Ramón Romero
El autoritarismo, la represión, el miedo y el olvido forzoso a que la sociedad hondureña ha estado sometida,
provocan la indolencia de las mayorías respecto del pasado y aun del presente. Hechos como el que aquí se narra y muchos otros permanecen casi borrados de la historia oficial, pues son entendidos como un peligroso sustento de subversión, un riesgo que es mejor evitar.
Hace 42 años fui secuestrado junto a varios compañeros de ideales y experiencias. El contexto que ocasionó mi secuestro y el de muchas otras personas, es el de una Honduras en prolongada tragedia, convertida desde fuera y desde dentro, en un país explotado y utilizado, con una sociedad miserable, que de manera deliberada es llevada al envilecimiento. En medio de esa dura realidad nacional siempre he encontrado y compartido con muchos seres humanos de inmensa nobleza.
Estando secuestrado, desnudo, vendados los ojos y esposado de pies y manos, las torturas fueron físicas y psicológicas. El dolor y el miedo fueron los principales instrumentos de los verdugos. En aquella condición pensé que esa sede del infierno —que estoy seguro fue la casa de Támara que hoy sabemos era base de operaciones de los secuestradores—, sería el lugar de mi asesinato, y que este ocurriría en poco tiempo.
Ahí los días iniciales fueron de tormento ante las torturas y los asesinatos de otras personas, que a diario consumaban los verdugos. Sufrí el miedo que nos inoculaban y la angustiosa espera de la muerte. Pero más me atormentaba, en lo más profundo del corazón, el dejar huérfanos a mis dos pequeños hijos, a mi esposa, mi padre y todos mis seres amados. Sufrí por dejarlos abandonados, más que por cualquier otra cosa.
Después de varios días de dolor intenso, la resignación fue apoderándose de mí. Acepté que mi final estaba muy cerca, y que mi familia podría vivir sin mí. Tuve la seguridad de que después de mi asesinato, Ligia, con el apoyo de mi padre y los suyos, criaría bien a Miguel y Hannah, a quienes no vería más.
Cuando los secuestradores me trasladaron a otro lugar, cerca del mar, y luego a un edificio urbano, que después supe era la sede de la Dirección de Investigación Nacional (DIN) en San Pedro Sula, pensé que se trataba de estaciones en el ineludible camino al asesinato, que me llegaría en cualquier momento.
En las semanas inmediatas a mi liberación, refugiado y protegido por la intimidad familiar, tomé, con el apoyo de mi esposa, mi padre, mi hermana y mi suegro, la decisión de no buscar el exilio, como sí lo hicieron mis compañeros. Me quedé en Honduras y reasumí mi vida de trabajo. Aquella fue una decisión familiar valiente, en el contexto de terror que la sociedad vivía.
Entonces me centré en la vida personal, atendiendo a los míos y dedicándome con más fuerza al trabajo profesional. Tiré un manto de olvido sobre las vivencias del secuestro. Sentía que, si no lo hacía así, aquella experiencia me provocaría crecientes sentimientos y pasiones destructivas, de odio y frustración, que se manifestarían en todas mis actuaciones, y que con ello haría sufrir más y quizá destruiría a mi familia. Sin embargo, pese al esfuerzo empeñado, el olvido no puede ser completo. Con frecuencia venían los recuerdos dolorosos y aterradores.
En los meses que siguieron a mi liberación, experimenté que muchas personas conocidas se apartaron de mí por temor a que, al verlas en relación conmigo, pudiera ponerlas en riesgo. Otros, a quienes creía amigos, incurrieron en la calumnia, afirmando que yo estaba vivo porque me había convertido en colaborador de la policía.
Esto último, después de haber enfrentado con dignidad aquellas horrorosas circunstancias, me sorprendió y dolió, pues jamás imaginé tal reacción; pero ese dolor duró muy poco, pues comprendí que quienes me calumniaban, por ese hecho eran rastreros y le hacían el juego al terrorismo de Estado. De ello gané conocimiento: conocí el vacío moral de quienes se prestan a la calumnia. Lo demás quedó sepultado y el gran agradecimiento con la vida me llevó a perdonar.
El olvido como terapia
Muy por encima de lo anterior e incomparable con ello, conocí la nobleza de otros. Experimenté el cariño y la solidaridad de muchísimos, incluso de personas a quienes no conocía, de dentro y fuera de Honduras. En las calles y en la universidad hubo tantas personas que se acercaron a mí, me regalaron una sonrisa, me expresaron su solidaridad y me dieron un abrazo o un apretón de manos, en muestra de alegría. Eso ha sido un sustento tan importante que, lleno de gratitud, jamás podré olvidar.
