Suyapa G. Portillo Villeda[1]


Aquí se explora la construcción de la cultura campeña a partir de la transición forzada del modo de trabajo de subsistencia campesina al trabajo asalariado, y en resistencia al control de la Compañía. Esto dio lugar a una identidad única de clase trabajadora en la costa caribeña, con un legado imborrable en la conciencia de la clase obrera y sindical del país.

Introducción

En las zonas bananeras de Honduras la clase trabajadora se construyó política y culturalmente en un proceso muy propio de la Costa Norte, región en la que eran conocidos como campeños y campeñas. La complejidad de esa construcción de sectores heterogéneos de la clase trabajadora en la costa caribeña fue influenciada por la convergencia de varias construcciones de raza y etnias, códigos de género, al igual que la migración y las políticas de las compañías bananeras hacia los trabajadores, cuya dinámica se desarrolló en los campos donde vivían y trabajaban.

En mi libro Raíces de la Resistencia (University of Texas Press, 2021), detallo el proceso que conllevó a trabajadores y trabajadoras a construirse e identificarse como campeños y campeñas en las fincas bananeras. Ser campeño/a significaba muchas cosas: determinaba la geografía y la vivienda, así como entendimientos etno-raciales de los trabajadores que eran muy diferentes a la noción del mestizo indo-hispano en el resto del país.

También determinaba el tipo de trabajo al que se dedicaban, como agricultor/campesino y no como trabajador de confianza de la Compañía. Para los campeños y las campeñas, identificarse como tales no era sólo una cuestión económica, sino también una formación cultural y política de su identidad que les definía como hondureños y no migrantes ni extranjeros norteamericanos, privilegiados de las compañías.

Por tanto, señalar su complejidad racial fue importante y lo sigue siendo. En este pequeño ensayo exploraré la construcción de la cultura campeña desde una convergencia de raza/etnia, la esencia de la transición forzada del modo de trabajo de subsistencia campesina al trabajo asalariado, desde la construcción de códigos de género y masculinidad, y en resistencia al control de la Compañía.

Deduzco que la construcción de la identidad de ser campeño o campeña es otra forma más de resistencia a la Compañía, pero también a las elites del país, formando así una identidad de clase trabajadora única en la costa caribeña, con un legado imborrable en la conciencia de la clase trabajadora y sindical del país y la región.

Vida cotidiana y condiciones laborales

Empecemos por un brevísimo análisis de la vida cotidiana, las condiciones laborales, el ambiente y tiempo libre de los trabajadores agrícolas en las bananeras, principalmente varones, que muestran sus variadas experiencias basadas en diferencias étnicas, raciales y códigos de género no convencionales.

En primer lugar, los campeños y campeñas construyeron sus vidas y organizaron su tiempo libre pobremente en los campos. Si bien las fincas eran consideradas inadecuadas e inhabitables para los norteamericanos y las elites hondureñas, miles de trabajadores/as lucharon contra viento y marea y lograron vivir ahí una vida modesta y digna.

Ellos y ellas construyeron en esos espacios físicos sus hogares y su comunidad y se adaptaron al ambiente y al trabajo. Muchas de estas personas reflexionaron sobre lo bonito que eran los campos en aquel entonces: podían tener hortalizas, gallinas y cerdos para vivir tranquilamente en los días que no laboraban y que, como recuerdan con cierta nostalgia, se contraponía a la vigilancia de la Compañía y el arduo trabajo en las fincas.

Al llegar a trabajar a las bananeras, estas personas pasaron por una transformación histórica del trabajo de campo de subsistencia al trabajo asalariado y semirural. Las compañías las introdujeron al conocimiento de nuevas técnicas y procesos aplicados en el monocultivo del banano. Y aunque la incorporación al trabajo asalariado fue brusca en sus inicios, el pago era bueno y podían cambiar de finca cuando quisieran. Había cierta flexibilidad para buscar trabajo en otras fincas. Vivir en los campos tenía sus incentivos, y traían con ellos/as sus tradiciones rurales campesinas que influyeron en la construcción de nuevas prácticas en las regiones bananeras.

El poder de la identidad campeña residía en la conciencia y comprensión campesina y su convicción de saber trabajar la tierra y cumplir sus deberes en las fincas, sin lo cual las plantaciones bananeras no habrían tenido éxito. Era muy común que un cortero o trabajador de las fincas instruyera a un científico norteamericano o a un supervisor nuevo en el proceso de cultivar y cortar banano.

