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Ismael Moreno SJ

El coronavirus llegó a Honduras para agudizar el miedo y la incertidumbre de una población que sabe que no tiene gobierno que la proteja, y que la precariedad es su más fiel compañera. Las necesidades básicas de quienes viven al día conspiran contra el “Quédate en casa”, pero queda clara una lección: solo la solidaridad salva y establece puentes. Convertir esta pandemia en una esperanza que históricamente se va construyendo, es la tarea espiritual más gigantesca de nuestro tiempo.

La pandemia ha venido a estremecer los cimientos en que se sostiene la humanidad. Como se ha dicho, el virus no discrimina, pero se inserta en una sociedad y en una humanidad organizada desde la discriminación y la desigualdad. Una vez más, la pandemia afecta más a la gente más desprotegida, y desnuda la lógica de la acumulación de unos y la del sálvese quien pueda para la inmensa mayoría de nuestras sociedades.

1. En Honduras, la realidad nos sitúa ante tres dimensiones vinculadas entre sí

Primera dimensión: la pandemia

La primera dimensión es la realidad misma de la pandemia. Es una amenaza y un peligro que nos coloca en un estado cotidiano de expectación, ansiedad e incertidumbre. Aunque no sabemos con exactitud cuáles pueden ser los alcances y las consecuencias, la situación de vulnerabilidad del sistema sanitario y de la institucionalidad del Estado advierten sobre la gravedad humana y social que adquirirá la pandemia en un país que, desde hace treinta años, es conducido por los mercaderes del neoliberalismo que siempre anuncian un futuro mejor cuando, en la realidad, abandonan la atención sanitaria, la educación y los servicios públicos a los vaivenes del mercado.

Somos un país con una institucionalidad precaria y vulnerable, incapacitada para responder a los desafíos humanitarios, sanitarios y sociales cotidianos. Una emergencia de la envergadura de esta pandemia nos coloca en un estado extremo de indefensión y amenaza de muerte masiva.

El año pasado el dengue —que es prevenible y controlable— dejó más de un centenar de muertos y decenas de miles de contagiados, hasta convertir a Honduras en el país con el nivel más alto de afectación por esta enfermedad tropical. Por eso ahora no podemos siquiera imaginar el costo humano y social de la enfermedad por coronavirus (Covid-19).

Segunda dimensión: la incapacidad de respuesta

La capacidad instalada en el país carece de las competencias mínimas para responder a los enormes desafíos de la emergencia sanitaria. Esta requiere de una institucionalidad y de un equipo conductor con capacidad de liderazgo y con la credibilidad necesaria para coordinar el proceso de atención a la emergencia provocada por el coronavirus.

Sin embargo, el liderazgo que está conduciendo la emergencia es lo más opuesto a lo que hoy se necesita. No tiene capacidad profesional, ni experiencia, ni responsabilidad ética para conducir este proceso. Es el liderazgo con el más bajo nivel de credibilidad y confianza que históricamente ha tenido un sector oficial frente a la ciudadanía, pues se trata de un gobierno de escasa legitimidad.

La mayoría de la gente no cree en el sector oficial que lidera Juan Orlando Hernández. Y no es para menos. Hay quienes se atreven a decir que las personas que están en los anillos más cercanos a Casa Presidencial y sus decisiones, son las más interesadas en protegerse del virus porque tienen mucho que disfrutar una vez que todo pase, ya que la emergencia las ha colocado ante montos tan grandes de dinero, que representan un botín que jamás pudieron imaginar.

Esta emergencia coincide con un equipo de gobierno que, en los años recientes, ha sido vinculado, con pruebas, a los mayores saqueos de las instituciones públicas, comenzando por el multimillonario asalto al Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS), destapado en 2015.

Este gobierno se constituyó tras unos resultados electorales tan dudosos, que la mayoría de la población considera que su vigencia se debe al fraude electoral; además, se sostiene en la militarización y una política generadora de miedo. Para colmo, este gobierno ha sido señalado internacionalmente, con datos objetivos, de estar vinculado con el narconegocio a gran escala.

A Honduras le ha tocado en suerte el peor equipo de gobierno para enfrentar tan ingentes tareas sanitarias. Lo primero que hizo este equipo, tras confirmar la presencia del virus en el territorio nacional, fue aprobar una multimillonaria cantidad de dinero: 460 millones de dólares, lo que de inmediato despertó sospechas en la ciudadanía.

