Gustavo Zelaya[1]*


La Refundación de la nación requiere de transformaciones estructurales que posibiliten el desarrollo material, una distribución equitativa de la riqueza social y una noción de la igualdad a partir de las diferencias individuales en el acceso a bienes culturales y económicos. Implica, por consiguiente, una amplia discusión de ideas y propuestas que sólo serán legítimas cuando nazcan del pueblo o sepan trasmitir los intereses de toda la nación.

Introducción

Probablemente, el término refundación no ha sido muy debatido en su forma y contenido; por eso parece importante intentar definirlo ya que no es un asunto conceptual o semántico. Es un tema político.

Según la versión digital del Diccionario de la Academia de la Lengua, refundación significa: «Volver a fundar algo. Refundar una ciudad. Revisar la marcha de una entidad o institución, para hacerla volver a sus principios originales o para adaptar estos a los nuevos tiempos».

Desde esa definición, bien sabemos que la continua adaptación es uno de los rasgos principales del capitalismo, que se refunda según las exigencias del desarrollo y ajusta sus mecanismos para enfrentar momentos de crisis sin alterar su función explotadora y de acumulación del capital; intenta expandirse, independientemente de los límites geográficos y de cualquier teorización que pretenda «humanizarlo» o justificar su existencia.

En el caso nuestro, no se trata de que la sociedad regrese a los «principios originales» sobre los que fue fundada ni de adaptar las instituciones a los nuevos tiempos. No sólo es «revisar» la historia nacional e interpretar cómo ha sido su marcha; más de cien años de atraso y miseria demuestran cómo se ha gobernado y manipulado nuestra historia.

Esos principios originales, fundacionales, pueden reconocerse desde finales del siglo XIX con las primeras concesiones mineras y después con el enclave bananero; se refrescan continuamente en forma de maquilas, narcotráfico, extractivismo y especulación financiera; se encuentran en el sistema capitalista desarrollado en Honduras y en las formas ideológicas que se desprenden de tal régimen.

Todo ese fundamento material y espiritual ha dado lugar a una sociedad marcada por la exclusión, la inequidad, la corrupción, la explotación del trabajo, la entrega de la soberanía y el expolio; en fin, una degradación general que tiene como esencia a la violencia.

Esa situación descarga su furia, principalmente, sobre los más desprotegidos, como las mujeres y los jóvenes, y ha convertido a los componentes del sistema en objetos de consumo que se pueden intercambiar por otros y ser desechados, cuando dejen de ser útiles. Esos momentos fundacionales también tienen un soporte jurídico en forma de códigos, reglamentos, registros sanitarios, de población, comerciales y aduaneros, entre otros. En especial, en la Constitución de la República.

Un Estado centralizado y autoritario

Uno de los rasgos del capitalismo nacional ha sido la existencia de un Estado opuesto a las prácticas democráticas, con instituciones débiles, con un poder ejecutivo que centraliza gran parte de las decisiones y las pone al servicio de los intereses de los grupos dominantes.

Desde ese Estado se ha profundizado la vulnerabilidad de grandes grupos de población; la venta de porciones del país y su entrega servil a poderosos intereses nacionales y extranjeros han hecho del territorio una zona expuesta a desastres naturales, al cambio climático y del todo insegura por la complicidad con el narcotráfico y otras formas del crimen organizado, que ahora parecen ser parte consustancial de la tradición política; de los que conciben al Estado como un botín particular. Entre más se concentra la riqueza en pocas manos, más exclusión se produce en los sectores mayoritarios de la sociedad, especialmente en momentos de crisis.

Diversos acontecimientos muestran los aspectos sobresalientes de cada crisis, nada extraño si reconocemos que la conflictividad es propia de cualquier sociedad. La vemos en instituciones como el Congreso Nacional, en el sistema de justicia, en dependencias gubernamentales y en cierta publicidad estatal; por ejemplo, de la Secretaría de Educación cuando llama a matricularse en el sistema escolar, con el logo estatal y el de la USAID[1]; o de la cooperación de Israel con la Secretaría de Seguridad. Es ilusorio refundar bajo esas formas.