Así, el funcionamiento de las vastas fincas dependía de la disponibilidad de trabajadores expertos en el cultivo de la tierra. Los campesinos fueron, entonces, fuente de mano de obra lista y dispuesta, lo que contribuyó al rápido crecimiento de la industria agroexportadora y creadora de la «nueva fuerza laboral»: los campeños, los asalariados.

En segundo lugar, no sólo pusieron su sabiduría, cuerpo y alma en el cultivo del banano para la exportación, sino también en construir comunidad en los campos donde vivían. La confluencia del trabajo, la vigilancia de la Compañía y la agrupación sin igual de migrantes de varias regiones, etnias y razas, costumbres y culturas, creó un espacio cosmopolita único para el trabajador agrícola, donde también hubo un choque de muchos mundos.

Los trabajadores migrantes eran vistos como foráneos y de manera despectiva, pero también eran mano de obra para la Compañía. Juntas, estas adaptaciones de los y las trabajadoras ayudaron a construir un híbrido cultural en su ambiente, que yo describo como un espacio semirural y semiurbano y, a la vez, muy emblemático de la época.

Estas experiencias y realidades de la vida de los trabajadores, así como sus autopercepciones, se yuxtaponen con las impuestas por la empresa como expectativas y suposiciones sociales sobre los trabajadores bananeros. La Compañía y los habitantes de pueblos como La Lima o El Progreso promovían visiones sobre estos obreros como personas violentas y les llamaban «manchados»[1]; eran ideas erróneas y a menudo negativas.

Además, por el diseño del enclave, estaban deliberadamente aislados del resto del país y se volvieron una especie de grupo privilegiado; muchos lo creían y se enorgullecían de ser campeños. Esas percepciones sirvieron para promover la unidad a través de las diferencias entre inmigrantes y trabajadores de los departamentos del Sur y Occidente del país, en su mayoría, al igual que migrantes salvadoreños. La identidad cultural de ser campeños incluía una diversidad racial, en contraste con el resto del país, donde se promovía un tradicional y ultraconservador mestizaje.

Algo relevante es que los pobladores de comunidades originarias garífunas, que migraban de sus aldeas para trabajar como asalariados en las fincas, también influyeron en la definición de campeño; sus experiencias de racismo los marginalizaba de la indo-hispanidad en el resto del país y, además, procedían de una economía familiar de autoconsumo, como la agricultura y la pesca.

En suma, las narrativas que se registran de este periodo demuestran que la Huelga de 1954 fue resultado de la organización de trabajadores étnicamente diversos que negociaban sus vidas en la Costa Norte, no de un proyecto estatal o una acción institucional liderada por un partido ortodoxo. La identidad cultural y política del «campeño/a» que conformaron los trabajadores y su ambiente, permitió la adaptación a otras razas e identidades, a pesar de la preocupación por autodenominarse «indio» (o nativo) durante periodos antinmigrantes en la nación.

En última instancia, los trabajadores de la Costa Norte compartían una experiencia común y los unía el deseo de prosperar y conseguir mejores condiciones de trabajo, como lo demuestra la Huelga de 1954. Para ellas y ellos, autodenominarse campeño/campeña fue parte importante de su adaptación a las nuevas relaciones de trabajo, pero también les permitió quebrar o romper la dinámica de poder del statu quo y así resistir el control de la empresa.

Por otra parte, un mapeo de las relaciones de poder y de género, así como de las construcciones raciales en las plantaciones y campos bananeros, ponen en claro cómo la identidad «campeña», impregnada de la adaptabilidad y voluntad para resistir, fue fundamental para la identidad colectiva de los obreros agrícolas, que condujo a una organización eficaz durante la Huelga del 54. Y también, inadvertidamente, construyeron normas y códigos raciales y de género muy diferentes a los del resto del país.

Orígenes de la identidad «campeño/a»

No hay duda de que la presencia de campesinos varones, la mayoría mestizos, en los campos de la United Fruit Company, influyó en la construcción de una identidad de trabajadores agrícolas bananeros, basada en sus vidas y experiencias. La identidad campeña se desarrolló con un carácter mestizo y, de hecho, con una proyección de masculinidad, que existía en alineación (y a veces en conflicto) con la política nacional, los partidos políticos y el proyecto de mestizaje.