Este monto ha ido creciendo con nuevas y continuas aprobaciones de fondos, que han convertido al gobierno hondureño en el que dispone de más recursos en Centroamérica para atender la emergencia. No obstante, los profesionales de la salud más competentes y las personas con más capacidad para conducir esta emergencia en los planos sociales, económicos y de infraestructura, están fuera del gobierno y han sido excluidos de toda participación.

Esta pandemia se mueve entre dos fuerzas, que en Honduras son patentes: la fuerza política y la fuerza sanitaria. En el caso hondureño, la fuerza política ha decidido conducir todo el proceso; pero se trata de una fuerza política con reducida competencia profesional y con altos niveles de descrédito y desconfianza ante la mayoría de la sociedad. Mientras, en los hechos, la fuerza sanitaria ha quedado fuera del proceso.

Los expertos son del criterio que estas dos fuerzas han de actuar en armonía para saber responder a la gigantesca tarea de la pandemia. Y si se ha de decantar hacia un lado, tendría que ser hacia la fuerza sanitaria. Esto vale para todos los países. Pero aquí, la balanza se ha inclinado a favor de la fuerza política, lo que advierte de consecuencias graves y dolorosas para toda la sociedad, ahora amenazada por el virus y por una fuerza política incompetente y corrupta.

Tercera dimensión: el hambre

En un país como Honduras, donde el 70 por ciento de la población vive en la economía informal, el encierro conduce, inevitablemente, al hambre. El encierro es incompatible con la sobrevivencia de la gente.

Dicen que el virus se mueve si la gente se mueve, y que la prevención más efectiva es unir al lavado de manos el confinamiento en las casas. Y cada vez hay más gente consciente que así lo hace. El gobierno, por su parte, se ha encargado de facilitar el encierro al decretar el estado de excepción y los toques de queda.

Sin embargo, para muchísima gente, comer hoy depende de lo que venda hoy. Si no vendo o no limpio hoy un solar, si no consigo carreras en el taxi, si no conduzco el bus de pasajeros, me quedo sin ingresos para mi subsistencia del día. Esas son las frases que se escuchan cada vez con más frecuencia. Muchas mujeres no tienen ninguna otra alternativa que seguir vendiendo tortillas, aunque eso las exponga al virus y a las amenazas de la policía.

2. Responsabilidad personal versus hambre

La responsabilidad es uno de los aprendizajes de estas semanas y meses. Es cierto que la humanidad entera está amenazada, y que los científicos todavía no saben decirnos el rumbo final que tomará esta pandemia. Pero que la responsabilidad personal es fundamental para detener los contagios, nadie lo duda a estas alturas de la incertidumbre, hasta que el encierro se convirtió en un aprendizaje: no hay manera de salvarnos si no es a partir de responsabilidades personales.

Pero la responsabilidad personal no se puede desvincular de la precaria situación económica y social de la mayoría de la población. Es cierto que hay quienes tienen al menos lo básico para sobrevivir sin tener que salir de su casa. Pero esa es una minoría. La mayoría vive al día, “a coyol quebrado coyol comido”, y ante el llamado al encierro aflora progresivamente el “sálvese quien pueda”, que tanto ha alimentado el sistema que hoy se encuentra en crisis ante el emergente valor de la solidaridad.

Cuando se les preguntó a tres mujeres que vendían tortillas a la orilla de una calle que si no tenían miedo a ser infectadas, una de ellas respondió:

Claro que tenemos miedo. A nosotras nos va a pegar ese virus. Pero qué quiere que hagamos, con esto que hacemos tenemos para llevar algo de comida para los niños. Si no hacemos tortillas, nos morimos de hambre. Tenemos miedo que nos contagien, y tenemos miedo a que la policía venga y nos tire los canastos, porque la gente pobre somos la que pagamos más caro en este mundo ingrato.

La población se mueve entre dos caminos igualmente mortales. Si se encierra se salva de la Covid-19, pero puede morir de hambre. Si sale a rebuscarse algo de comida o sale a demandar alimentos del gobierno, el contagio es inminente.

El encierro prolongado, además de propiciar el hambre, es generador de estrés, deterioro psicológico, violencia intrafamiliar, y de muchos otros males: pérdida del año escolar en una sociedad con acceso precario a internet y tecnología; pérdida de empleos en industrias como la maquila, que es implacable en la defensa de sus negocios y en el desprecio a obreras y obreros; pérdida de la producción agrícola y de la mediana y pequeña empresa, las mayores generadoras de empleo.