La posibilidad de transformar o refundar el país, y de acercarnos a momentos importantes como la construcción de comunidades más justas y respetuosas de la vida, requiere controlar el poder del Estado. En ese contexto resurgen antiguos interrogantes y dilemas: ¿Qué significa tomar el poder del Estado? ¿Se puede hacer por medios electorales, o solo a través de una revolución?

El momento electoral de 2021 y la continuidad de las crisis

El momento emotivo de un parcial triunfo electoral parecía similar a la llegada de algo milagroso, y se percibió como el inicio de una fase que superaba todos los efectos de la narcodictadura en su larga duración. Algo sumamente complejo de lograr en un periodo de gobierno que nacía de la misma entraña de la política tradicional.

Esta crisis no nace con el golpe de Estado de 2009, tampoco con la descarada corrupción y los vínculos del crimen organizado con el poder político. Es una condición propia del sistema. En especial, la suposición de la tradición política de que el Estado es su Estado, algo tan real desde finales del siglo XIX.

Además, los grupos de poder han hecho creer que trabajan por el bien común, cuando más bien compiten entre ellos por tener más poder. Y el ejemplo que ilustra esta ambición no sólo está en los procesos electorales; lo podemos ver también en sus códigos penales, sus reglamentos, las prácticas clientelistas, la capacidad para corromper a las personas. Esa acumulación de engaños y fracasos, del gobierno y las políticas públicas, ha profundizado la brecha entre pobreza y riqueza.

La premisa es que refundar es también edificar un Estado Solidario, que no sea asistencial ni facilitador, pero que sea capaz de garantizar las libertades, los derechos y crear condiciones para una vida más justa con mayores grados de equidad en la distribución de la riqueza social.

Se trata de transformar lo siguiente: que la política sea percibida como tarea de especialistas o de profesionales que viven de y para la política; esa idea que reduce la política a la escena pública, a las instituciones políticas privilegiadas, a individuos excepcionales o al análisis y comprensión académica de los contextos. Esto deja por fuera al grueso de la población, cuando es en ella donde recae la legitimación del sistema.

Entonces, se trata de diferenciar la política y considerarla como el espacio de la sociabilidad cotidiana en el que las personas, las comunidades, las instituciones, interaccionan y ejercen el poder no como posesión sino como capacidad colectiva e individual de transformar según los intereses compartidos.

Lo original y novedoso no estará sólo en el uso de los términos refundación o transformación, sino sobre todo en elevar al lugar principal de la actividad política la dignidad de hombres y mujeres, de los grupos sociales que se trate de reivindicar.

La degradación de la democracia

No está demás repetir que el golpe de Estado de 2009 degradó mucho más la democracia liberal y profundizó las prácticas corruptas en las instituciones; que el extractivismo afectó el ambiente con el desplazamiento forzado de las comunidades, el asesinato de defensores y defensoras de los bienes naturales; la deforestación y la contaminación ambiental.

Para combatir esas prácticas hay que cambiar el sistema que las reproduce y reformar las funciones básicas del Estado. Las leyes con que ha operado la tradición política tienen que derogarse, y restaurarse los derechos perdidos. Pero, más allá de lo dicho, el Estado de Derecho realmente democrático no puede construirse simplemente desarmando el andamiaje legal, o modificando aún más una Constitución ya reformada y rota, incluso en aquello que la Carta Magna establecía que no se podía reformar; es necesario fortalecer en lo político un sistema democrático, que promueva una economía orientada a la satisfacción de las necesidades sociales.

Se requieren respuestas frente al hambre, el desempleo, la corrupción, la impunidad y el narcotráfico. Tal vez sea posible. Pero no con medidas económicas de tinte neoliberal, ni con economistas que piensan y hablan igual que los técnicos del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. No es raro escuchar a expertos en asuntos económicos o fiscales, proponiendo medidas de cambio basadas en las mismas políticas fiscales y de ajuste estructural que impulsan los organismos financieros internacionales. No es solo con reformas que se refunda un Estado.