En las historias orales recolectadas, los campesinos se refirieron consistentemente a sí mismos como «indio/a», un término que usaban indistintamente para identificarse como mestizos y como nativos de Honduras. Ser campeño significaba ser de ahí, de la Costa y los campos, ser de Honduras. Estaba claro que no era para decir que eran de ascendencia indígena, aunque lo fueran; más bien fue una estrategia para denominarse hondureño nativo, y no migrante, tampoco norteamericano. Esto protegía su trabajo y su vivienda en los campos. El amplio uso del término «indio» para describirse a sí mismos, puede entenderse también como influencia del proyecto de nación que reclamaba la indo-hispanidad.

El proyecto de construcción nacional del mestizaje se afianzó a lo largo de los años. De 1890 a 1940, el objetivo era cimentar la noción de que Honduras era una nación mestiza e indo-hispana. De acuerdo al historiador Darío Euraque, dos proyectos en particular fueron importantes en la forja de una identidad nacional mestiza: primero, la denominación de la moneda nacional con el nombre de Lempira, el líder indígena mitificado de la resistencia ante las incursiones españolas durante el proceso de conquista y colonización; y, segundo, la construcción y desarrollo de las ruinas mayas en Copán como sitio de preservación histórica, con el apoyo de la UFCO[2] y la afluencia de mano de obra extranjera, especialmente occidental. En las décadas de 1930 y 1940, durante la dictadura de Carías Andino, la UFCO, presidida por Sam Zemurray, y la hija de este, Doris Stone, promovieron lo que Euraque llama la «mayanización» de Honduras.

Los inmigrantes «indios», vinculados a la industria bananera y la Costa Norte, generaron xenofobia y un mayor apoyo a la implantación del mestizaje y una visión de que las personas «de acá» (de Honduras) eran «indios». La promoción de la homogeneidad racial es adoptada por el Estado para consolidar la nación durante un período de conflicto, complicado aún más por la influencia de la ideología capitalista de las empresas norteamericanas y las jerarquías raciales de Jim Crow, que prevalecían en las compañías norteamericanas.

En realidad, esta confluencia de ideologías hizo que los pueblos indígenas fueran invisibles para la nación, mientras que, por medio de las compañías norteamericanas, rescataban una imaginada cultura a través de símbolos míticos mayas y las Ruinas de Copán, que también invalidó la existencia de comunidades mayas actuales. También la negritud —especialmente el pueblo garífuna— es invisibilizada por el proyecto homogeneizador del mestizaje.

El proyecto de mestizaje eliminó los debates de la época y se centró en los esfuerzos por reducir la amenaza de la inmigración negra de las Indias Occidentales, así como la salvadoreña y la de árabes y chinos. Estos inmigrantes y su diversidad presentaron un desafío para la consolidación de Honduras como nación mestiza, pero al mismo tiempo la reforzó, cuando los mestizos se unieron para contrarrestar la afluencia de aquellos. Los intelectuales hondureños, bajo la bandera del patriotismo, desafiaron la migración antillana buscando proteger al mítico trabajador mestizo y hondureño.

Los campeños se denominan «indios»

La costa caribeña nunca fue homogénea, como la concebían el gobierno hondureño y las élites en su promoción de una identidad nacional mestiza. Y aunque este proceso de construcción nacional influyó en la vida de los trabajadores, ellos tenían sus propias construcciones de una identidad etno-racial que reflejaba su experiencia de trabajo y vida en los campos.

En sus relatos sobre la Costa Norte, los trabajadores, a menudo, se referían a sí mismos como «indios» para describir que eran nativos de Honduras y no indígenas. Esta identidad de «indios» fue un instrumento descriptor de sí mismos en el trabajo y la vida cotidiana en un entorno multirracial y multinacional.

La identidad de «indio», adoptada por los trabajadores, tenía dos funciones importantes: por un lado, diferenciaba a unas nacionalidades de otras —como los salvadoreños (que, aunque mestizos, eran migrantes)— y, por otro lado, definía estrictamente a alguien como no negro ni como inmigrante jamaicano (hablante del inglés). Aunque garífunas que laboraban en los campos podían ser incluidos y autodefinirse como campeños. La codificación de una identidad etno-racial como nativos de Honduras y anti-negro, fue ventajosa para las empresas bananeras, ya que dio lugar a una situación potencialmente competitiva entre trabajadores migrantes de varias razas y etnias.

Para los y las trabajadoras hondureñas sus recuerdos de la huelga, sus vivencias en los campos, y su autoidentificación como «indios/indias», son marcadores que informan sus identidades de campeños/as y que marcan una resistencia al proyecto racial de mestizaje del Estado hondureño y al proceso de construcción de una identidad mestiza.