Cuando tiré el manto de olvido sobre estos hechos, sospeché que este sería un olvido temporal; que llegaría un momento en el cual podría hablar con serenidad y sin angustia acerca de estas cosas. El olvido fue mi terapia; con él sanaron muchas heridas y he podido reconstruirme a mí mismo. Pasaron más de quince años para que, por primera vez, pudiera referirme al secuestro, en pláticas íntimas, en las cuales verifiqué que estaba siendo ya una etapa bastante superada, aunque no del todo.
Atravesé la experiencia del secuestro sin que esto opacara mi conciencia. En los 42 años transcurridos, he vivido las consecuencias del mismo en distintas etapas, experimentando cambios progresivos en las diferentes condiciones emocionales, íntimas, por las que he pasado.
Después de examinarme y reexaminarme a lo largo de los años, sé que el secuestro no me destruyó; no arruinó mi vida; no me llenó de odio, amargura ni terror. No me robó la esperanza, la alegría, el amor y la paz. Pude vencerlo en todas sus consecuencias destructivas. Me rehíce en plenitud. Con ello derroté a mis verdugos.
Mantengo la esperanza en que la humanidad irá dándose a sí misma la sociedad necesaria para que todas las personas vivan con dignidad, libertad y responsabilidad. Pienso que el tránsito a una vida de mayor plenitud pasa por la conquista ciudadana de condiciones democráticas y elevados niveles formativos. La conciencia ciudadana y el Estado democrático, de Derecho, son los fundamentos capaces de sostener e impulsar las transformaciones económicas, sociales, ambientales, políticas y culturales. Trabajo con lealtad para ello.
El poder transformador del pasado
Hoy, por primera vez, escribo sobre este tema tan personal y al mismo tiempo tan social. Me doy cuenta de que puedo hacerlo sin que eso me altere. Es otra prueba de que mis heridas sanaron.
Respecto a la memoria colectiva relacionada con los detenidos y desaparecidos políticos de la década de 1980, mi pensamiento se sintetiza de la siguiente manera:
1. La memoria de los pueblos es parte de su conciencia crítica. Si la primera es casi inexistente, es porque la segunda es muy escasa. Esa es la situación en Honduras. El autoritarismo, la represión, el miedo y el olvido forzoso a que la sociedad hondureña ha estado sometida, provocan la indolencia de las grandes mayorías respecto del pasado y aun del presente. Hechos sangrientos, como los de los años 80 y muchos otros, permanecen casi borrados de la historia oficial y los sostenedores del desorden establecido se esfuerzan para que así se mantengan, pues son entendidos como un peligroso sustento de subversión; constituyen un riesgo que es mejor evitar.
Por justificaciones perversas de este tipo, en Guatemala fue asesinado el obispo Juan Gerardi[1], potenciador de la memoria histórica de aquel pueblo hermano. Mantener disminuida o encubierta la memoria de los pueblos es una vía para asegurar el statu quo.
2. En la actual coyuntura, el gobierno está ganando la confianza de organismos de derechos humanos y familiares de víctimas. Por eso se relanzan las esperanzas y solicitudes sociales para que el Estado investigue y se devele la verdad sobre diversos casos de represión y desapariciones forzadas.
3. Es oportuno, desde el Estado y desde diversas organizaciones sociales, ampliar la conciencia popular sobre la memoria histórica, como una vía para fortalecer la conciencia crítica. Así, el pasado amplía su poder de transformación del presente y el futuro. Ahí radica la importancia de las investigaciones y de iniciativas como el Museo de la Memoria, entre otras.
[1] Entre las 10 y 10:30 de la noche del 26 de abril de 1998, Juan Gerardi Conedera, obispo auxiliar de la diócesis de Guatemala, fue asesinado a golpes en la cabeza y la cara con un objeto contundente –un pesado bloque de cemento de forma irregular que apareció, ensangrentado, junto al cadáver– en su residencia, la casa parroquial de la iglesia de San Sebastián, en pleno centro de la capital. Dos días antes había presentado, en solemne acto celebrado en la catedral metropolitana, el informe Guatemala: nunca más, fruto del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI), que él personalmente dirigió, y que aporta en sus cuatro tomos un enorme volumen de testimonios sobre las terribles violaciones de derechos humanos cometidas por la represión militar durante el conflicto civil que padeció su país. Consultado en: https://www.derechoshumanos.net/genocidioguatemala/libro-cap3-crimenes-de-estado-procesos-judiciales.htm#