En el caos hondureño, la prolongación de la cuarentena supone mayores oportunidades del grupo político que conduce la emergencia para saquear recursos y aprobar decretos y figuras jurídicas que prolonguen indefinidamente el mandato de un gobierno que se sustenta en el autoritarismo y en decisiones discrecionales por encima del Estado de derecho. En otras palabras, para sacar de la incertidumbre y el miedo nuevas oportunidades para fortalecerse.

De esta manera, la prolongación de cualquiera de los dos caminos es catastrófica. Conduce al caos, a una tempestad incontrolable. El encierro es la medida óptima para la prevención. Pero en una población que vive de la economía informal, la responsabilidad personal no podrá remontar el mal consejo de un estómago vacío.

3. Cómo nos situamos

La pandemia nos coloca ante la incertidumbre, una condición muy propia de la fe cristiana. Nadie, ni los más avanzados científicos, tienen la respuesta ante la agresividad del virus. La pandemia sigue siendo una amenaza incierta, pero real. La incertidumbre nos coloca ante lo insondable y ante la pequeñez y fragilidad de nuestra vida. La pandemia nos ha bajado de un porrazo a nuestro lugar común de seres mortales, imperfectos y necesitados de trascendencia.

La pandemia no es asunto de corto plazo. Llegó haciéndonos creer que con catorce días en cuarentena bastaría para proseguir la vida. Pero pasaron los catorce días, siguieron las semanas y ahora los meses, y nada ofrece señales de un pronto final. Las noticias más bien advierten de posibles rebrotes. Es decir, que vamos para largo, y conviene que tomemos conciencia de una prolongación indefinida de la cuaresma. Y en el caso de que la pandemia disminuya, todos los datos apuntan a que el retorno a las actividades ordinarias, sin estar únicamente mediadas por internet, será lento y, previsiblemente, con regresiones a nuevas cuarentenas.

Hemos de prepararnos para una prolongada resistencia, y aquí es donde cobra una dimensión fundamental el acompañamiento espiritual para tiempos prolongados de hastío y desesperanza. Aportar para un talante de reciedumbre en tiempos de incertidumbre e inseguridad, es uno de los servicios que nos toca dar como creyentes y para los creyentes, a las comunidades cristianas y a la gente de buena voluntad. Alimentar la utopía desde la crudeza del encierro y anunciar que el alimento no es que falte, sino que falta el milagro del compartir, es propio de nuestro talante espiritual.

La población que carga con el peso de la pandemia, el hambre y la corrupción de quienes conducen la emergencia, necesita de nuestra presencia; necesita ser acompañada desde la cercanía y el consuelo, desde la solidaridad militante y con la palabra que trascienda de la miseria y podredumbre hacia la utopía y los valores del Reino. Acompañarla a partir de, al menos, las siguientes cuatro maneras:

Primera manera: acompañar sus demandas y protestas, para que las estructuras oficiales respondan con asistencia sanitaria y alimentos en estos tiempos de contaminación y de hambre. El gobierno cuenta con recursos para atender las necesidades sanitarias y para atender las necesidades de alimentación de las poblaciones encerradas, y nos toca velar porque esos bienes se destinen hacia quienes más sufren.

Nos toca acompañar las protestas públicas de la gente hambrienta, purificar sus intenciones, enriquecer las luchas para que no solo se muevan desde la desesperación y el sálvese quien pueda; para evitar que caigan en la lógica de la violencia, que es generadora de represión y estigmatización hacia quienes reclaman sus derechos. Nos toca estar cerca y acompañar desde la organización, los valores comunitarios y solidarios, y desde el valor de la no violencia activa.

Segunda manera: no se ha de esperar que el hambre la resuelva el gobierno u otros sectores; se ha de animar, con nuestra cercanía y presencia solidaria, a que la población se decida a promover e impulsar sus propias respuestas comunitarias, colectivas y cooperativas, desde la lógica de la semilla de mostaza, desde lo pequeño, desde la siembra, aunque sea en espacios reducidos.

Por ejemplo, promover en áreas rurales la siembra de huertos familiares, y que donantes eclesiales y solidarios apoyen estos esfuerzos. Similares iniciativas se pueden animar en barrios y zonas urbanas populares, conforme a sus condiciones específicas. Animar con aquel mandato evangélico: “denles ustedes de comer”, a partir de convertir las carencias en oportunidades para descubrirnos a partir de lo poco que tenemos, y desde las capacidades comunitarias y solidarias de compartir mientras vamos caminando.