Los y las campeñas construyeron en la Costa Norte su propia identidad de trabajadores en sus contextos laborales y de vida en los campos bananeros. La construcción de «indio» (para decir nativo de Honduras), llegó a abarcar una diversidad más amplia y menos exclusiva que la propuesta mestiza de la nación, ya que no sólo los hondureños usaban esa autodefinición, sino también los trabajadores negros, salvadoreños y otros inmigrantes estratégicamente identificados con ese término para mantener sus trabajos y vivir en los campos.

Los campeños asumieron los conceptos de identidad, construcciones sociales de etnia y raza, para adaptarlos a sus vidas. Identificarse como «indio» se convirtió en un reclamo de pertenencia a Honduras y la Costa Norte, utilizado ventajosamente como componente etno-racial entre los campesinos durante las décadas de 1940 y 1950.

Sin embargo, los y las campeñas no eran receptores pasivos de las ideas del Estado, las empresas y las élites sobre su identidad nacional; también construyeron sus propias interpretaciones de etnicidad y raza y abrazaron la identidad de «indio», porque ésta les permitió acceder al trabajo, sobrevivir dentro del control de la empresa y el Estado, y conseguir mejores trabajos y viviendas. Los y las campeñas construyeron una identidad propia de la región, basada en estas contradicciones raciales, la presión antimigrante y sus propias autodenominaciones de raza-etnia.

                Los salvadoreños también podían pasar por «indios», especialmente aquellos que habían vivido en la Costa Norte durante mucho tiempo. El término resultaba ventajoso para los trabajadores mestizos, especialmente para obtener arreglos laborales y de vivienda. Llamarse indio —incluso para los trabajadores negros— era un reclamo de pertenencia a la cultura dominante, a la mayoría, y todos los derechos que esto conllevaba.

Diversidad y adaptabilidad en el corazón de la identidad campeña

Si bien existía una cultura dominante campeña, esta era una identidad flexible, ya que los trabajadores que divergían de esta también podían hacer su espacio en la Costa Norte. La identidad campeña aportaba flexibilidad y permitió el intercambio a través de las diferencias. Sorprendentemente, la diversidad de los trabajadores, y las diferencias raciales y de género en particular, no impidieron la cohesión; de hecho, se convirtió en parte del carácter de la comunidad y del éxito del movimiento huelguístico.

Las historias orales de los trabajadores revelan diversas facetas de las construcciones etno-raciales de los campeños, como resistencia a las brutales condiciones laborales y al control de la empresa. Ser campeño/a significaba que podrían ser de cualquier raza/etnia, ya que lo de «indio» no impedía que otras razas/etnias se identificaran de esta forma. Eran mucho más diversos en su incorporación de raza, etnia, género y nacionalidad, en contraste con la ideología nacional del mestizaje, que eliminaba la negritud.

Los trabajadores garífunas regresaban a sus aldeas después de un período de trabajo; rara vez hicieron de los campos de la Tela Railroad Company su hogar permanente. Los salvadoreños, por el contrario, formaron redes migratorias, redes de vivienda y alianzas laborales. Las vidas y comunidades de los trabajadores fueron moldeadas por estas diferencias en sus redes regionales y sociales, experiencias informadas de las aperturas en el trabajo, la vivienda en las fincas y los campos. Ser campeños les permitía un espacio físico y de identidad para la sobrevivencia y la resistencia a las compañías.

Género, identidad y cultura campeña

La vida de los trabajadores es muestra de la formación de una masculinidad de clase trabajadora que era parte integral del trabajo, supervivencia y dignidad. La vida de los hombres se caracterizó por la violencia, proyecciones de hombría. En la historiografía de la región predominan historias de los campeños, lo que ha marginado la discusión de género; o sea, la relación entre mujeres y hombres de la clase trabajadora.

Las narrativas tradicionales dejan la impresión de que sólo varones vivían y trabajaban en las fincas bananeras durante la primera mitad del siglo XX. Pero, para entender la identidad del campeño de la década de 1950, se requiere examinar las experiencias de ambos, hombres y mujeres, ya que esta identidad fue moldeada por la tensión entre campeños y campeñas, revelando un conjunto continuo y en evolución de códigos de comportamiento sobre raza/etnia y las construcciones de género que también brindaron oportunidades para subvertir el control empresarial y estatal.