Crear un modelo propio de convivencia social

Es importante recordar un asunto epistemológico: un modelo es solo una representación mental, una construcción teórica por la que se expresa algún fenómeno particular o un aspecto concreto de la realidad. Pero no es la realidad ni es el fenómeno, es solo una reducción ideal de aspectos que realmente existen y que se pueden representar con formas y símbolos matemáticos.

La realidad existente, material y espiritual, es mucho más compleja que un modelo y con más riqueza que una concepción teórica. Así, cuando se hace mención del modelo económico y político del socialismo y se descubre en qué ha consistido, nos damos cuenta de que no ha existido un modo de vida socialista en estado puro, exacto, perfecto. Su fracaso se evidencia en el desmantelamiento de la sociedad soviética y en la forma de la sociedad desarrollada en China continental.

Esas experiencias sociales muestran la necesidad de examinar e investigar continuamente los triunfos y las insuficiencias de ese sistema, para ir avanzando y generando elementos básicos para una vida buena y una buena vida para todos. Sabemos que es fundamental la creación de condiciones de vida que contribuyan a realizar la igualdad y la justicia en situaciones particulares, y no es posible crearlas sin considerar las necesidades de la población, el ambiente interno, las relaciones internacionales, el avance científico, las posibilidades materiales del país, la organización social, la situación política interna y externa, el entusiasmo y la capacidad humana para participar activamente en el desarrollo social.

Es decir, no se necesita tanta claridad política para ver que existen diferencias sociales e individuales generadas por la desigual distribución de la riqueza social. Las diferencias no se eliminan de manera absoluta y definitiva, a menos que se pretenda construir una sociedad homogénea, inmóvil, como quisieron los que se imaginaron las utopías políticas y los que ejercieron el poder autoritariamente. El modelo es sólo un recurso teórico.

La práctica política y las políticas públicas

Se requieren programas políticos y políticas públicas que ataquen el atraso, la corrupción, la impunidad y la dependencia; y si tales propuestas son realmente transformadoras y ponen en el centro de su interés la dignificación del ser humano, entonces se puede hablar de una forma del socialismo democrático pero no como modelo perfecto, aspiración política o ideal de vida, sino como algo que es posible realizar porque representa un conjunto de propuestas de gobierno que pondrá en práctica la organización democrática del pueblo cuando acceda al poder político. Y aunque se construyan programas de gobierno que conduzcan a transformaciones verdaderas, estas deben tener como fundamento la modificación de la estructura agraria. Esto es esencial para la refundación.

Una de las dificultades para transformar o refundar un sistema social injusto, violento o inhumano, es cómo lidiar con la influencia de las categorías propias de la sociedad de consumo. En especial cuando se está inmerso en procesos bajo las reglas del sistema que se pretende cambiar y con la presencia de sectores conservadores que hacen uso de términos como «misión», «visión», «imagen pública», «vender un programa político», «marketing» y otras expresiones similares propias de las relaciones mercantiles y de la propaganda comercial.

Así, los participantes se convierten en consumidores de un producto que puede satisfacer necesidades y sueños, y a los trabajadores se les llama «colaboradores». Esa terminología se encarga de ocultar las diferencias de clase y de convertir las relaciones sociales en un asunto técnico, que puede ser «gestionado» por una oficina de «recursos» humanos.

Es necesario repetir: los modelos sociales no son instrumentos perfectos que se aplican mecánicamente; más bien se desarrollan en cada momento histórico y pueden ayudar a la organización popular en la construcción de un país más digno, más fraterno, que trascienda los límites del capitalismo neoliberal.

El asunto es cómo construir un pacto social, una sociedad a partir de una realidad concreta, un mecanismo regulador de relaciones sociales más justas y equitativas; un proceso histórico que deberá ser participativo y sin exclusiones; pero, ¿realmente será sin exclusiones?

Los movimientos sociales y la crítica al modelo neoliberal

Es probable que existan criterios propios del sistema neoliberal como medidas para superar el atraso, pero dejan de lado que parte sustancial de este son las devaluaciones, los rescates financieros, las privatizaciones, la venta del territorio, las violaciones a los derechos humanos, la impunidad y la corrupción; pero hay que construir una propuesta de desarrollo a partir de esa realidad, que tenga como fin último la reproducción de la vida humana sin condiciones que atenten contra ella.