Tercera manera: mantener el dedo en la llaga de la corrupción y la impunidad. La denuncia sustentada en datos que identifiquen a quienes desvían recursos, cómo los desvían y quiénes los respaldan o guardan silencio ante tales delitos.

En realidades como la de Covid-19, que ha venido a desnudar la inequidad y la corrupción, la Iglesia, la comunidad creyente, no pueden reducir su servicio a acompañamientos locales o reflexiones espirituales y teológicas. Estas han de estar insertas en el servicio de la denuncia profética sustentada con periodismo de investigación, investigaciones de casos, informaciones que se cotejen con diversas fuentes, para que la denuncia sea creíble y alcance el objetivo de desnudar la injusticia y orientar hacia propuestas de transparencia, veeduría y rendición de cuentas, y para que el sistema de justicia se vea obligado a actuar de oficio en la investigación de delitos que conlleve a enjuiciar y condenar a responsables de saqueos, malversación y desvíos de recursos destinados a atender las necesidades de los pacientes y del bien común.

Cuarta manera: la pandemia nos ha situado universalmente. Aquello de la aldea global que decíamos en los seminarios y análisis, ha quedado patente con el coronavirus. De pronto nos hemos encontrado abrazados —o desabrazados— en un mismo mar, buscando abordar los mismos barcos que nos salven en comunidad, en grupo, en racimo. De pronto, nos descubrimos como parte de un todo; aunque estemos en Honduras, estamos en la misma lógica de responsabilidad personal con todos los países del continente, y con todos los países del mundo.

Cada vez más necesitamos hacer una lectura que inserte nuestras realidades nacionales en plena mirada regional y mundial. Nunca como en este tiempo, las coordenadas locales están insertas en coordenadas mesoamericanas, latinoamericanas y caribeñas, continentales y mundiales, desde la perspectiva de los pobres, las víctimas; desde la necesidad de desnudar los hilos generadores de desigualdad, discriminación, deshumanización y corrupción.

Solo este cruce de coordenadas hará posible que nuestro servicio nacional sea efectivo, y se sitúe en los criterios jesuitas de saber estar en las encrucijadas de las ideologías, en las fronteras de la exclusión, donde haya mayor necesidad, sabiendo que el servicio, cuanto más universal, es más divino.

4. La solidaridad, como tarea espiritual

Nunca como en estos aciagos tiempos, habíamos tenido más conciencia de que somos una humanidad con inmensas expresiones de solidaridad. Y que podemos convertirnos en humanidad solidaria. Esas reservas salen a borbotones en estos días, semanas y meses, justamente cuando estamos en el encierro.

Esas son las paradojas de la vida, pues, cuando hemos andado en espacios públicos y en relación con los demás, ha salido lo negativo, los individualismos, los encierros en torno del consumismo. Esa ausencia de solidaridad nos condujo progresivamente a un mundo amenazado, y se precipitó con la pandemia.

Queda clara la lección: ni el dinero, ni los bancos, ni las multinacionales, ni el poder de las derechas, ni el de las izquierdas, ni la tecnología, ni el extractivismo, ni el militarismo, ni las drogas, ni el milagrerismo de religiones bulliciosas, nos han conducido a la salvación. Al contrario, nos han conducido a que se precipitara el derrumbe.

Y la lección queda abierta: solo la solidaridad salva, solo la solidaridad establece puentes, solo la solidaridad nos descubre como humanos y humanas desde la diversidad de culturas, lenguas, mentes y corazones. Solo la solidaridad nos puede reinventar, a partir de detalles, de pequeñas y cotidianas expresiones. Solo la solidaridad ablanda corazones, por muy duros y tóxicos que sean.

La solidaridad, convertida en propuestas sociales, políticas, económicas, culturales y espirituales, espera a la vuelta de la esquina a quienes sobrevivan a los espantos de esta emergencia. Convertir esta pandemia en una esperanza que históricamente se va construyendo, es la tarea espiritual más gigantesca de nuestro tiempo.


* Director de Radio Progreso y del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de la Compañía de Jesús, ERIC-SJ.

Imagen: Una madre sale el 10 de mayo de 2020 de atención medica en el Hospital Escuela Universitario en la ciudad de Tegucigalpa capital de Honduras. EFE / Fuente de la imagen: https://www.eldiario.es/sociedad/Hospitales-Honduras-situacion-precaria-COVID-19_0_1034497753.html  

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