A pesar de la hombría glorificada en la cultura de la Costa Norte, ser campeño también da espacio para las campeñas, ya que ellas trabajaron duro en los campos de la Costa Norte y tuvieron diversas relaciones con los hombres y la Compañía. Los habitantes de la ciudad las calificaron de «mujeres sueltas», y la empresa las vio como mujeres prescindibles (desechables), aunque dependía en gran medida de su trabajo informal: por ejemplo, del trabajo de las patronas.

Pero cuando había pocas mujeres en los campos, también eran vistas como una mercancía y podían ser perseguidas, e incluso coaccionadas por los trabajadores de las fincas. A menudo, hombres y mujeres mantenían relaciones de conveniencia en las que ellos usaban su poder sobre las mujeres para obtener sexo y servicios, como alimentos, lavado de ropa y otros bienes, como el acceso a un barracón familiar.

De otras formas, las mujeres tuvieron un poder considerable en las fincas y en el control de la empresa por el importante papel que desempeñaban en la alimentación y cuidado de los hombres. En general, hombres y mujeres trabajaron arduas jornadas diarias en sus respectivos ámbitos, a pesar de la vigilancia de la empresa, siempre presente, en sus vidas y actividades.

Además, en los ambientes públicos, las trabajadoras sexuales eran acorraladas, perseguidas y encarceladas en burdeles por las autoridades bajo el control de la empresa. El consumo de sexo por los trabajadores era protegido por el Estado, al igual que la Compañía. Consumir sexo, gastar dinero en los burdeles, era parte de los códigos de virilidad/hombría, así como consumir grandes cantidades de alcohol; lo importante era tener suficiente dinero para pagar todo el consumo, que destacaba la importancia del trabajo en los campos de la Compañía.

La cultura de la masculinidad campeña se impregnó incluso en el tiempo libre y los espacios en disputa, como lo ejemplifica el consumo de alcohol y la compra de sexo como códigos de hombría que se manifestaban y absorbían al campeño con valores percibidos de poder. Y aunque no pueden sugerir una resistencia deliberada o coordinada en esos ámbitos, estas conductas muestran un grado de libertad y adaptación a las condiciones locales, fuera de los debates morales del país.

A pesar de los intentos por controlar la vida de los hombres más allá de la finca, y de las mujeres percibidas como en la periferia, estos campesinos pudieron trazar un nuevo camino para sí mismos. Ese camino fue uno de subversión a la vigilancia y el control diario de la empresa, agenciado lejos de la finca. Igualmente las mujeres trataron de subvertir el burdel, ejerciendo el trabajo de sexo clandestino.

Las esferas de la comunidad campeña: la plantación, la vivienda en los barracones y el tiempo libre permitían a los trabajadores construir una identidad colectiva, pero no homogeneizadora, distinta entre hombres y mujeres: de la finca a la formación de una cultura de campeño y campeña.

El tiempo libre reunió a muchas personas de diferentes regiones y países. Ser campeño reemplazó identidades como mestizo, indio, negro, hombre o mujer campesina, etc. No siempre fue un refugio, pero los trabajadores lo hicieron funcionar. Incluso en tiempos de violencia y conflictos, se veían a sí mismos como parte de la Costa Norte y una comunidad de campeños y campeñas rebeldes, afines a su pueblo en común.

La geografía de la masculinidad y el trabajo

La masculinidad en la Costa Norte se construyó a través de roles y normas de género contradictorios, formando un conjunto muy específico de códigos de masculinidad y solidaridad entre los hombres de clase trabajadora. Se desarrolló una cultura de género masculina en torno del alcohol, que nos ayuda a entender cómo se movilizaron en otras áreas de vida y trabajo en los campos.

Yo le llamo a esto códigos de virilidad/hombría (manhood) en los campos, que se veían durante el tiempo libre al afrontar las restricciones de la Compañía, y que incluían el consumo de alcohol. Aunque hombres y mujeres participaban en la elaboración y distribución del alcohol, los trabajadores consideraban que su consumo era un acto propio de la esfera social y pública masculina; así, los hombres eran los objetivos primarios de vigilancia y arresto por consumo de alcohol por parte de la Compañía.

Los códigos de virilidad/hombría de los trabajadores eran fundamentales para su supervivencia en un mundo categorizado por el entendimiento binario de género: hombre y mujer. Algunos de estos códigos eran nociones que trajeron consigo de sus pueblos de origen, tal vez su religión, y otros se configuraron mientras vivían y trabajaban con otros en la finca y durante el tiempo libre fuera de los campos.