Tal posibilidad puede verse en los movimientos sociales que luchan por sus territorios, por la defensa del bosque y los ríos, en la futura lucha estudiantil por sus derechos, en la exigencia sindical por mejores ingresos, en las peticiones de los feminismos contra la violencia y la cultura patriarcal y, por otro lado, en un movimiento social que defienda el derecho al trabajo digno, la educación y la salud pública con calidad.

A pesar de la historia de lucha del pueblo hondureño contra las injusticias del sistema y la supuesta formación progresista-democrática-socialista que algunos pretendemos tener, también podemos ser portadores de elementos ideológicos conservadores que nos hacen creer en supuestas bondades del sistema y en su firmeza jurídica. Por eso no es raro escuchar voces que defienden el Estado de derecho y olvidan que están hablando del Estado burgués; o en la necesidad de la lucha pacífica como un medio para lograr cambios profundos en el sistema burgués y dentro de los límites de este sistema; claro, en el lenguaje político tradicional la expresión «cambios profundos» es sinónimo de reformas sociales y económicas cosméticas.

En la discusión sobre qué elementos se incluyen en la refundación, hay que tomar en cuenta cómo ha sido el accionar de los grupos tradicionales de poder y la condición del país, al menos en los últimos cien años. No es que algunos políticos y empresarios hayan sido cooptados por grupos criminales que infiltran gobiernos, o que sobornan a ingenuos funcionarios y colocan fondos en honestos bancos; más bien es un rasgo propio del sistema, es su esencia destructora la que utiliza cualquier recurso para reproducirse y lograr mayores ganancias.

Es decir, las prácticas delictivas son parte del desarrollo del capitalismo, son variaciones de los procesos de acumulación de capital. Su actividad depredadora es una de las tendencias principales del capitalismo que coincide con el control político, las crisis financieras, el empobrecimiento de grandes sectores, las diversas formas de violencia, la criminalidad, el militarismo, la impunidad y la corrupción. Incluyendo, además, las epidemias, el hambre, las guerras regionales, las migraciones, la xenofobia, el racismo y otros efectos, que tienen orígenes estructurales potenciados por la globalización neoliberal.

Tal vez las reformas democraticen un poco el poder político y modifiquen el rol de las fuerzas represivas. Pero no implican cambios radicales en la estructura económica y política. En esto no se debe olvidar varias cuestiones: algunos podrán descalificar las reformas o el estilo «socialdemócrata» de gobernar, pero en la circunstancia nacional y con el significado de la tradición política y cultural, ¿se podrá menospreciar el dominio norteamericano y la coyuntura internacional? ¿Se podrá dejar de lado el rol de los militares como guardianes de la oligarquía? ¿Seremos indiferentes a la tradición cultural de grandes sectores del pueblo? ¿Podemos ignorar el poder de la empresa privada? Hay otra cuestión a considerar: ¿Será cierto que hay un crecimiento en la conciencia social y que ahora somos más críticos? ¿Qué tan grande será ese crecimiento de la conciencia social?

El poderío de la ideología conservadora

Para muestra de nuestro radicalismo conservador basta ver las consignas centrales de algunos sectores del movimiento popular: Asamblea Nacional Constituyente y refundación del país. Con la primera se pueden crear nuevas leyes para regular de manera más justa la vida dentro del sistema que nos determina, que no es otro que el capitalismo; y, con lo segundo, se va a refundar el capitalismo hondureño sobre unos cimientos tal vez más equitativos y que dignifiquen la vida humana en los marcos del sistema burgués.

Si existe otra posibilidad, esta podrá aparecer como consecuencia del desarrollo del capitalismo del siglo XXI. Y, otra vez, el socialismo aparece como algo eventual y derivado del sistema anterior. Es decir, la vieja historia de la espera a que se den las condiciones «objetivas y subjetivas» gracias a la ansiada «acumulación de fuerzas».

