales y sociales. Un nuevo modelo basado en el cuidado de los bienes, en función del bien común, con relaciones de complementariedad con las inversiones extranjeras, pero bajo el liderazgo interno y reglas internas sin sometimiento a tratados comerciales internacionales, en el marco de una visión regional centroamericana. En una Centroamérica fragmentada en diminutos países, sometidos a caudillos, transnacionales y crimen organizado, el compromiso para construirnos como una sola nación es innegociable, con proyectos basados en la soberanía de cada Estado y en franca complementariedad.
  6. Un compromiso estable y duradero con la educación y la salud pública, con un presupuesto destinado primordialmente a la atención directa del alumnado, la infraestructura, la formación y capacitación técnica y pedagógica, así como la permanente actualización de la atención a los pacientes, la infraestructura y equipos médicos del sistema sanitario público. Un testimonio muy loable sería que los funcionarios públicos matricularan a sus hijos e hijas en el sistema educativo público y que asistieran a la atención médica en el sistema hospitalario público y en el Instituto Hondureño de Seguridad Social. Quién podría dudar de que este acto testimonial acompañaría a los funcionarios públicos en avanzar hacia un compromiso efectivo con un sistema educativo y sanitario eficaz y de calidad.
  7. Un compromiso estable y duradero por una educación superior de calidad, que recupere el papel de la universidad como conductora de propuestas académicas de calidad y diversificadas; y que la investigación se sitúe a la altura de los desafíos ambientales, agrarios, económicos, culturales y técnicos. La Universidad Nacional Autónoma de Honduras está llamada a recuperar el liderazgo que llene el vacío que ha dejado en la sociedad hondureña.
  8. Un compromiso estable y duradero para reducir el presupuesto de las Fuerzas Armadas y avanzar a la construcción de la policía comunitaria. Nunca, ningún presupuesto de defensa debería estar a la par o por encima del presupuesto destinado a educación, salud, infraestructura, empleo, protección ambiental y políticas agrarias. Ni por encima del presupuesto destinado a la construcción de una cultura política ciudadana.
  9. Un compromiso estable y duradero con la construcción soberana de un Estado que vela porque los bienes y servicios públicos estén en manos de una alianza estrecha entre el gobierno central, las municipalidades, organizaciones comunitarias y empresa privada, bajo el liderazgo del Estado; y así evitar su privatización, como ha ocurrido con muchos bienes nacionales entregados, casi sin control, a la voracidad de empresarios privados y transnacionales, como es el caso de la energía eléctrica o el perverso sistema de pago de peajes en nuestras carreteras, un auténtico monumento a la corrupción y el despojo.
  10. Un compromiso estable y duradero con nuestras poblaciones hermanas en la diáspora, el principal motor de sostenibilidad de nuestra economía. Alcanzar un plan para que la voz de estos hermanos y hermanas, que trabajan y luchan por sacar adelante a sus familias, sea escuchada, sus propuestas atendidas y se aprueben políticas públicas de protección a los migrantes. Este es un compromiso obligado que en la sociedad hondureña tenemos todos y todas con estas poblaciones auténticamente heroicas, frecuentemente estigmatizadas y manipuladas en función de la economía y por los partidos políticos y las iglesias.
  11. Un compromiso estable y duradero con las poblaciones históricamente estigmatizadas. Me refiero a los pueblos originarios, y particularmente a los garífunas amenazados en sus propios territorios, con su cultura y sus demandas. El punto de partida con este pueblo ha de ser un informe responsable sobre investigaciones que nos digan cómo y dónde están los desaparecidos desde el 18 de julio de 2020 de la comunidad del Triunfo de la Cruz. De igual manera, que la causa sobre el asesinato de Berta Cáceres no se detenga ni se entrampe entre cálculos de poder, y que acabemos viendo enjuiciados y condenados a los auténticos asesinos intelectuales de nuestra heroína nacional. Apellidos como el de los Atala revolotean entre los sospechosos, y la justicia hondureña tiene la responsabilidad de investigar y enjuiciar, sin importar los poderes que se mueven en su defensa.
  12. Un compromiso estable y duradero con políticas públicas que garanticen los derechos de las poblaciones de la diversidad sexual, y se rompa con su estigmatización por razones políticas o religiosas, así como de las poblaciones femeninas y juveniles, grandes motores para el impulso dinámico y creativo de propuestas transformadoras. Las mujeres y la juventud son actores decisivos para el liderazgo de estos ABC a lo largo de los próximos veinte años, por su capacidad para nutrir y dinamizar los movimientos sociales hondureños.