Empleados de empresas estadounidenses en la «Zona Americana» caracterizan a los campeños como hombres violentos, mujeriegos y propensos al alcoholismo, que utilizaban sus machetes —sus herramientas de trabajo— como armas. No obstante, la vida de los obreros y la construcción de la masculinidad de la clase trabajadora desafiaron drásticamente la cultura dominante de la época en el país, incluida la narrativa de violencia y asesinato. De hecho, la huelga en sí es recordada —nos dice Marvin Barahona—, como un «esfuerzo extremadamente disciplinado» en nombre de trabajadores que aseguraron que no habría daños a la empresa, su propiedad y la finca mientras estaban en huelga.

¿Cómo es que estos hombres violentos lideraron un esfuerzo tan disciplinado? Fue precisamente a través de estos códigos de lo que significaba ser un hombre decente y trabajador en la Costa Norte. Para ellos, beber alcohol en los campos bananeros y en los pueblos alrededor de la empresa era un acto público, un momento social en el que podrían relacionarse con otros hombres.

Cuando bebían en público los hombres podían demostrar su masculinidad y rebelarse contra las reglas de la empresa y las normas sociales. En los campos y en el uso del tiempo libre se formó un espacio social masculino donde los hombres podían recuperar su dignidad. Los espacios donde consumían alcohol, pública o clandestinamente, eran los lugares donde evadían el control de la empresa en repetidas ocasiones.

Estos espacios inscribieron sus vidas con elementos de masculinidad y actitudes machistas, y también los diferenciaron de las mujeres, del control de las empresas y el sistema legal hondureño. Había poder en el hecho de compartir las experiencias vividas como hombres, haciendo un trabajo de hombres (designado así por la Compañía); ellos se veían a sí mismos enfrentando obstáculos insuperables que no podían cambiar.

El alcohol, los juegos de naipe y otros pasatiempos eran vinculados a la violencia y la interrupción del trabajo por la Compañía y las autoridades. Sin embargo, en realidad, estas actividades ayudaban a forjar compañerismos y solidaridad, tanto como lo hacía el hecho de trabajar juntos en las fincas; además, les permitió formar una identidad colectiva, en resistencia al control de la empresa. Tampoco quiero romantizar pues, a veces, estos pasatiempos terminaban a machetazos entre los trabajadores.

El elemento más destacable en la construcción de los códigos de virilidad/hombría son los de resistencia a los supervisores y a la Compañía. Lo que pudo haber parecido simplemente un estallido violento o un ataque descontrolado de los trabajadores, también pudo haber sido una respuesta a su entorno y una forma de reclamar dignidad en el contexto del trabajo brutal y las condiciones de vida insalubres, y una respuesta intencional al control empresarial no deseado e irrazonable.

El altercado puede haber sido, en realidad, una reacción a una situación restrictiva en el ambiente de trabajo. Quizás al involucrarse en peleas, disputas y respuestas airadas, como lo hacían frecuentemente en los campos, los trabajadores también estaban desafiando códigos de conducta prescritos y aplicados por los supervisores de la empresa y una red de controles sociales impuestos por la industria.

Muchos trabajadores que se enfrentaron a machetazos en sangrientas peleas sufrieron graves consecuencias. Fueron detenidos por policías auxiliares locales y también por el comandante de armas de la ciudad donde se asentaba la Compañía.

En los tribunales locales se juzgaron altercados sangrientos, asesinatos y robos a la empresa. Los procesos de apelación que buscaban revocar las sentencias eran laboriosos y a menudo costosos, en términos financieros y humanos.

Pero sugiero que estos actos de violencia fueron parte de un proceso más amplio de empoderamiento de los trabajadores, que retaron la moral establecida en el resto del país. El «pasivo» campesino o agricultor de subsistencia se volvió «feroz», controlador y poderoso en el contexto de las fincas bananeras, así como las condiciones de vida y trabajo cambiaron agresivamente en simbiosis con el sistema capitalista de la Compañía, y las normas etno-raciales del mestizaje chocaron con el enclave.


[1]       Era común que la ropa y las manos de los obreros de las fincas tuvieran manchas oscuras debido al látex («leche») del banano, un producto natural y orgánico, que cae durante el desflorillado de la planta. Ver: https://platanosruiz.com/que-son-esas-manchas-pegajosas-que-en-ocasiones-tienen-los-platanos/er

[2]       United Fruit Company.


[1]       Doctora en Historia, docente e investigadora en Pitzer College, Estados Unidos de América.