Concebir así el progreso histórico, es suponer que los acontecimientos históricos se suceden uno tras de otro en un orden mecánico, muy ordenado, muy racional, al estilo planteado en los manuales de filosofía y economía política, cuestión muy alejada de lo que llamamos dialéctica. Palabra bastante utilizada en las discusiones y en las capacitaciones políticas de ahora y de antes, que da la impresión de ser un elegante recurso retórico para estar a tono con la jerga de moda, y nada más que eso.

La ideología conservadora es tan poderosa, que no es raro que alguien afirme que la crisis nacional es producto de la pérdida de «nuestros» valores, que muchos carecen de valores, que hay que rescatar esos valores y «nuestra identidad», que esos valores se demuestran venerando símbolos patrios y respetando a las autoridades.

Es bueno darse cuenta de que no sólo está en debate la coyuntura actual, el salario mínimo, el precio de los combustibles, los estatutos profesionales, la represión contra grupos campesinos, el papel del movimiento popular; también está en entredicho qué tipo de valores vamos a defender y a crear, qué principios morales nos van a guiar en la lucha política, ideológica y cultural.

La oligarquía, hasta ahora, ha tenido la ventaja de contar con su prensa que trabaja cada día por sus valores y su moral dominante; siempre tratará de no mencionar cómo se ha distribuido la gran propiedad; en manos de quién se encuentran los medios de producción, quiénes son los que controlan las relaciones comerciales y a los partidos políticos tradicionales; en ocultar cómo se ejerce el dominio con la fuerza bruta y con los medios de comunicación, en no mostrar cómo se diseña y dirige el poder económico, político y cultural en Honduras.

Cerrando el círculo

De otro modo: si la expresión «refundación» o «transformación» contiene una concepción de la realidad nacional, deberá ser también un conjunto ordenado de razones y juicios que nos permitan valorar la fuerza social y la teoría que la respalda frente a los conflictos sociales. Por ese motivo, debe pensarse en la refundación como algo no definitivo y en constante elaboración.

En definitiva, parece obvio que la refundación podría lograrse con los aportes del pensamiento político y científico, con la sabiduría popular y el conocimiento de la historia nacional. Este conocimiento debe apoyarse en la ciencia desarrollada hasta ahora para investigar las causas del atraso, del comportamiento político, la degradación de la naturaleza, las consecuencias del sistema explotador y las nuevas formas de desarrollo social para emancipar al ser humano.

Entonces, si consideramos la noción de Refundación como algo relativamente acabado, podría ser un conjunto de ideas, valores y principios; podrá aparecer como una continuidad histórica que arranca en el movimiento unionista de Francisco Morazán, por una patria soberana e independiente que sigue bregando por defender y desarrollar derechos, la libertad, la igualdad y la solidaridad como valores necesarios en la construcción de condiciones sociales más justas que superen las desigualdades.

Además, hay un componente fundamental que no es cualquier cosa, no es un recurso teórico ni gramatical para adornar el discurso: la forma de gobierno que resulte de las transformaciones estructurales y de otros cambios en la esfera política debe contener un conjunto de elementos normativos que lo haga superior a otras formas del poder político; por ejemplo, la tan repetida y ausente transparencia en los asuntos estatales; una especie de legitimidad moral que sea resultado de la sociedad y de sus luchas históricas.

La realización de los ideales se podrá hacer desde el Estado y desde el conjunto de la sociedad, pero requiere de transformaciones estructurales que hagan posible el desarrollo material, una distribución equitativa de la riqueza social y una noción de la igualdad que considere las diferencias individuales en el acceso a los bienes culturales y económicos y que haga efectiva la continuidad del desarrollo en general.

El proceso de refundación implica, por consiguiente, una amplia discusión de ideas y propuestas con la intención de darle claridad a su posibilidad. Pero sólo serán legítimas cuando nazcan del pueblo o sepan trasmitir los intereses de toda la nación. Este momento de inclusión es la única vía y espacio para realizar ese proceso.


[1]       Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional.


[1]       Profesor de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), jubilado.