[1] Existe un debate entre tres maneras de ver y analizar la pandemia. Una primera manera es la de los negacionistas: sostienen que el virus no existe y nunca existió, que ha sido un asunto de quienes sostienen los grandes capitales, y se aprovecharon de la falta de información para generar miedo y así agrandar capitales. Una segunda manera es la conspirativa: el virus existe, pero fue creado, ya sea por los grandes propietarios de laboratorios en Estados Unidos, o en China, con propósitos aviesos, buscando crear miedo, zozobra, amenazas, y así encerrar a la humanidad dentro de la lógica de los grandes capitales. Una tercera manera es la que cree y piensa que el virus existe, que no solo es un asunto de conspiraciones o con propósitos predeterminados, sino que es una realidad de la que hay que cuidarse y protegerse; un virus que ha sido debidamente aprovechado por potencias y transnacionales para sacar provecho. Me sitúo en esta tercera manera de ver y analizar la pandemia.

[2] Cfr. Un editorial –Nuestra Palabra–, de Radio Progreso, noviembre de 2022.

[3] La desconfianza hacia las instituciones y partidos políticos ha sido un rasgo constante en todos los sondeos de opinión pública realizados por el ERIC desde 2010 hasta 2022.

[4] Cfr. Artículo personal escrito en 2020 y difundido en el sitio web del ERIC y Radio Progreso en agosto de 2020, y actualizado en noviembre de 2022 para Desarrollo y Paz, organización de cooperación de la Iglesia católica canadiense.

[5] Cfr. “Sucedió en San Lorenzo”, un breve escrito personal del 23 de abril de 2017, y un artículo más amplio: “Miguel Facussé avanza por la isla del paraíso”, en Revista Envío, Managua, núm. 278, mayo de 2005.

[6] Este período va desde la asunción, en 1982, del gobierno que presidió el liberal Roberto Suazo Córdova (1982-1986), luego de entrar en vigencia una nueva Constitución de la República aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente en 1981, hasta el año 2022, cuando asumió la presidencia Xiomara Castro Sarmiento, quien fue candidata de una coalición liderada por el partido Libertad y Refundación, Libre.

[7] Según Mauricio Díaz Burdett, director del Foro Social Deuda Externa y Desarrollo, Fosdeh, en un análisis de contexto expuesto años atrás a agentes de pastoral de la Compañía de Jesús en Honduras.

[8] Cfr. Plataforma Digital Lawi, septiembre 2019.

[9] Testimonios de migrantes recabados por Inmer Gerardo Chévez, periodista de Radio Progreso, quien ha acompañado las caravanas por el territorio guatemalteco hasta la frontera con México. Estas iniciaron en 2018, en la terminal de buses de San Pedro Sula.

[10] De acuerdo a informes oficiales y de organismos especializados en economía, como el Fosdeh y el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, Icefi, en 2021 el ingreso nacional por remesas representó el 26 por ciento del Producto Interno Bruto. Según el Banco Central de Honduras, el ingreso por el mismo concepto en 2021 fue de 7 mil 370 millones de dólares, un 28.3 por ciento más que lo registrado en 2020; mientras, de 400 a 500 personas cruzan diariamente las fronteras terrestres entre Honduras y Guatemala, para dirigirse a México y los Estados Unidos en busca del “sueño americano”.

[11] “El modelo económico y de desarrollo basado en el extractivismo y la subordinación al capital transnacional ha provocado una situación de captura del Estado por parte de las corporaciones, en la cual el poder empresarial sobrepone sus intereses sobre el bien común y termina siendo más poderoso que el Estado mismo, como se ha demostrado en temas de defensa del medio ambiente y los derechos territoriales de los pueblos indígenas. Esta realidad ha implicado muchas veces incapacidad del Estado de cumplir con sus obligaciones como garante de los derechos humanos, lo que ha complejizado el ejercicio del rol y mandato de su protección por parte de los mecanismos internacionales”. Cfr. REGIONAR, Foro Regional Derechos Humanos, “América Latina y el Caribe, una lectura compartida sobre el contexto que enfrentamos en la región”, documento de trabajo para la Conferencia Regional de Derechos Humanos, p. 2.

[12] Entendemos por cultura patrimonial esa concepción patriarcal que sostiene que el varón es quien define la vida de la familia, y los bienes son propiedad del varón, quien los usa a discreción entre su mujer y sus hijos. Cuando esta cultura se extiende a la vida pública se habla de corrupción política patrimonial, la madre de las corrupciones, en donde los políticos se constituyen en una casta que usufructúa los bienes del Estado como propios y los usa y reparte entre sus allegados a cambio de obediencias y lealtades. Cfr. Augusto Zamora, Revista Envío, Nicaragua, marzo de 1996.

[13] Cfr. Nuestra Palabra, editorial de Radio Progreso, noviembre 2022.

[14] Esta propuesta se ha venido presentado en diversos artículos en la revista Envío-Honduras, desde 2011; y se publicó una versión reciente en la edición número 64, de enero 2021. Su contenido fue expuesto en sesión solemne ante el Congreso Nacional de Honduras, el 20 de octubre de 2022.


*Investigador del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de la Compañía de Jesús (ERIC-SJ).